Los hombres lloran solos (17 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Los hombres lloran solos
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Con respecto a la postura española, los Estados Unidos enviaron a su nuevo embajador, míster Carlton F. H. Hayes, quien en su entrevista con Franco utilizó un tono muy cordial. «El presidente de los Estados Unidos me encarga muy especialmente exprese a V. E. la estima personal que le tiene». Y recalcó: «No trataremos de imponer nuestro sistema de gobierno a ningún país». Franco, que tanto había hablado de autarquía, contestó inesperadamente: «Ningún pueblo de la tierra puede vivir normalmente de su propia economía y todos ellos se necesitan».

También a Gerona había llegado un nuevo cónsul americano, míster John Stern. Éste se entrevistó en seguida con el cónsul inglés míster Collins, y ambos se fueron a comer ancas de rana al restaurante de la Barca, en una mesa contigua a la que ocupaban los hermanos Costa, el capitán Sánchez Bravo y Carlos Civil, el hijo del profesor Civil y hombre de paja de la EMER.

Míster Stern y míster Collins se reían mucho y los hermanos Costa se preguntaban por qué. ¿Sería una consigna? ¿Dar la impresión de que todo marchaba bien? Tal vez hablaban de los partes que emitía la BBC, según los cuales la ciudad renana de Colonia había sufrido un bombardeo masivo, ocasionando daños inmensos, y que al día siguiente mil aviones británicos habían caído sobre Essen. La BBC añadió que Hitler había acusado a Goering de vividor y perezoso y había rehusado darle la mano, por cuanto Goering le había prometido que sus aviones decidirían la lucha. Y entretanto América producía aviones. Cazas, por supuesto, pero sobre todo bombarderos para la ofensiva. Los americanos habían empezado también sus incursiones aéreas, pero los alemanes se negaban a aceptar que los americanos fuesen aptos para combatir. Goering había dicho: «No subestimo a los americanos. No tienen igual para fabricar hojas de afeitar, pero no olvidemos que la palabra clave de su sociedad es
bluff…
».

* * *

La División Azul iba a ser relevada. Los miembros que la componían estaban visiblemente cansados, excepto la minoría que, al igual que les ocurría a los legionarios, en la guerra se sentían como en su casa. Llegarían otros divisionarios de refresco, que a la sazón estaban ya siendo reclutados en España. Incluso el general Muñoz Grandes, que había recibido las máximas condecoraciones, iba a ceder el puesto al general Esteban Infantes, después de repetir, en frase que se consideró feliz, que había que «repartir la gloria y el riesgo».

El relevo no se haría de un solo golpe, sino progresivamente, a fin de que hubiera siempre «veteranos» que pudieran adiestrar a los recién llegados. Primero fueron repatriados los enfermos y convalecientes de alguna herida, lo que afectaba a Mateo y a Núñez Maza. Luego, a los que se habían batido en el Volchov y lago Ilmen, entre los que figuraban
Cacerola
, el camarero Rogelio y Alfonso Estrada. También se unirían a estos últimos Sólita y mosén Falcó, quien había quedado descolgado de sus conciudadanos y que en la División había destacado por sus ardores belicistas. Mosén Falcó, en la fiesta del Corpus, encontrándose en Possad, llegó a escupir al rostro de un prisionero ruso que hizo alarde de irreverencia y burla.

Núñez Maza precedió a todos los demás, incluso a Mateo. Sus fiebres no habían remitido, había adelgazado mucho y no podía con su alma. En unión de varios heridos graves fue evacuado y trasladado a Madrid, donde médicos amigos suyos le prestarían la ayuda necesaria. Sin embargo, nada más llegar, y pese a poder gozar de las ventajas de un país «no beligerante», experimentó una doble sensación. Por un lado, fue recibido como un héroe, incluso por el mismísimo Serrano Súñer, quien siempre le había demostrado un gran afecto; por otro lado, sintió que en la capital de España se vivía completamente al margen de lo que pudiera ocurrirle a la División Azul.

Para la mayoría de ciudadanos aquello era una anécdota y la gente se ocupaba en vivir, en chantajear, en divertirse y en llenar las calles de tenderetes, formando una especie de inmenso mercado. Como por ensalmo habían salido los vendedores ambulantes.

Chufas, pipas, altramuces, piedras para encendedores, trompetillas, viseras y, por supuesto, tabaco. Una charlatana, llamada Tomasa, llevaba consigo un micrófono y en la avenida del Generalísimo Franco era la gran atracción. También le hablaron de los
meublés
, cada día más en auge, de algunos bares llamados «putódromos» y de los realquilados, con muchos líos de faldas en los pisos y en las salas de fiestas recientemente inauguradas y que trabajaban a tope.

El doctor Jiménez Mendoza, que se puso a su disposición, le dijo: «Si tus fiebres fueran tan difíciles de curar como la España que tenemos hoy, mi pronóstico sería preocupante». Núñez Maza quedó de una pieza. Todavía era consejero nacional. Echó de menos a Salazar y su cachimba. Se acordó de algo que ambos habían escrito y publicado poco después de terminada la guerra civil: «Excepto Alemania, Italia, el Japón, Portugal y España, el resto del mundo es masonería y comunismo, es decir, escoria». No sabía si arrepentirse o no. Su mente estaba confusa y las fiebres le impedían poner orden en su pensamiento. El doctor Jiménez Mendoza le puso a tratamiento y le dio ánimo. «Dentro de un mes te sentirás mucho mejor. Pero ya veremos dónde te mandamos luego para que mejoren tus pulmones».

Días después llegó Mateo. El avión le dejó en Madrid, desde donde se trasladó en tren a Barcelona. Varias horas de espera en Barcelona y por fin otro tren, de locomotora humeante, como si sufriera, a Gerona. Había enviado un telegrama, de modo que en el andén de la estación le esperaban, además de la familia, el camarada Montaraz y «La Voz de Alerta». ¿Herida leve? ¿Herida grave? Durante el viaje recompuso la situación. Herida grave, al parecer. La bala, como si se la hubiera enviado Cosme Vila desde Ufa, le interesó el coxo-femoral. Se la extrajeron, hubo infección, luego el correspondiente drenaje. Ahora se estaba cicatrizando, pero la cadera, por el momento, le había quedado rígida. Cojo, cojo para toda la vida, a menos que los experimentos que, según los médicos que le atendieron, se estaban llevando a cabo para utilizar prótesis se perfeccionasen y llegaran a tiempo para recomponerle a él. El doctor Chaos, sin el barullo del hospital de Riga, le daría su opinión. Sólita le había dicho: «Si no te cura el doctor Chaos no te curará nadie».

Al detenerse el tren en la estación se oyó un grito. Era Pilar. Pilar gritó: «¡Mateo!», y corrió para acercarse a la portezuela de descenso. Detrás estaban don Emilio Santos, Matías y Carmen Elgazu, Ignacio y el pequeño Eloy. El camarada Montaraz y «La Voz de Alerta» retrocedieron unos pasos para permitir que la familia pudiera darle antes que nadie la bienvenida.

Entonces ocurrió lo inevitable. Después de entregarle a Ignacio la mochila dentro de la cual había un equipo completo de soldado y un precioso icono, para bajar los peldaños del vagón tuvieron que ayudarle. ¡Cojo! Mateo apenas si podía valerse por sí mismo. Por fin consiguió apearse y los abrazos se fundieron alrededor de su cuello. Sin embargo, flotaba en la mente de todos el enigma. ¿Qué clase de cojera? ¿Y por qué estaba tan demacrado? En el uniforme, la Cruz de Hierro, que le impuso el mismísimo general Muñoz Grandes. ¿De qué le iba a servir esa cruz, si acababan de recibir a un mutilado?

—Calma, calma —decía Mateo—. Ya os explicaré. Todo se arreglará…

Pilar, al igual que el resto de la familia, tuvo una corazonada. Pilar, que se había pasado noches enteras preguntándose cuál podía ser la herida de Mateo, estaba a punto de desvelar el misterio.

—¿La pierna? ¿La cadera…? ¿Qué te ha pasado?

—La cadera… Una bala. Pero ya me la extrajeron y ahora falta la recuperación.

Nadie le creyó. Se movía con dificultad y, pese a las promesas que se había hecho a sí mismo, habló sin convicción. Por si fuera poco, no conocía al nuevo gobernador. El camarada Montaraz le abrazó también. «La Voz de Alerta» se había preparado para pronunciar unas palabras, pero el desconcierto reinante se lo impidió. Don Emilio Santos se abalanzó a su cuello. «¡Hijo! ¿Qué te ha ocurrido?». Ignacio tenía un nudo en la garganta, mezcla de dolor y de irritación. No sabía qué hacer con la mochila, que pesaba lo suyo. Mateo se había ido «en busca de los luceros» y llegaba con la cadera rota. Por fin, Ignacio se decidió a darle un abrazo, pero sólo para balbucear: «¡Qué tristeza!». Carmen Elgazu le besó en ambas mejillas y Matías, que desde lejos ya se había quitado el sombrero, le atrajo también hacia sí.

Pilar y Mateo tenían el piso en la misma plaza de la Estación. Eran unos doscientos pasos. Demasiados pasos para el héroe. Subieron a un taxi, en medio de un gran silencio. E Ignacio y Pilar, con gran esfuerzo, tuvieron que ayudarle a subir, peldaño a peldaño, la escalera. La puerta del piso se abrió… Mateo vio el retrato de José Antonio, el pájaro disecado, unos libros y una sirvienta, llamada Teresa, que tenía un crío en los brazos. «¡Dejad que me siente! Y traedme a mi hijo…» Mateo se sentó en el comedor, se hizo cargo del pequeño y lo inundó de besos. «¡César… César Santos Alvear! ¡Qué hermoso está!». Quería levantarlo en brazos, pero no pudo. Formuló frases inconexas. «Se parece a mí. ¿Verdad que se parece a mí?». Por lo menos se parecía al Mateo anterior a la cruzada contra Rusia.

Sólo habían subido los familiares. Al cabo de un rato de tensión, Ignacio no pudo más y rompió el silencio.

—Ese gobernador que te ha abrazado, es al mismo tiempo el jefe provincial del Movimiento. Adiós, Mateo… Pronto nos veremos.

* * *

Esta noticia le sentó a Mateo como un rayo. En realidad, cruzaban por el piso rayos de todas partes. Poco a poco todo el mundo se fue, para dejar solos a Mateo y a Pilar. Mateo, haciendo un esfuerzo, sólo tuvo tiempo para decirles a todos que «era de esperar que aquello se curaría» —habría que avisar al doctor Chaos—, y que, fuere lo que fuere, no sería nada comparado con lo que habían sufrido otros camaradas de la División. «Cumplí con mi deber y volvería a hacerlo una y cien veces».

Pilar no hacía más que llorar. Mateo, cabizbajo, no se atrevía siquiera a acercársele. César dormía en la cuna, muy cerca de la mochila con el icono dentro, y Teresa había salido a comprar «lo que al señorito le podría apetecer». Mateo tenía al alcance de la mano un tazón de café, que sabía a malta, y que no podía compararse al que le preparaba Sólita en el hospital de Riga.

—No tenías por qué alistarte, ¿comprendes? —dijo Pilar—. ¡Nunca! ¡Nunca! Yo te había dado mi vida y la rechazaste…

—Pero, ¿qué estás diciendo? ¿He de repetirlo? Los yugos y las flechas que yo llevaba en la camisa, ¡que llevo todavía!, te gustaban igual que a mí…

—Pero aquello fue nuestra guerra… En ésta de ahora, llena de nombres raros, no se te había perdido nada…

—La División está llena de hombres casados. Algunos, con tres hijos y más… Fui consecuente con mis ideas y no me arrepiento de nada —hubo una pausa—. ¡Si supieras cuánto he aprendido! Ya te irás dando cuenta…

—Estoy enterada. Perfectamente… Sabes lo que es una bala y cómo huelen los muertos y un hospital. Y también sabes mandar telegramas ocultando la verdad…

Mateo miró a Pilar con inmensa ternura.

—Pilar… Procura comprenderme…

—No comprenderé nunca. ¡Nunca…! Y tampoco lo comprenderá César cuando sea mayor —Pilar se había levantado—. A nuestro hijo tuve que parirlo sin tenerte al lado… Y horas enteras pegada a la radio. Mientras tanto, tú y tus camaradas con la nieve hasta el cuello y cantando Cara al sol…

Mateo se había guardado la bala y la llevaba en el bolsillo de la camisa. ¡Por todos los santos, que Pilar no la viera! La rebotaría contra la pared, o iría a tirarla al río o al cementerio. ¿Qué ocurría? El mundo estaba loco, desquiciado, partido en pedazos, por culpa de las ideas. Lo que para él era un deber, para otros era un pecado mortal.
Da, da…
, decían los rusos en sus
isbas
. Los divisionarios llamaban «mamá» a todas las viejas. A
Cacerola
las viejas le querían porque era cariñoso y les daba un buen potaje. ¿Qué ocurría? ¡Él amaba a Pilar con todas sus fuerzas! Al fin y al cabo, había regresado y dentro de poco, aunque cojo, podría hacer vida normal. Él había visto muñones coagulados por el frío. Brazos y piernas amputados. Y hombres muertos porque se les había helado el ano…

—Lo que me ha ocurrido no es irreparable, ¿comprendes, Pilar?

—¡Sí, ya lo sé! Me fui, al puesto que tengo allí…

¿Y cómo era posible que, en su ausencia, hubieran ocupado el cargo de jefe provincial? ¡Ah, claro, la unificación! Desde el punto de vista operacional, era lógico y posiblemente eficaz. Las leyes no las dictaban los sentimientos. Él mismo, detrás de una mesa, posiblemente había causado daño a mucha gente. ¡Hubiérase dicho que nadie se acordaba del comunismo! Había que oír, en el lago Ilmen, a los españoles «del otro lado», de «las trincheras de enfrente», con sus altavoces. No hacían más que cantar las glorias de Stalin, invitarles a que se pasaran y amenazándoles con llegar a España. «Curioso… Ya no soy el jefe provincial… Hubieran podido esperar mi regreso». ¿Cómo sería el camarada Montaraz? Sólo le vio un instante: gafas negras y algunos dientes de oro. Y le oyó unas palabras: voz rotunda, acostumbrada a mandar. En Rusia había vejetes que buscaban dientes de oro entre los muertos. Por más que esto también había ocurrido en la guerra de España…

Pilar se tumbó en la cama. Por lo visto, no tenía nada que añadir. A lo mejor le dejaría cenar solo, con la sirvienta sin saber qué hacer. Estuvo a punto de irritarse a su vez. Pero la respiración pausada de César le apaciguó. Acercó su silla a la cuna.

«César, pequeño… ¿Tampoco tú me comprenderás?». No se atrevió a tocarle, por miedo a que despertase. «Mejor que duermas. El mundo está loco». Se calló y sintió ganas de sollozar… Se lo impidió el pitido de un tren que pasaba veloz provinente de quién sabe dónde. Entonces tuvo ganas de orinar. Arrastrando el pie se fue al lavabo. Y al salir, oyó que se movía la cerradura. Era su padre, don Emilio Santos. ¡Cuánto había envejecido! Debía estar enfermo de verdad. «¿Por culpa mía? Quizá…»

—Padre, no sé qué hacer —hubo un silencio—. Pilar ni siquiera quiere hablarme. Se ha tumbado en la cama. Menos mal que César duerme…

Don Emilio Santos se secó la frente con el pañuelo. Se había encorvado.

—Mateo, te costará mucho rehacer tu vida. Eso no se cura con medallas de hierro ni con los titulares que en honor tuyo saldrán mañana en
Amanecer

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