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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Los hombres lloran solos (71 page)

BOOK: Los hombres lloran solos
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—La prensa española pretende que Truman eligió Nagasaki porque es ciudad católica; y Truman es protestante.

—Calumnia. Nagasaki es, efectivamente, el foco cristiano más importante del Japón. En la misión llevamos contabilizados treinta mil católicos bautizados; pero ésta no fue la causa. Fue la visibilidad, el cielo azul. Kohura se salvó gracias a unas cuantas nubes, aunque sus habitantes lo atribuyen a la intervención de los dioses…

La comunidad en pleno estaba pendiente de las explicaciones del padre Melchor. De repente a éste se le humedecían los ojos pensando en la hecatombe. El estruendo, el terrible estruendo, la elevación del hongo rojizo, la calcinación. El Japón, acostumbrado a los terremotos y a los maremotos, no había vivido jamás nada igual. En una sola zona de la urbe murieron carbonizadas cuarenta mil personas. Todos los relojes de la ciudad se pararon en el momento preciso. La radiactividad alcanzó a todos los materiales, desde el acero de los astilleros hasta las casas de bambú. Los supervivientes, que vomitaban sangre y a los que se les reventaban las encías, hicieron gala de un estoicismo inconcebible para un occidental. Personas sepultadas vivas durante días debajo de los escombros; o con una astilla clavada en un costado o en un ojo; o con quemaduras que les abrasaban el cuerpo. Los que confiaban en ser oídos por alguien se quejaban, ¡claro que sí!; pero los demás cerraban los ojos y esperaban, sin una mueca de desesperación, que llegara el final. Los había que de pronto perdían todos sus cabellos. Todo lo cual llegó al máximo en el momento en que no cupo más remedio que apilar los cadáveres para quemarlos. Se formaron las clásicas pirámides y se les prendió fuego con una serenidad pasmosa, aun cuando figurasen en ellas seres queridos o amigos. Sin que faltaran quienes parecían principalmente preocupados, no ya por esos muertos, sino por las posibles repercusiones de la radiactividad sobre la tierra, de la que se decía que quedaría estéril, que nunca más daría vegetación ni fruto. Aunque algunos científicos opinaban lo contrario, que el suelo sería diez veces más fértil que antes…

—¿Y en Hiroshima? —preguntó, inquieto, el padre Jaraíz, cuya medalla militar en el pecho había llamado la atención del padre Melchor.

—Yo no he estado allí… Pero sí estaba el padre Arrupe, director de un noviciado y médico de profesión. De momento se calcula que, en Hiroshima, en el primer instante, en la primera milésima de segundo, murieron más de ochenta mil personas, a las que hay que añadir las ciento treinta mil que murieron en los días sucesivos. Por Hiroshima pasa el río Otha; pues bien, el incendio que subsiguió a la explosión fue tan pavoroso que mucha gente, para huir de las llamas, se tiró al agua. El río quedó lleno de cadáveres, que estuvieron flotando muchos días, boca arriba los de los hombres, boca abajo los de las mujeres, nadie sabe por qué…

—Volvamos a Nagasaki… —sugirió el padre Forteza—. ¿Qué fue lo primero que viste, Melchor, al contemplar la ciudad destruida?

—La nada, la muerte… —el padre Melchor volvió a juntar las manos—. Y pronto supimos detalles, referidos al epicentro de la explosión. A menos de quinientos metros la muerte fue instantánea. Entre los quinientos y los mil metros, los afectados sufrieron daños gravísimos, que en muchos casos desembocaron en una pronta muerte. De los mil a los dos mil quinientos metros la radiactividad fue dejando sus huellas, cada vez más tenues. Así, pues, las posibilidades de morir o de enfermar se midieron por metros. Las afecciones más corrientes fueron, en primer lugar, la leucemia. Luego, los vómitos, las diarreas, los keloides o desgarraduras de la carne, los japoneses las llamaban «garras del diablo», el temor a la esterilidad y un sinnúmero de molestias que lo mismo se presentan en seguida como un poco más tarde. Lo terrible es eso: cuáles serán, a largo plazo, las consecuencias de la radiactividad. Las madres gestantes tienen miedo a que salgan niños malformados. Y es que la radiactividad tiene sus caprichos. Por ejemplo, aquellas personas que en el momento de la explosión se encontraban en las piscinas, debajo del agua, resultaron indemnes. Abundaron, desde luego, las mutilaciones y las deformaciones. Personas a las que arrancó de cuajo una oreja. O cuyas manos o pies se empequeñecieron. O cuyo cuerpo, por el contrario, se hinchó increíblemente. También se produjeron abundantes casos de ceguera. Y otra cosa: el envejecimiento de la naturaleza y su alucinante alteración molecular. Las altísimas temperaturas habían hecho temeridades con la materia, habían jugado con ésta a placer. Las piedras, los metales, los vidrios habían sufrido extrañas mezclas y parecían, según la versión corriente, «llorar» o «sangrar». Lo vegetal quedó en gran parte extinguido y en cuanto a la pequeña vida animal, ofrecía singulares sorpresas. Muchas especies habían desaparecido, como, por ejemplo, las ratas. Los pájaros habían emigrado en masa y se ignoraba si regresarían algún día. En cambio se salvaron, ¡quién pudo predecirlo!, las moscas y las hormigas, y hubo un caballo herido que galopó jadeante durante muchos días por entre las ruinas, como si fuera un fantasma, hasta que por fin murió.

El silencio en el convento era total. Y el padre Melchor no daba muestras de cansancio; por el contrario, se tenía la impresión de que aquello era un desahogo para él.

—Los supervivientes, padre Melchor, ¿qué hicieron?

—Emigraron. Buena parte de la población salvada emigró. Todos los días, hombres y mujeres abandonaban lo que fue Nagasaki e Hiroshima para dirigirse a otro lugar. No llevaban más que un hatillo y el horror reflejado en el rostro. No se detenían sino en los
toriis
sintoístas que les salían al paso, donde alternaban las inclinaciones de cabeza con la elevación de la mirada al cielo, como interrogándolo sobre su porvenir y sobre el porqué de todo aquello. Hasta que, inesperadamente, en medio de las ruinas, se produjo el clásico milagro japonés: florecieron con matemática puntualidad algunos de los cerezos que habían quedado intactos. El asombro fue indescriptible. La noticia circuló de boca en boca, trasmudando la situación. ¡La vida era, por tanto, posible! Viejos y jóvenes vencieron su miedosa expectación o su apatía y no sólo regresaron, sino que se aprestaron a reencontrar de nuevo sus casas, a reconstruirlas, sin pedirle permiso a nadie, con madera talada de los bosques cercanos…

—¿Y cómo se organizaron los servicios de sanidad?

—Ésta fue otra de las sorpresas. La sanidad funcionó muy mal. Parecía lógico suponer que los heridos y enfermos obtuvieran preferencia, pero no fue así. Si algo se hizo en este sentido, se debió a la iniciativa privada. Tal vez ello se explicara por el estupor que reinaba en todas partes y por el desconocimiento de la realidad en que vivía el resto del Japón, ya que las autoridades norteamericanas prohibieron, durante un tiempo, divulgar detalles e incluso emplear la palabra átomo. Por contraste, otros servicios se reanudaron con diligencia. Por ejemplo, una semana después del ataque ya llegaban a Hiroshima periódicos de fuera y a los veinte días justos salió el primer número del más importante periódico local, el
Chugoku Shimbun
. También se reorganizaron en un tiempo relativamente breve servicios como el agua, cuya falta se había traducido en uno de los martirios más penosos…

Llegados a este punto, el padre Melchor palideció. Se sintió mareado. Todos se asustaron. ¿Y si era un efecto retardado de la radiactividad? Ni siquiera él podía contestarlo. Se recuperó pronto, pero lo mismo su hermano, que el padre Jaraíz, que los demás jesuitas del convento, decidieron dejarle tranquilo. Tratándose del primer contacto, no estaba mal. Lo importante era decidir si convenía que diera algunas charlas en Gerona sobre el tema. ¿Sería útil?

Las autoridades, con el camarada Montaraz a la cabeza, prefirieron que él mismo eligiera. El padre Melchor, visiblemente fatigado, prefirió no presentarse en público, pero sí escribir una serie de reportaje escuetos, breves, que
Amanecer
iría publicando. A Mateo aquello le encantó, porque demostraba de lo que habían sido capaces los americanos. Y la persona más impresionada de Gerona fue Manuel Alvear, el seminarista, aspirante a misionero… El hecho de tener en la propia ciudad un testigo de excepción le dio alas para volar. Valiéndose de mosén Alberto consiguió hablar con el padre Melchor, quien le recomendó al muchacho que tuviera calma. «Estudia, deja que pasen los años… Yo me volveré a Nagasaki dentro de quince días, una vez visitadas las tumbas de mis padres en Palma de Mallorca. Podemos estar en contacto y si perseveras en tu vocación, allí te esperaré…»

A Manuel Alvear se le iluminaron los ojos.

—¡Ya he empezado a estudiar medicina! Tengo seis láminas a todo color…

—Bien, hijo, bien… Continúa por ahí, que en Nagasaki la aportación de la medicina es lo que va a hacer falta.

No pudo evitarse que el padre Melchor celebrara una misa en la catedral en memoria de las víctimas de Nagasaki e Hiroshima. Asistió incluso el obispo. El padre Melchor, al ver atestado el templo, improvisó una plática, en la que, abreviadamente, facilitó los datos que se le antojaron de interés general. Carmen Elgazu asistió. Ya llevaba unos días sin la escayola y apoyándose con un solo bastón. Mateo la llevó en coche hasta la entrada norte, para evitarle subir las escalinatas. La ceremonia constituyó una manifestación religiosa de singular intensidad. Incluso el doctor Gregorio Lascasas pareció reanimarse y desechar los pesimismos que tanto le afectaban. «En los momentos cruciales, los creyentes suelen responder».

No cabía la menor duda de que aquel momento era crucial. El obispo fue a la sacristía a felicitar al padre Melchor, cuya extraña palidez le desconcertó. ¡Dios, qué confusión! ¿Qué significaba «su» amago de angina de pecho comparado con la hecatombe que el padre Melchor les acababa de describir? Nada. «Señor, perdóname. Señor, acepta mi sentimiento de culpa y dame fuerzas para seguir adelante sin miedo a lo que pueda ocurrirle a mi persona».

* * *

Míster Edward Collins, el cónsul británico, tenía cincuenta y seis años. Desde que una bomba mató a su mujer no lo podía remediar: detestaba más aún a los nazis y en noches de insomnio los perseguía. Por ello le interesó especialmente el tema de los «campos de exterminio». Al acercarse la Navidad pidió permiso para visitar a sus hijos, que estudiaban en Cambridge, y una vez en Londres obtuvo la debida autorización para trasladarse a Alemania.

En Alemania se horrorizó. Sin cesar iban descubriéndose nuevos «campos», o bien anexos, o bien fosas comunes, y los detenidos, de la Gestapo o de las SS, estos últimos a las órdenes de Himmler, empezaban a desembuchar la verdad de lo acontecido, algunos confiando en que de este modo salvarían el pellejo, otros con una increíble sangre fría.

Los hechos objetivos empezaban a perfilarse: varios millones de víctimas. Era posible que el mundo no diera crédito a las cifras, pero las cifras estaban ahí. De momento, se tenía la impresión de que la nación más castigada había sido Polonia —y no sólo por el
ghetto
de Varsovia—, y por lo general las regiones más cercanas a Rusia, pues al empezar la guerra muchos judíos emigraron hacia el Este, de buen grado o a la fuerza.

Mi lucha
, el libro de Hitler, texto de cabecera para los jerarcas del III Reich, evidenciaba, como era sabido, que los judíos eran la obsesión del Führer. Les consideraba la hez de la humanidad, que emponzoñaban la sociedad entera. En la nueva civilización que Hitler preconizaba, los rabinos y sus fieles seguidores no tendrían cabida. En un principio, sin embargo, al parecer la idea no era matarlos, exterminarlos; más bien se pensaba en trasladarlos a todos a algún lugar del planeta, por ejemplo, Madagascar o la Patagonia. Pero una vez desencadenada la tormenta, los lacayos y secuaces del Príncipe del Mal —José Luis Martínez de Soria aplicaba este calificativo a Hitler—, le achucharon para que se inclinara por el genocidio, en aras de la selección y pureza de la raza. Míster Edward Collins, una vez oídos varios militares ingleses, llegó a la conclusión de que la mayoría del pueblo alemán ignoraba la existencia de los campos de la muerte, aunque este extremo no se podría verificar jamás.

Míster Edward Collins visitó preferentemente algunos de los campos que estaban siendo conservados casi intactos para que su análisis fuera exhaustivo y pudiera, poco a poco, establecerse la escueta verdad. Por los interrogatorios se supo que la mano de obra utilizada la constituyeron, por regla general, los propios detenidos. También se supo que hubo judíos que delataban a sus «hermanos» intentando salvarse. Muchas mujeres alemanas, algunas de ellas jóvenes y de gran belleza, pertenecientes a la SS, demostraron una gran crueldad, bien utilizando el látigo, bien contemplando la lenta agonía de las víctimas o disparando contra éstas a placer. Algunas
walkyrias
encuadernaron sus libros con piel humana o remataron sus muebles con huesos elegidos entre los esqueletos.

Todo cuanto veía iba quedando grabado en la memoria de míster Edward Collins, quien no cesaba de pensar en su mujer y en que algún día sus hijos deberían también visitar tan inmensos cementerios. Igualmente pensaba en sus amigos de Gerona, que eran, en primer lugar, el cónsul americano, míster John Stern, y a seguido Manolo y Esther. Por cierto que, desde Alemania, e incluso desde el propio Londres, Gerona le parecía un oasis de paz, dijeran lo que dijeran los enemigos de Franco. El hotel del Centro, ¡qué descanso! Limpio, rebosante de vida gracias a los huéspedes, sin trazas de bombardeos ni de fosas comunes. El viejo Churchill tenía razón: España se había salvado de la guerra y además, cuando el desembarco aliado en África, ayudó de forma decisiva a las tropas inglesas.

* * *

Llegado a Gerona, míster Collins llamó por teléfono a Manolo y Esther. Quería hablar con ellos, necesitaba desahogarse. Le invitaron a cenar; antes, empero, el cónsul se dio el gustazo de pasearse un rato por el barrio antiguo. Su calma, su silencio, le impresionaron mucho más que de costumbre. Los campanarios de San Félix y la catedral parecían proteger a aquellos seres que durante varios años habían sido obligados a saludar brazo en alto, a gritar ¡heil Hitler! Incluso ahora, ¿cómo lo harían para enterarse de lo ocurrido? Seguro que la férrea censura los mantendría en la ignorancia. Él se había traído consigo algunas fotografías espeluznantes, de seres cadavéricos agarrados a unos barrotes, con cables de alta tensión a medio metro de sus caras o de sus manos. ¡Y los documentales! Por toda Europa, y por supuesto en los Estados Unidos, empezaban a proyectarse películas tomadas por Dios sabe quién: algún corresponsal, algún prisionero, algún guardián que querría luego refocilarse con ellas en casa o presumir entre las amistades. Nada de eso conocerían los gerundenses. Los gerundenses sólo sabrían que «desde el año 1939 se habían construido en España cuarenta pantanos» y que el arzobispo primado Pla y Deniel había declarado: «La guerra es justa cuando es necesaria».

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