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Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

Los horrores del escalpelo (60 page)

BOOK: Los horrores del escalpelo
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¡Guarda!, viejo, creo que alguien está siendo asesinado calle abajo.

Y se fue, y nadie dio con él, y poco más he de contar.

Recuerdo que en el momento que las tripas de Polly se desbordaron al paso de mi cuchillo en abominable parto, miré al cielo rojo, rojo como la mirada de Satán. Entendí entonces que él me estaba mirando, que las llamas eran su ira, su frustración. Alcé la mano al cielo carmesí dejando que la sangre chorreara de la hoja a través de mi brazo, y juré que volvería a ser feliz.

Cuantas promesas rotas...

____ 25 ____

Residencia de Ntra. Señora del Santo Socorro

Domingo, más tarde

—Nada con sentido, nada. —Lento mantiene una expresión indefinible, mezcla de agotamiento y asombro—. ¿Esta historia de... de demonios y...?

—No le sorprenderá que el asesino esté loco, alguien que ha hecho lo que ella... —Alto reposa en una silla de ruedas roñosa, el único asiento que hay en el pasillo, mientras Lento espía cómo Celador prepara una vez más al señor Aguirre. Su carcelero se ha mostrado reticente en dejarles hoy ver al paciente. Una vez más se enfadó por los excesos cometidos el día anterior, aunque fueran excesos tan consentidos y fomentados como bien remunerados.

—Recuerden las condiciones originales —comentó—. Nadie debe tocar al anciano, soy el único capacitado para ello. No han hecho caso y miren su estado...

Lento estaba ansioso por seguir las entrevistas, e insistió y prometió no abusar esta vez de la salud del anciano. Alto se muestra más apático, mucho más.

—¿Ahora piensa que es real? —Antes de que le responda, Lento añade—: Sí. Tratan que creemos está loca, sí. Es una historia demasiado... crazy... absurd...

—¿Absurda?

—Sí.

—Y tenga en cuenta que ha sido por iniciativa de ella por la que nos lo ha contado. Usted le preguntó el nombre, y sin relación alguna saltó a la historia de Polly Nichols, y de ella a ese enfrentamiento épico, más propio de Fausto, no sé cómo calificarlo. Cuando digo iniciativa de ella... usted me entiende.

—Es locura. Los asesinatos de Whitechapel son correctos. Torres Quevedo en Inglaterra en medio de la investigación, ¿correcto?

—Ese es un buen problema, amigo. Creo recordar que hay cartas del viaje de Torres Quevedo por Europa en posesión de su familia, ¿pero dos viajes? Eso no lo recuerdo. ¿Torres Quevedo construyendo su ajedrecista entonces? Imposible, es muy posterior. ¿Y qué tiene que ver esa familia y sus problemas? Birmania, los odios y celos del hijo del lord. Y Tumblety.

—No me gustó ese tipo. Siempre es mi... candidato preferido.

—Lamento la decepción. En una de estas celdas tiene al asesino, ya lo ha visto.

—No es posible. Esa... contando historias de Demonio. Saltos...

—No olvide que según Aguirre, Tumblety es el anticristo. ¿De verdad le sorprende ahora más que antes todo esto? Siempre fue increíble.

—Tiene razón, como en muchas cosas. Me puse en contacto con su detective privado. Este lugar no es... no existe.

—¿A qué se refiere?

—No hay constancia de este edificio, me dijo, en ninguna administración. No encontró propietario. Si esto es una residencia, es el asilo de ancianos del infierno.

—No se ponga melodramático, el cuento de antes le ha predispuesto el ánimo hacia lo extraño.

—¿Cómo quiere que lo llame? En medio de la ciudad, nadie conoce, más una cárcel fortificada que una residencia o una... hospital, clínica. No hay registro pacientes...

—Ni listado de facultativos, o pago de licencias, albaranes de envío o trasiego alguno, o un simple título de propiedad... sé lo que me dice.

—Solo está... al menos está para nosotros. Debimos darnos cuenta el primer día, un lugar vacío, desatendido.

—Era de noche, nos dijeron que los internos habían sido trasladados por las obras, salvo unos pocos, los más ancianos y delicados, que dormían. Hay que reconocer que el engaño estaba bien construido. Había una fachada, una recepción y dos personas, y el necesario silencio en un establecimiento de estas características a esas horas...

—¿Y la suciedad? ¿Por qué no reparamos en todo después, antes de secuestro? Porque lo que vimos dio... usted lo dice, predispuesto el ánimo, dio... alas a nuestros anhelos. ¿Lo he dicho bien?

—A la perfección.

—Por cierto, ¿cómo entraron en contacto con usted?

—Imagino que de igual modo que con usted. El señor Solera me escribió una carta muy atenta...

—¿Le dijo que sus editores habían contactado con él para que ayudara a documentar...?

—En mi caso fue un amigo, uno compañero de aficiones que suele colaborar conmigo.

—¿Y ese amigo confirmo...? —Alto se encoge de hombros—. Yo anoche llamé mi editor... no, no se preocupe, fui discreto. —Repite el gesto—. Me dijo que no sabía nada de Solera. ¿Quién es Solera que es capaz de saber de nuestros intereses y...? —Abandona su vigilancia para mirar directo a su compañero—. For God's sake... le veo muy... tranquilo. Condescendiente creo que es palabra correcta.

Cuando alguien sufre el ataque de un oso en un hospital geriátrico, ve las cosas con cierta relatividad.

—¿Qué dice?

—Anoche. El oso bailarín. Me atacó.

—¿Qué?

—Fui a su celda y allí estaba. No me di cuenta hasta que se me echó encima.

Lento examina a Alto.

—No entiendo... no es herido...

—No le di tiempo a herirme. Corrí hasta nuestro cuartucho y atranqué la puerta con el camastro y varias cajas de papeles. Por fortuna el animal no me persiguió, pasé el resto de la noche en vela, con la oreja pegada a la puerta.

—Si no se explica mejor...

—La música. Por accidente hice sonar esa concertina y el oso reaccionó, se abalanzó sobre mí, creo, no me atrevo a asegurar nada en esa oscuridad. En cuanto corrí, y el instrumento dejó de sonar, el animal se detuvo.

—Eso recuerda a principio de historia... es posible hacer que animales obedezcan órdenes, tal vez también sonidos, o melodías. Así aquel cuidador de la exhibición de monstruos de Aguirre ordenaba a su mascota atacar, detenerse...

—¿Y con eso le basta? Creo que los osos son animales longevos, pero esto es ridículo.

—No. Claro que es otro animal... No entiendo nada.

—Creo que está perdiendo la perspectiva. —Alto se levanta y parece recuperar su habitual escepticismo—. No podemos dejar que el ambiente extraordinario que nos han recreado aquí nos confunda. Un oso me ha atacado, y eso es...

—Me juzga mal. Sé que ha s... estado en peligro, que los dos estamos. Debe... coincidir conmigo en que todo, visita, investigación; todo, supera mucho... el principio. Aquí tenemos... obtenemos más que documentación para libros que no leerán ni cien personas.

—¿Qué está diciendo? Espere, quiero saber si estamos de acuerdo en lo que hay que hacer: el principal objetivo es escapar, salir con vida.

Por toda respuesta, Lento saca un arma de debajo de su ropa.

—Dije que me juzga mal, yo sé el problema. —Alto, sobresaltado, lo obliga a ocultarla de nuevo—. Debemos estar en guardia. Aquí nadie nos registra. Coja usted una, y la próxima vez que el oso...

—Tenemos que escapar...

—Yo no me voy hasta que averigüe más, qué es todo esto.

—Tal vez las autoridades pudieran ayudarnos.

—Yo no me arriesgaré, ni usted tampoco.

Celador sale del cuarto, invitándolos a pasar. Al cruzar el umbral, Alto habla en susurros a su compañero.

—Siento haberle distraído, ahora no sabrá si este individuo ha dado con la nota que pasó...

—Usted dejó vigilancia cuando ocurrió... el oso, ¿me equivoco? —Alto asiente y se encoge de hombros, un gesto ya habitual en él—. No importa, si es una trampa, lo sabré. Otra cosa, ¿se ha fijado la cantidad de fuego que hay en esta historia?

____ 26 ____

El éxito del Asesino

Domingo, otra vez

¿El nombre? No... no puedo decirlo, no tengo plena convicción de quién fue el asesino, no para acusar a nadie. Espero que eso no les haga abandonar mi compañía, adoro estas veladas, se lo puedo asegurar.

Aún queriendo no soy capaz de afirmar que fuera Tumblety. Para mí, hoy como entonces, él estaba implicado y no tengo modo de probarlo. Las únicas certezas de que dispongo están en esta historia que son tan amables de atender, puedo hacerles partícipes de mis conjeturas y deducciones a partir de mis experiencias, y esperar que ustedes estén de acuerdo conmigo...

¿En ese momento? A ver... tengo buena memoria, ya saben. Si me permiten un momento... aquí está.

Sí, cuando me lo dio les contaba la conversación que tuvo Torres conmigo, tras sacarme del calabozo... sí, ya sé, iba a hablarles de la charla de Abberline con mi amigo en la comisaría, cuando le contó los pormenores del asesinato de la Chapman. ¿Eso es lo que querían saber?

Volvamos a mi historia donde la dejé.

Lo ocurrido a Torres en los siguientes días, desde su visita a lord Dembow, el atentado en la puerta de la casa de este y la posterior charla con el señor De Blaise, hasta la llegada del fatídico fin de mes, fueron hechos tan interesantes como reveladores, por lo que me van a permitir dar un giro a mi historia y alejarme de ellos momentáneamente, para mantener cierta intriga. Además, aun no siendo yo el protagonista de esta historia, un destacado testigo como mucho, mis aventuras tienen su relevancia, y no quisiera que las pasaran por alto.

Como ya dije, había decidido abandonar la ciudad. Me iría a Liverpool, y de allí cogería un vapor hacia América, a mi tierra. No estoy seguro de haber tomado esa decisión de un modo consciente, o si el simple deseo de escapar me empujó hacia mis raíces, como el animal herido que busca el refugio de su madriguera. Fuera como fuese, no disponía de medios, ni un penique. Mi fugaz despedida impidió que la natural generosidad de Torres pudiera solventar ese problema. En otro momento, hubiera podido contar con «amigos», gente que me conociera bien en la ciudad no faltaban y podría obtener dinero de ellos a cambio de alguno de los «servicios» que solía prestar. Pero de esas amistades no andaba sobrado en aquellas circunstancias, más bien todo lo contrario. Sin nadie a quien acudir y sin nada que llevarme a la boca, no tuve otra opción que hacerme con algo de liquidez del único modo que sabía: delinquiendo una vez más. Había pasado muchos meses de mi vida extorsionando, para eso el Señor me había dotado sin escatimo alguno de la necesaria crueldad, me había ganado por tanto en esos menesteres cierto nombre que podía utilizar en unos cuantos locales y comercios de la zona, intimidando a algún desdichado que estuviera en lugar equivocado. Desde luego no iba a pasear por la zona de Benthal Green, donde había quien me creía muerto y quien me quería desaparecido. Así que fui a Whitechapel.

Pensarán que no fue una idea brillante teniendo en cuenta cómo estaban esas calles en esos días, cuajadas de miedo, putas desconfiadas e inspectores del CID tratando de atrapar al asesino, y se lo voy a conceder, pues no era extraño por entonces que mi mermado cerebro ante una encrucijada pariera siempre la peor de las decisiones. Creo que en mi ignorancia lo vi como una ventaja, pensé que el miedo trabajaría a mi favor.

La idea, la única que pudo tener alguien como yo, era encontrar a alguna desgraciada, lo más borracha posible, seguirla, esperar mi oportunidad y asaltarla quitándole lo poco o mucho que tuviera.

—¡Ven aquí, puta! ¡Soy Delantal de Cuero y voy a acuchillarte! —gritaría. ¿Qué es un grito en esas calles? Las putas del East End solían beberse el dinero tan rápido como lo ganaban, sobre todo si se trataban de las más arrastradas, que serían mis víctimas, razón que me llevaría a repetir la operación cinco o seis veces. Aunque el riesgo de ser tomado por el verdadero asesino por algún policía era más que posible, tampoco me preocupaba. Ya había sido detenido y acusado de tal cosa hacía una semana, y salí libre a mi pesar, me tomarían por un lunático, comida gratis...

El destino extraño que de siempre ha jugado conmigo, movió pieza una vez más.

La mujer tenía el triste aspecto de todas las que por allí andan, no muy estropeada todavía por la vida que llevaba, castaña, de pelo rizado. Puede que mi interés fuera su nombre, la conocía de las calles, le decían Liz la Larga, aunque no medía más de metro sesenta. Puede que eso, el apodo, me recordara a la espigada señora Cynthia De Blaise, y de ahí mi primer interés. Al caer el día empecé a seguirla. Era una tarde oscura y gris, neblinosa, y me temo que esa falta de luz era culpa de mi ojo, más que de la tan cacareada y no siempre cierta penumbra londinense. El amoniaco vertido sobre mi rostro debía haberme causado un glaucoma, una catarata, no sé, y entonces sabía aún menos, una minusvalía más, otra tara para adornarme. Por suerte ya es lo mismo.

Reconocí pese a mi falta de vista su imagen en medio de la continua bruma que ya me acompañaría el resto de mi vida. Aún llevando años gastando suelas por esos andurriales y aunque las caras de sus habitantes acababan resultándome familiares, era imposible que conociera bien a todas y cada una de las miles de putas que frecuentaban las calles, que aparecían y desaparecían sin dejar huella sin necesidad de la intervención del Asesino. De Liz la Larga sabía su nombre de haberlo oído por ahí, y sabía que solía limpiar habitaciones para judíos, la prostitución nunca era una dedicación a tiempo completo; poco más podía decir de ella.

Liz fregó en un par de casas, y luego fue a un pub a gastarse lo ganado, y a charlar con amigas. Hubiera debido actuar antes, no encontré el momento propicio, o dudé; el contacto con buena gente había permeado en mí más de lo que me atrevía a reconocer. Seguí allí, en la calle, encogido, como otro más entre los tipos siniestros que paseaban sin destino fijo, aprovechando la relativa buena tarde sin señales de nubes en el cielo. Me crucé con policías de la metropolitana, afirmaría que su presencia en el barrio había aumentado considerablemente. Los custodios de la autoridad no repararon en mí. Mi ropa nueva, la del difunto señor Arias, que debió ser un hombre grande pues me quedaba bien, me convertía en un sujeto común, pese a la máscara de cuero primorosamente rematada por la viuda que ocultaba como podía bajo el ala de mi sombrero.

Al caer la noche el tiempo se enfadó, invitando a quedarse en casa. Desde luego el mundo no se quedó quieto mientras yo había estado persiguiendo mi siempre huidiza fortuna durante los últimos días. La tarde anterior el sargento Thick había detenido a Pizier, Delantal de Cuero, en Mulberry Street, allí encontraron un montón de cuchillos largos y afilados. El mismo día sus coartadas quedaron demostradas, otro más del centenar que circularon por calabozos y ruedas de identificación: matarifes, curtidores, cazadores, todo el que supiera manejar un cuchillo con cierta destreza. En nada esa detención había frenado a las lenguas de Whitechapel, que seguían aireando rumores, y esperando que llegara otra mañana como la del sábado pasado. El propio día diez Abberline llegó a la comisaría de Commercial Street con otro sospechoso, al que habían visto bebiendo en un pub con manchas de sangre en su camisa. Otro loco al que ingresaron en un sanatorio, desagradable, pero no el asesino. Las cien libras de recompensa ofrecidas desde el día anterior hacían correr a muchos con informaciones inventadas, avivando los fuegos de la desinformación. Y un grupo de hombres buenos, comerciantes desesperados, se reunieron ese mismo diez de septiembre en un local de Mile End Road para formar el Comité de Vigilancia de Whitechapel. Ellos harían lo que la policía se veía incapaz, o eso esperaban. No, no era un buen día para quitarle sus pingües ganancias a una puta, pero Liz se quedó sola, salvo mi sombra que la seguía. No creo que estuviera buscando clientes, andaba perdida. Ese día, esa mujer triste tuvo suerte. La iba a asaltar Raimundo Aguirre, Drunkard Ray, no el Asesino. Volvería a casa sin un penique, pero con todas sus partes unidas, tal y como había decidido Dios que fuera el cuerpo de una mujer.

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