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Authors: Leonardo Gori

Tags: #Histórico, Intriga

Los huesos de Dios (25 page)

BOOK: Los huesos de Dios
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El maestro los condujo al otro lado de la pared—de cristal opalescente. En esa habitación, los chillidos de los simios eran todavía más fuertes, y Nicolás, finalmente, los vio: algunos ejemplares encerrados en enormes jaulas y otros atados con cadenas. Tenían distintas complexiones, pero todos eran de dimensiones portentosas y de aspecto espeluznante. Había algunos muertos, atados a unas mesas de metal, el cuerpo abierto pero sin trazas de sangre, bajo potentes lámparas que los iluminaban desde lo alto.

—Salaì dice que mi mujer negra te ha salvado la vida, Nicolás.

Y debemos agradecerlo también a tu Ginebra, que te buscaba con ansia y afecto.

Sólo entonces Nicolás se acordó de la extraordinaria dama que, con su exhibición en la Piazza dei Priori, le había permitido escapar de una triste suerte. Leonardo, con una sonrisa dibujada en los labios, le señaló una larga mesa inclinada: la altísima mujer estaba tendida sobre ella, desnuda e inmóvil, a pesar de estar libre de cadenas.

—Es el único ejemplar de una raza negra y purísima de África, originaria de las tierras que hay más allá del desierto, hacia Etiopía. Estoy trabajando en su descripción completa. Aquellos salvajes de los pisanos mataron a los hombres negros que con tanto esfuerzo mis comitentes habían logrado encontrar; pero al menos unos amigos la descubrieron a ella.

Era como si Nicolás, de repente, recordara por qué había estado buscando con tanto ahínco a su viejo amigo. Tuvo un acceso de ira y a punto estuvo de descargarla sobre él, mientras le gritaba:

—¿También ella está al servicio de tu terrible arma, Leonardo? ¿Y cómo lograrás practicarle la
notomía
y aun así mantenerla con vida? ¿Cuántas muertes costará, al final, tu locura? ¿Quieres decirme de una vez por todas qué brujería llevas entre manos?

—No, por ahora habla tú: ¿traes contigo los libros de Herófilo y de Erasístrato? El segundo puede que se haya perdido para siempre, si mis enemigos han logrado llevar a cabo sus planes. En cambio, del libro que el pobre Durante debía entregarme en la excavación del Arno, sé que en alguna parte tiene que existir una copia. Mi valiente discípulo siempre siguió escrupulosamente los consejos que yo le daba. Tú y tu mujer habéis estado más cerca de él que nadie, antes de su muerte, y por tanto sabéis...

—El libro de Herófilo se ha perdido, Leonardo: Durante había hecho una copia, como bien has dicho, pero tus enemigos también la robaron. Y ahora debes decirme quiénes son esos hombres malvados y ante todo quién es el misterioso personaje que te ha encargado tu arma. Y qué diablos estáis proyectando, y también... —Las preguntas se agolpaban en la mente asustada de Nicolás y no hallaban el camino para expresarse ordenadamente. Volvió a mirar a su alrededor y de nuevo las máquinas acapararon su atención—:...y también qué son estos diabólicos artilugios, y quien...

Leonardo le sonrió, con aire paternal.

—No te cansas de pronunciar el nombre del diablo, Nicolás, y en realidad él nada tiene que ver con esto.

—¿Estas máquinas son tuyas, Leonardo?

—Algunas sí, otras no. Son el producto de una ciencia superior a la nuestra.

—¿La ciencia de los reinos de Alejandro?

Leonardo parecía ahora sinceramente sorprendido.

—¿Qué sabes tú de eso, que sólo te interesa la política y un poco las letras? ¿Quién te ha hablado de ello?

—Un joven discípulo tuyo, Lapo da Empoli, que ahora está muerto.

Leonardo encajó la noticia, aunque tampoco pareció turbarle demasiado. Se puso a caminar entre los misteriosos aparatos, acariciando su superficie y sus complejos engranajes.

—Hubo un tiempo en que admiraba a los antiguos romanos: magníficos políticos y militares, grandes arquitectos...

Nicolás hizo un gesto afirmativo con la cabeza y añadió:

—Sabios hombres, inventores del Derecho...

Leonardo se volvió hacia él y su voz, de repente, retumbó con desprecio:

—Y en cambio estaba equivocado, como lo estás tú. ¡Eran brutos e ignorantes, supersticiosos y bárbaros! Destruyeron la Biblioteca de Alejandría...

Nicolás lo miró con una expresión de completo estupor:

—Creí que había sido obra del califa Ornar.

—En realidad él tuvo menos que ver de lo que se cree: César inició la obra, Teófilo la completó. ¡La ciencia de Alejandría y de Pérgamo no se sumió en el olvido por negligencia, no, la destrucción se perpetró con arte! Primero fueron tus sabios romanos, que sólo estaban interesados en sus puentes y sus vías; después los cristianos fanáticos, quienes aniquilaron la filosofía de Hipada de Alejandría, apagaron las luces artificiales de las calles de la ciudad y el gran Faro, no sin antes cerciorarse del hundimiento de las naves de Ptolomeo, de quinientos remos...

Nicolás se rio, incrédulo, como si a su juicio Leonardo estuviera delirando.

—¡Ninguna nave puede transportar a tantos remeros!

—En Alejandría era una manera de hablar, una cifra exagerada para expresar su desmesurada potencia. Y hubo naves hasta de tres mil, cinco mil remos, completamente recubiertas de plomo y otros metales.

—Pero ¿qué fuerza diabólica las movía?

Leonardo levantó los brazos con un gesto de impaciencia, como si se hallara ante un niño lerdo e incrédulo.

—¡Las máquinas! Y yo guardo los dibujos... Los he sacado de las mismas fuentes que debían proporcionarme los libros de Herófilo y de Erasístrato, que a su vez bebieron de Constantinopla, de Venecia, pero sobre todo de la España de los sarracenos. Todos ellos libros magníficos y perdidos.

—¿Libros que ahora conservas tú?

—Sólo he conseguido algunos. Pero los he copiado y los he estudiado; y cada vez que he creído comprenderlos me estaba equivocando. Encontré, por ejemplo, un dibujo de Herón, con la estructura interna de una máquina capaz de transformar el vapor de agua cargado de calor en el movimiento vertiginoso de una rueda. Esta máquina corría por sí sola, por las calles de Alejandría, en el tercer siglo antes de Cristo. Y en cambio yo la había interpretado, en un códice mío, como un simple medidor de la cantidad de vapor de agua en el aire...

—¿Una máquina que se mueve sola? ¡Eso es imposible!

—Te equivocas: sólo que los dibujos a primera vista parecen engañosamente comprensibles, mientras que las descripciones de Herón siguen una lógica inalcanzable y utilizan un léxico que se resiste a las fuerzas de la interpretación.

—En cambio, las máquinas que tienes en este laboratorio parecen nuevas...

—Sólo de éstas he comprendido el funcionamiento y la inteligencia que las gobierna, y he visto y oído sus efectos. Son tan potentes que las mantengo en secreto; sus dibujos se hallan entre los apuntes que escondo secretamente en mis refugios, como el de Maremma, que nadie puede encontrar.

—¿Así que el arma secreta es una de estas máquinas?

Leonardo negó con la cabeza enérgicamente, como si su interlocutor fuera un colegial duro de mollera.

—El arma es mucho más terrible, a pesar de que procede de tales conocimientos, ¡del saber antiguo que ha sido estúpidamente borrado de la faz de la Tierra! —Sin querer se llevó con el brazo unas hojas antiquísimas que estaban esparcidas encima de una mesa—. Con el tiempo, los siglos oscuros hicieron justicia a los romanos, tan amados por ti, y todo ha caído en el olvido y ha sumido a la humanidad entera en la ignorancia más absoluta. Hasta hay quien ha negado la esfericidad de la Tierra...

—Yo he visto los mapas de Ptolomeo, que llegaron a Florencia hace más de cien años...

—Eran los atlantes que trajeron los emisarios de Constantinopla, quienes en vano esperaban vuestra ayuda para vencer al Sultán. Se perdió el conocimiento exacto de las dimensiones del mundo, que Eratóstenes había calculado y que Ptolomeo ya había olvidado; se borró la verdad de que la Tierra gira alrededor del Sol...

—¡Pero esto es herejía!

—¿Tú también hablas así, Nicolás? Bueno, ¡pues le auguro un gran futuro a la República y un radiante porvenir al mundo entero! ¡Los siglos tenebrosos nos han transmitido, en la oscuridad de los conventos, únicamente las obras de Hipócrates y Galeno, mientras que omitieron todos los escritos helenísticos! ¡Y cuando se hallaba algún que otro ejemplar, un bárbaro como Plinio se colocaba al lado del incomprendido Herón, y de romanos y griegos se hizo una civilización única, que sólo existe en vuestras fantasías!

—Pero ¿cómo es posible que toda esa sabiduría se haya desvanecido en la nada o haya permanecido a todo punto incomprendida?

—Algo sí llegó a conservarse, de modo fragmentario: tras la caída de Roma, de esta sabiduría hablaron Simplicio, Juan Filópono, Eutocio, Antemio de Trales e Isidoro de Mileto. Discutieron sobre Arquímedes y Herón, y se ocuparon de transmitir sus textos. Pero ya no los comprendían. Yo, en cambio, he intentado estudiar a Arquímedes basándome en escritos originales, que he encontrado y he escondido en mis lugares secretos.

—Son ésos los textos que has usado para tu arma terrible...

—Cierto, pero no sólo para ésa. Y a la construcción del arma, que con razón temes tanto, han contribuido los libros traducidos por los infieles de España. Y podrían contribuir todavía más, si el Herófilo perdido me hubiera llegado de la mano de Durante...

Nicolás se dio cuenta entonces de algo que le desconcertaba por completo:

—¿Durante era infiel?

Leonardo no respondió enseguida: sin un atisbo de malicia en los ojos, dirigió la mirada hacia la mujer negra que estaba sobre la mesa de la notomía, quien parecía seguir aquella conversación con interés, confiada y sin prestar atención a la propia desnudez. Le sonrió, luego se dirigió de nuevo a Nicolás:

—Durante sólo era mi alumno predilecto, de esos que el mundo no ve porque mi escuela está oculta. Mi dilectísimo joven conocía bien Constantinopla, donde se conservaba el tratado de Herófilo, mientras que Filippo Del Sarto viajaba por las tierras hoy dominadas por los Reyes Católicos y estaba en posesión del de Erasístrato. La España de los tiempos que llamamos oscuros, sobre todo las florecientes ciudades de Toledo y Granada, primero romanas, luego visigodas y finalmente árabes, mantenían tratos comerciales y culturales con Constantinopla, que tenía sus enclaves comerciales en el sur de Iberia. Todo eso duró hasta hace poco, hasta que se produjo la caída de Granada y la Reconquista quedó completada. En realidad, tú y la mayoría de tus amigos humanistas ya habéis recibido mucha sabiduría antigua, al menos durante la época en que el mercader Giovanni Aurispa trajo de Constantinopla más de doscientos códices. Un gran número de ellos ha sido reproducido y copiado, e incluso hay algunos ejemplares impresos, pero muchos se han echado a perder, destruidos, robados o bien ocultos en bibliotecas de sabios celosos, ¡que con ello pretenden acrecentar su poder a ojos de sus benefactores sirviéndose de los saberes antiguos!

Nicolás sonrió.

—¿Cómo tú, quieres decir?

—¡Por supuesto! ¡Pero yo, a diferencia de ellos, siempre he intentado comprender! —Leonardo pronunció esa última palabra con tal vehemencia que hizo vibrar de emoción a Ginebra, que estaba escuchando arrobada aquel maravilloso relato—. Del mismo modo en que intenté, estudiando un tratado admirable, robar la secreta sabiduría que rige la fundición de inmensas cantidades de bronce, técnica casi imposible de alcanzar. Lo he probado más de una vez y siempre he fallado, como con el coloso para Ludovico Sforza: pero también he fracasado con la escultura en mármol, con la música y con la pintura...

—¿Has fracasado con la pintura? ¡Estás delirando, si tú eres la escuela del mundo!

—Todavía se me escapan las leyes más íntimas que gobiernan la descripción, en un plano, de los cuerpos tridimensionales, por mucho que haya intentado ponerlas en práctica en algunos de mis dibujos. Intuir la verdad, pero no comprenderla plenamente, es mi condena más ardua, incluso en otros campos. He proyectado un cañón a vapor, el
architronito
, pero en realidad no he comprendido el mecanismo. Aunque luego están los textos perdidos de Alejandría que sí he podido comprender en toda su plenitud. Y ésos son los que me han conducido hasta el arma terrible.

Mientras decía esto, se oyeron unos ruidos inquietantes, entremezclados con un extraño eco procedente de las escaleras que bajaban al pozo; pero Leonardo parecía no percatarse de ellos. Ginebra, por el contrario, intrigada, franqueó la enorme vidriera y se dirigió hacia la puerta de entrada. Nicolás se estaba impacientando cada vez más.

—Ahora tienes que decirme en qué consiste el arma y por qué motivo la has escondido y sigues haciéndolo. Y quiero saber también la razón por la que me has llevado hasta aquí, tu laboratorio.

Leonardo ladeó la cabeza y suspiró hondamente, como si estuviera a punto de tomar una decisión capital.

—Tienes motivos para temer el arma, porque podría aniquilar a toda la Cristiandad.

Aniquilar...
A Nicolás Maquiavelo ese vocablo le pareció espeluznante. Proyectó ante sí la imagen imposible de un mundo desolado y de ciudades arrasadas, sin almas. ¿Tal era el poder de Leonardo? Se resistía a creerlo, puesto que la sola consideración de que así fuera ya atentaba contra la naturaleza humana y sin duda contra la moral. Se sorprendió de sus propios pensamientos: de tratarse de otras armas infinitamente menos devastadoras aunque igual de mortales, jamás habría apelado a la ética, aduciendo razones de Estado y de guerra. El maestro, en aquel momento, disipó sus dudas.

—El arma es el fruto de una búsqueda incesante de la verdad, y no podía renunciar a ella, tras el hallazgo de la excavación. El conocimiento es lo más importante, Nicolás.

—¿Y qué descubriste? Me dijeron que sólo te llevaste algunos huesos...

—Eran valiosísimos, el fundamento de todo: el punto de partida de una serie de terribles descubrimientos que nadie podía frenar, y mucho menos yo. Quien me financia ha estado a la altura de comprender el alcance de mi proyecto. Porque ni Florencia ni Milán jamás me habrían concedido lo que yo buscaba: lo habrían considerado una locura.

—¿Quién te financia, entonces?

—Me dijeron que el dinero procedía de Venecia, cuyos intereses para frenar el poder del Papa justifican el empeño. Los soldados del pontífice han reconquistado ya casi todas las tierras de Valentino, y día tras día crece su amenazadora fuerza.

—¿Quién te ofreció financiar el encargo?

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