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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Intriga, #Histórico

Los iluminados (3 page)

BOOK: Los iluminados
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—Pero usted aseguró que el pronóstico era bueno.

—Lo dije y lo reitero: bueno en cuanto a su vida. Pero no me referí a su calidad de vida.

—¿Qué quiere decir “secuelas”? —preguntó Dorothy.

—Los indeseables efectos a largo plazo, los restos del incendio. Pueden mejorar.

—¿En cuánto tiempo? —lo apuró el abuelo Eric.

Sinclair encogió los hombros y el anciano lo despidió con un gesto de disgusto.

La pequeña Evelyn rezaba por él. Lo amaba con el corazón de una niña que aún no había llegado a la pubertad. Bill le producía sensaciones indefinibles pero intensas. Seguía sus pasos y aprovechaba clandestinos observatorios para mirarlo comer, leer y dormir. Lo encontraba luminoso como un príncipe. No imaginaba otra figura más apuesta que la suya. En su fantasía lo arropaba con terciopelos rojos, deslumbrante espada y túnica de armiño. Lo veía cabalgar un corcel blanco provisto de alas.

Bill cumplió dieciséis años. Recuperó la salud y su bello timbre de voz. Era alto, de mandíbula fuerte, cabello rubio y penetrantes ojos claros. Pero no dejaban de sucederse hechos inquietantes: noche por medio se levantaba dormido y recorría los pasillos de la casa conversando con fantasmas. Al principio consideraron transitorio su sonambulismo, pero daba miedo cuando salía a la intemperie. Su padre lo seguía en silencio, descalzo; actuaba con prudencia porque le habían advertido que despertarlo de golpe podía causarle un desequilibrio más grave del que ya tenía. Una noche dio la vuelta completa a la casa, en otra intentó subir a un árbol y en la tercera buscó una montura para ensillar un caballo inexistente.

Pese a los sustos, Bill también recuperó encantos. Siempre había sido inteligente y astuto, al extremo de haber corrido el rumor de que en clase no lograban vencerlo en un debate debido a su argumentación inagotable. También decían que los malos amigos lo buscaban para beneficiarse de su talento para inventar justificativos de cualquier índole. Tenía incluso habilidad para las trampas. Pero junto con las virtudes se incrementaron ciertas rarezas como, por ejemplo, su obsesión por el profeta Eliseo. Insistía en que ese personaje lo había resucitado desde su ermita en las nubes y lo había ungido para una maravillosa misión. Esto hubiera resultado menos perturbador que su agobiante insistencia en los detalles nimios del profeta. No quedaba un habitante de Pueblo que a partir de esos meses no hubiera oído referencias a Eliseo.

Sinclair lo interpretó como una pequeña irritación en un punto de su corteza cerebral. El pastor, en cambio, prefería rendirse ante la evidencia de que el muchacho había sido agraciado por la inspiración del Cielo; nunca, en sus setenta y tres años de edad, había visto un caso semejante. En la clase dominical sólo había hecho referencias superficiales a Eliseo, que no alcanzaban para generar una obsesión semejante. Lo que Bill contaba reiteradamente debía de ser verdad, así como debían de tener sentido sus preguntas. En calidad de pastor, no tenía derecho a ignorar el portento de que alguien apenas versado en las Escrituras emergiera de un coma grave provisto de visiones tan duraderas. Estaba conmovido. El Señor había derramado su benevolencia sobre Bill. Entonces decidió visitarlo para hablarle con detenimiento sobre el personaje que lo había devuelto a la vida.

Pero cuando el ministro se fue, Bill volvió a preguntar sobre anécdotas de Eliseo, como si nada hubiese escuchado.

—El pastor acaba de contarte todo, versículo por versículo. —Su abuelo Eric lo miró al fondo de las órbitas. —¿Qué más quieres saber?

Bill acarició la rugosa mano de Eric y repitió la exigencia. El anciano le dio unas palmadas y prefirió alejarse. Un rato después Bill volvió a lo mismo, esta vez en presencia de su madre. Ella pidió a Jack Trade que regresara.

El ministro alzó de nuevo su Biblia y, con la esperanza de una revelación, fue a reencontrarse con el joven, que, al verlo, descerrajó la misma pregunta como si fuese la primera vez.

—¿No te acuerdas de lo que hablamos? —Trade le oprimió con afecto el brazo—. Fui minucioso y me escuchaste atento; al menos así me pareció. ¿No te acuerdas? Describí la amistad entre Eliseo y Elías, su enérgico maestro. Luego te narré sus milagros, sus advertencias, sus andanzas por el monte Carmelo, por Samaria y Judea y las muchas veces que cruzó el río Jordán. Juntos repasamos todo cuanto narra la Biblia sobre sus milagros. ¿Qué te inquieta ahora? ¿Qué mensaje hierve en tu interior y puja por salir?

Bill movió la mano como si espantara una mosca.

—Quiero saber qué ropa usaba.

El pastor levantó una ceja.

—Se cubría con sencillas túnicas, supongo. O con piel de cordero. Encima debía de ponerse un manto.

—El manto... —repitió Bill con fascinación.

—Así es —concedió el pastor mientras su rostro de calavera dibujaba una sonrisa—. Eliseo recogió el manto que Elías dejó caer cuando fue llevado a las alturas por un carro de fuego. Y lo usó hasta el fin de su existencia terrena.

—¿De qué color era?

—No sé, la Biblia no lo dice. Tal vez rojo.

—¡No! Rojo seguro que no. Así era el manto de Cristo.

—¿Qué importancia tiene? ¿Qué mensaje hay tras estos detalles?

—Rojo no.

—¿Quieres que te lea nuevamente la historia de Eliseo? —Nunca el rostro de Jack Trade había expresado tanta curiosidad. —Fijarás los datos que más te interesen, y quizás haya indicios sobre el color de su túnica y el mensaje que el Señor nos está enviando por tu intermedio, hijo.

—Sí, léame.

—Podrías hacerlo tú mismo.

—Prefiero escuchar. —Cerró los párpados.

Jack Trade se arrellanó en el sofá, acarició la fina piel de sus mejillas y abrió en el Libro de los Reyes. Bill permaneció concentrado unos minutos y se durmió.

Al despertar, el religioso había partido y su madre le acercó un vaso de agua. Bill, muy tenso, murmuró:

—¿De qué color era la túnica de Eliseo?

Antes de terminar la pregunta se le cayó el vaso sobre las baldosas y salpicó agua y astillas hasta la cara de su desconsolada madre.

Al cabo de dos semanas ella encontró sobre la cómoda de su dormitorio una lacónica esquela.

Seguiré los pasos de mi salvador, el profeta Eliseo.

Sospecho que su túnica era blanca.

No me busquen.

Los quiere,

Bill

Cargó su bolso y marchó hacia el río Arkansas en medio de la noche. Pocos faroles alumbraban las calles. Las aguas ferruginosas reverberaban soñolientas a la luz de la luna. Bill pensó en el bíblico Jordán que a menudo habían cruzado los profetas, seguro de que era más bello y estimulante que ese torrente profano. Le arrojó una piedra como signo de despedida. Le pareció pobre el sonido y le resultaron débiles los círculos que se formaron en la superficie. En este sitio había contraído el mal que lo hundió en coma. Fue una enfermedad decidida por la Providencia para unirlo al profeta de los milagros.

Enfiló hacia la ruta 25 y marchó varias millas. El fresco de la noche energizaba sus músculos. Cuando en el este empezaron a sonrojarse las nubes, Pueblo ya había desaparecido a sus espaldas. Sangriento nacía el sol, como de una herida abierta en las nubes. Pronto ardieron las cúpulas de los árboles y chispearon sus hojas más elevadas. A un costado se levantó una bandada de golondrinas excitadas por el amanecer. Bill oía el ritmo de sus zapatillas sobre el asfalto y miraba las gotas de rocío sobre los matorrales chatos. Era importante mantener el ritmo de la marcha, porque los vehículos que pasaban no atendían a su pulgar. Peregrinaba hacia su destino y no debía impacientarse. En el momento que estaba por ascender una colina, frenó lentamente un camión de ruedas altas. Se lo había mandado Eliseo.

—Voy a Phoenix —informó el conductor a través de la ventanilla.

Phoenix significaba el oeste, el desierto. El desierto era el lugar donde se inspiraban los profetas.

—Está bien —respondió Bill—. Subo.

Trepó a una cabina con olor a tabaco y coñac. El conductor tenía una cabeza idéntica a la de Abraham Lincoln, con una barba corta que le rodeaba la mandíbula. Metió una ruidosa primera y prosiguió la marcha a mediana velocidad. Por la ventanilla abierta ingresaba el viento de la mañana con fuerte olor a campo. Bill apoyó la cabeza contra el respaldo de cuero mientras el viento le tironeaba del pelo. A los pocos minutos el camionero extrajo un puñado de tabaco, lo extendió sobre su palma y lo revisó con un dedo para quitarle las impurezas. Después se lo llevó a la boca y con la lengua chupó las hojitas residuales. Lo masticó con deleite, aunque de vez en cuando lo atacaba una tos de lobo. En uno de los golpes de tos la bola de tabaco voló hacia el parabrisas; la recogió con destreza y la devolvió a sus dientes amarillos.

Si era tan parecido a Lincoln —pensó Bill—, debía de conocer a Eliseo. Y le descerrajó la pregunta:

—¿De qué color era la túnica de Eliseo?

El hombre parpadeó, detuvo la masticación y con lentitud giró los ojos hacia el exótico pasajero.

—¿Eliseo? ¿Quién mierda es Eliseo?

—Cuidado con blasfemar —advirtió Bill—. Es un profeta.

El conductor dio una palmada sobre el volante.

—¿Qué? ¿Acaso eres seminarista?

—No.

—¿Hijo de algún maldito pastor?

—Tampoco.

—Entonces, ¿a qué viene esto de la ropa que usó un puto profeta?

—Tenga cuidado.

Lanzó una carcajada y la bola de tabaco volvió a dispararse; esta vez no la pudo atrapar y acabó perdida bajo sus pies.

—¡Mierda!... —protestó.

Bill no podía ordenar la fragmentación de la realidad: Lincoln jamás se hubiera expresado de esa manera.

—¿Adónde vas? —preguntó el camionero un rato más tarde.

Bill se encogió de hombros.

—Supongo que no te interesa llegar al Pacífico —agregó el hombre ante el silencio de su invitado—. Yo voy hasta Phoenix y pego la vuelta.

Tampoco logró respuesta.

—¿Te enojaste? Mira, si te interesa llegar a Australia, deberás buscarte otro medio.

—La túnica de Eliseo era blanca —aseguró Bill.

El camionero se frotó la nuca.

—Me parece que estás loco.

—Era blanca —insistió Bill, con el rostro fruncido por las ráfagas de la ventanilla abierta.

Pasado el mediodía, “Lincoln” giró hacia la derecha y avanzó por el desfiladero que dejaban otros camiones prolijamente estacionados. Ubicó el suyo al término de la fila.

—Es hora de comer. —Se restregó las manos ásperas.

—Espero aquí —dijo Bill.

—¿Tienes comida?

—En mi bolsa.

El camionero miró con sorna el tamaño de la bolsa, se mesó la corta barba y le obsequió un guiño:

—Joven ministro de alguna estúpida iglesia: guárdate tu insignificante comida para otra oportunidad. Te invito con un sándwich. ¡Vamos!

Bill dudó un instante, pero acabó tras los pasos del camionero. En el alborotado restaurante la gente hablaba nerviosa. La radio sonaba a un volumen ensordecedor para que la gente escuchara el noticiario.

—Es la guerra —comentó Lincoln, que despachó sin respirar una jarra de cerveza hasta el último copo de espuma.

A Bill no le pareció una novedad: Eliseo había sido testigo de guerras importantes que la Biblia relataba con crudeza. La del noticiario debía de estar descripta en el Libro de los Reyes.

—¿Es la guerra contra Edom? —preguntó mientras daba un mordisco a su sándwich.

—¿Edom? —Un eructo atropellado acompañó su sorpresa.

—Sí, la guerra de Judea contra Edom.

—¡De qué mierda me hablas!

Bill también bebió algo de cerveza. El camionero no estaba en condiciones de entenderlo. Para Bill los enfrentamientos de la época de Eliseo proseguían como si tal cosa. Antes eran conocidos por la letra de la Biblia; ahora los difundía la radio.

—¡Es la guerra de Corea, pedazo de asno! ¡Es la guerra de Corea contra los malditos comunistas!

—Edomitas.

—¡Comunistas! ¡Qué sodomitas ni sorete en jugo! ¿Estás borracho?

“Lincoln” arrastró a su antojadizo pasajero hasta el mostrador, desde donde se oían mejor las noticias. La radio era una gigantesca caja de madera oscura que dominaba el salón desde una repisa. Exhibía un tablero iluminado sobre el que se ajustaba el dial según las indicaciones de un ojo verde, llamado mágico. Cuando el ojo se encendía a pleno la voz era nítida, pero cuando se fragmentaba, los chirridos obligaban a taparse las orejas. Informaba sobre el frente bélico: Corea del Norte y Corea del Sur, la amenaza de China, el incesante reclutamiento de soldados estadounidenses en todos los rincones de la Unión, el apoyo de los países democráticos y la protesta de los que estaban encadenados a la hoz y el martillo. El camionero pidió otro sándwich y tragó la segunda jarra de cerveza. El noticiario era seguido por un animado reportaje a los soldados que se alistaban para embarcar. El periodista insistía en que su ejemplo impregnaba de orgullo al país. Los jóvenes se sentían felices de navegar hacia el frente porque el entrenamiento les había aumentado la fuerza y el coraje. En poco tiempo aplastarían a los enemigos de la libertad.

“Lincoln” aplaudió. Bill no se unió a la demostración de apoyo ni siquiera cuando se transformó en una aclamación generalizada que hizo brincar vasos y botellas; no estaba claro si esos soldados defendían la causa justa o la equivocada; los periodistas evitaban referirse a Edom, Moab, Filistea o Madián.

Se limpiaron los dedos con servilletas de papel, fueron a orinar y retornaron al vehículo. El camionero empezó a mirarlo de costado, más detalladamente, no fuera a tratarse de un loco escapado del famoso manicomio de Pueblo. El pasajero tenía algo más levantado el hombro derecho e inclinaba la cabeza hacia allí, como si intentara unirlos. Tal vez imitaba las imágenes de los santos; en Pueblo había muchos católicos. Era evidente que algo funcionaba mal en su cerebro. Quizá lo andaban buscando. Quizá la ropa del puto profeta al que necesitaba identificar era la de su enfermero, del que había escapado mientras dormía. Pensó que había hecho mal en levantarlo, pero la madrugada era fría... Se contaban anécdotas sobre los tipos que hacían dedo; ya tenía una historia bárbara. ¿Cómo se llamaba el profeta ese? Eliseo... ¡Vaya nombre rebuscado! Debía de ser el nombre del enfermero.

—Dime, aprendiz de pastor, ¿adónde vas realmente? No creo que a Australia.

Bill tragó saliva. No soportaba que se riesen a su costa.

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