Los ingenieros de Mundo Anillo (13 page)

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Authors: Larry Niven

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Los ingenieros de Mundo Anillo
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Los nativos no necesitaron más de unos minutos para reducir a huesos mondos el banquete. No conversaban, ni por lo visto conocían los protocolos. A decir verdad, comían como kzinti. Chmeee participó, a un gesto de invitación que le hicieron, y se comió la mayor parte del moa, que los indígenas despreciaron, ya que preferían la carne de los mamíferos.

Luis había transportado aquellas provisiones en varios viajes, con ayuda de una de las placas grandes de repulsión. Aún le dolían los músculos de tanto tirar. Contempló a los nativos mientras daban cuenta del banquete, y se sintió contento. No llevaba ningún contactor en la cabeza y, sin embargo, podía sentirse contento.

Luego, la mayoría de los nativos se ausentó para cuidar de la manada, y sólo se quedaron Shivith y Ginjerofer con algunos de los ancianos. Chmeee le preguntó a Luis:

—Ese moa, ¿es un ave o una receta artificial? Al Patriarca le gustaría tener aves así en sus grandes criaderos.

—Es un pájaro auténtico —dijo Luis—. Con esto quedamos en paz por lo de la estampida, Ginjerofer.

—Os damos las gracias —dijo ella. Tenía los labios y la barbilla cubiertos de sangre; sus labios eran carnosos y más rojos que el resto de su piel—. Olvidad la estampida. La vida es más que sólo calmar el hambre. Nos agrada tratar con forasteros, con gente diferente. ¿Es verdad que vuestros mundos son mucho más pequeños que el nuestro, y redondos?

—Redondos como bolas. El mío, si flotase dentro del Arco, os parecería sólo un puntito blanco.

—¿Regresaréis a esos lugares pequeños para hablar de nosotros?

Sin duda, las traductoras automáticas retransmitían para las grabadoras de a bordo de la «Aguja». Luis contestó:

—Algún día.

—¿Tenéis alguna pregunta que hacernos?

—Sí. ¿No invaden los girasoles vuestras praderas?

Se vio obligado a indicarle mediante señas lo que quería decir, porque ella no le entendía.

—¿La claridad hacia el antigiro? Nada sabemos de ella.

—¿No os parece extraña? ¿Nunca enviasteis exploradores?

Ella frunció el ceño.

—No está en nuestro camino. Nuestros padres y madres nos dicen que, desde que ellos eran niños, hemos caminado siempre hacia el antigiro. Cuentan que rodearon un gran lago, pero no se acercaron mucho porque los rebaños no comían las plantas que crecen en la orilla. Había una claridad hacia el giro, pero no tan fuerte como ahora. En cuanto a los exploradores…, un grupo de jóvenes salió a verlo, pero se tropezaron con unos gigantes que les mataron las bestias. Tuvieron que regresar enseguida puesto que se quedaron sin nada para comer.

—Se diría que los girasoles avanzan más que vosotros.

—Sí. Aunque podríamos avanzar más deprisa que ahora.

—¿Qué sabéis de la ciudad flotante?

Ginjerofer la había visto allí toda la vida. Era un accidente del paisaje, como el Arco mismo. A veces, de noche y con nubes bajas, se podía ver aún el resplandor amarillo de la ciudad, pero no sabían nada más. Estaba demasiado lejana para que les llegasen noticias, ni siquiera en forma de rumores.

—Pero escuchamos muchas consejas sobre lo que sucede lejos, si vale la pena contarlas, aunque quizá no sean todas verdaderas. Hablan de los pobladores de las montañas derramadas, los que viven entre lo blanco y frío y las hondonadas donde el aire es demasiado denso. Y vuelan entre las montañas derramadas. Cuando pueden conseguirlos, usan trineos celestes, pero ahora no hay trineos celestes nuevos y desde hace cientos de años usan globos. ¿Tú puedes ver tan lejos con tus binoculares?

Luis le puso los binoculares y le mostró cómo se ajustaba el aumento.

—¿Por qué las llamas montañas derramadas? ¿Lo dices en el mismo sentido que cuando derramas el agua?

—Sí, pero no sé por qué las llamamos así. Tu aparato para los ojos me hace ver las montañas más grandes, y nada más…

Se volvió hacia el sentido del giro; los binoculares casi le cubrían por completo el diminuto rostro.

—Veo la costa, y el resplandor al otro lado.

—¿Qué más os cuentan los forasteros?

—Cuando nos reunimos, hablamos sobre todo de los peligros. Hacia el antigiro hay comedores de carne que no tienen cerebro y que matan a la gente. Se parecen a nosotros, pero son más pequeños, y de color negro, y cazan de noche. Y también hay… —Volvió a fruncir el ceño—. No sé si será verdad, pero dicen que hay seres sin cerebro que obligan a hacer rishathra con ellos, y que nadie sobrevive a ese acto.

—Pero vosotros no podéis hacer rishathra, para vosotros no serían peligrosos.

—Según cuentan, podrían obligarnos.

—¿Sabéis algo de enfermedades, de parásitos?

¡Nadie, entre los nativos, entendió lo que quería decir! Ni moscas, ni lombrices ni mosquitos ni el sarampión ni la gangrena: en el Mundo Anillo no existía nada de eso. Los Ingenieros no lo habían traído, eso era todo. No obstante, Luis estaba sorprendido, y se preguntó si él mismo no habría sido el primer introductor de la enfermedad en el Mundo Anillo…, pero decidió que no. Su paso por el autoquirófano le había desinfectado.

En eso los nativos eran como los humanos civilizados: envejecían, pero no enfermaban nunca.

10. El gambito de dios

Aunque faltaban horas para que anocheciera, Luis estaba exhausto.

Ginjerofer les ofreció una choza, pero Chmeee y Luis prefirieron dormir en el módulo. Luis se dejó caer entre las placas sómnicas mientras Chmeee todavía se afanaba en armar las defensas.

Despertó en plena oscuridad.

Chmeee había conectado el intensificador de imagen antes de acostarse. El exterior aparecía con una claridad de día lluvioso. Los rectángulos del Arco en zona diurna eran como pantallas de luz instaladas en un techo, y demasiado brillantes como para dedicarles algo más que una ojeada pasajera. Pero la mayor parte del Gran Océano y su orilla próxima estaban en sombras.

Los Grandes Océanos le llamaban la atención. Eran extravagantes, y desentonaban. Si Luis tenía razón en cuanto a los Ingenieros del Mundo Anillo, la extravagancia no era de su estilo. Construían con sencillez y eficacia, hacían planes a muy largo plazo y combatían en guerras.

Pero, a su manera, el Mundo Anillo también era extravagante, y su defensa una empresa imposible. ¿Por qué no habían construido varios Anillos más pequeños? ¿Y de qué servían los Grandes Océanos? Aquello tampoco encajaba.

Era posible que él estuviese equivocado desde el principio. ¡No sería la primera vez! Sin embargo, las pruebas…

¿Algo se movía entre la hierba?

Luis puso en marcha el detector de infrarrojos.

El calor que desprendían les delató. Eran como perros de enorme tamaño, como un cruce entre humanos y chacales: criaturas horrorosas, engendras contra natura, bajo aquella luz antinatural. Luis perdió poco tiempo en localizar el cañón paralizador de la torreta y apuntarlo contra los intrusos. Eran cuatro y avanzaban a gatas por entre la hierba.

Se detuvieron muy cerca de las chozas, y aguardaron allí durante varios minutos. Luego siguieron avanzando, medio erguidos. Luis desconectó el detector de infrarrojos.

Bajo el albedo del Arco y con ayuda del intensificador se veía bien claro: se llevaban las basuras de la jornada, los despojos de la fiesta. Carroñeros. Seguramente la carne aún no estaba lo bastante pasada para ellos.

Por el rabillo del ojo vio una mirada amarilla: Chmeee estaba despierto, y Luis le dijo:

—El Mundo Anillo es antiguo. Cien mil años por lo menos.

—¿Por qué dices eso?

—Los Ingenieros del Anillo no habrían traído chacales. Alguna rama de los homínidos ha tenido tiempo suficiente para acomodarse en este nicho ecológico.

—Cien mil años no serían suficientes —dijo Chmeee.

—Tal vez sí. Me pregunto qué otras cosas no trajeron los Ingenieros. Mosquitos, por ejemplo.

—Muy chistoso. Supongo que no traerían chupadores de sangre de ningún género.

—No, ni tiburones, ni pumas —rió Luis—. Ni mofetas. ¿Qué más? Las serpientes venenosas. Ningún mamífero podría adaptarse a vivir como una serpiente. No creo que los mamíferos puedan segregar veneno en la boca.

—Los homínidos tardarían miles de años en evolucionar en tantas direcciones, Luis. ¡Hay que considerar si realmente evolucionaron en el Anillo!

—Si no estoy completamente equivocado, así fue. En cuanto a lo del tiempo que pudieron tardar, es un problema matemático muy fácil. Suponiendo que comenzasen a evolucionar hace cien mil años, sobre una base de pobla…

Luis no llegó a completar la frase.

A una distancia bastante considerable (los homínidos-chacales corrían lo suyo, considerando el peso que transportaban) se detuvieron de súbito, se volvieron, quedando un instante inmóviles, y luego se dejaron caer en medio de la hierba y desaparecieron. Un toque al detector de infrarrojos, mostró cuatro puntos luminosos que se alejaban y se desvanecían.

—Más compañía hacia el sentido del giro —dijo en voz baja Chmeee.

Los recién llegados eran voluminosos, de la estatura de Chmeee, y no se ocultaban en absoluto. Cuarenta gigantes barbudos caminaban a través de la noche como si fueran los amos. Llevaban armas y armaduras. Avanzaban en cuña; los arqueros iban en la vanguardia del triángulo, y los portadores de espadas en medio; en punta venía uno que lucía una armadura completa. Mientras los demás vestían tiras de cuero grueso para resguardarse los brazos y el pecho, el primero y más alto de los gigantes llevaba una armadura de metal, una coraza brillante que se abombaba en los codos, los nudillos, los hombros, las rodillas y las caderas. Iba con la visera abierta, lo que permitía que se le viera una barba cana y la nariz chata.

—Yo tenía razón. Siempre la tuve. Pero ¿por qué un Mundo Anillo? ¿Por qué construirían un Mundo Anillo? ¡En nombre del gran discutidor! ¿Cómo pensaban defenderlo?

Chmeee se dedicó a cambiar la orientación del cañón y luego preguntó:

—¿Qué estás diciendo, Luis?

—La armadura. Fíjate en la armadura. ¿Es que nunca estuviste en el instituto Smithsoniano? Y también viste los trajes presurizados de la nave anillícola.

—Brrrr… sí. Pero tenemos un problema más inmediato.

—No dispares todavía. Quiero ver una cosa… Sí, lo que suponía, no van hacia la aldea.

—¿Tú crees que los pequeños pieles rojas son aliados nuestros? Ha sido pura coincidencia que los hayamos conocido primero.

—Pues yo diría que provisionalmente sí lo son.

El micrófono captó un chillido agudo, interrumpido por un ladrido. Todos los arqueros a la vez echaron mano a sus flechas y armaron sus arcos. Dos diminutos centinelas pieles rojas corrieron hacia las cabañas a una velocidad impresionante, pero nadie hizo caso de ellos.

—Fuego —dijo Luis en voz baja.

Las flechas partieron en todas direcciones. Los gigantes cayeron. Dos o tres elefantes verdes aullaron e intentaron ponerse en pie, pero se derrumbaron enseguida. Uno de ellos tenía un par de flechas en el flanco.

—Iban a por el rebaño —dijo Chmeee.

—Sí. No queremos que haya una matanza, ¿verdad? Voy a decirte una cosa: quédate aquí al tanto del cañón paralizador y yo saldré a parlamentar.

—Yo no recibo órdenes tuyas, Luis.

—¿Tienes otra idea mejor?

—No. Consigue al menos un gigante para interrogarlo.

Aquél estaba tumbado de espaldas. Más que barbado, era melenudo: los ojos y la nariz era lo único que sobresalía de la masa de pelo dorado que le cubría cara, cabeza y hombros. Ginjerofer se agachó y le abrió la boca a la fuerza, con sus dos diminutas manos. El guerrero tenía la mandíbula voluminosa. Todos sus dientes eran molares, de superficie plana y muy desgastada.

—Mira —dijo Ginjerofer—. Es un comedor de plantas. Querían matar a toda la manada para quitarles la hierba.

Luis meneó la cabeza.

—No sabía que fuese tan dura la lucha por sobrevivir.

—Nosotros no los conocemos, pero vienen del lado del giro, de donde nuestros rebaños se comieron todo el pasto. Gracias por matarlos, Luis. Vamos a celebrar una gran fiesta.

Luis sintió náuseas.

—Sólo están dormidos. Y tienen un cerebro como el tuyo y el mío.

Ella le miró con curiosidad.

—Un cerebro que tramaba nuestra destrucción.

—Nosotros los derribamos. Os rogamos que les perdonéis la vida.

—¿Cómo? ¿Qué nos harán ellos si permitimos que despierten?

Era un problema, en efecto. Luis contemporizó:

—Si soluciono eso, ¿les perdonaréis la vida? No olvidéis que lo hicimos con nuestro cañón paralizador.

Lo que equivalía a decir que Chmeee podía volver a utilizar su arma.

—Vamos a deliberar —dijo Ginjerofer.

Luis se quedó a solas, pensando. Los cuarenta gigantes herbívoros no cabían en el módulo. Se les podía desarmar, por supuesto… Luis sonrió al ver la espada que empuñaban los gruesos dedos de la manaza del gigante. Aquella hoja larga y curva podía servir de guadaña para segar hierba.

Ginjerofer regresó:

—Permitiremos que vivan, a condición de que esa tribu no vuelva a presentarse jamás por aquí. ¿Nos lo garantizas?

—Eres muy lista. Sí, cabe la posibilidad de que tengan allegados y una tradición de venganza. Y puedo garantizar que no volveréis a verlos.

Chmeee habló a su oído:

—¡Luis! ¡Tendrás que exterminarlos!

—No. Puede que nos cueste algo de tiempo, pero ¡nej! ¡Míralos bien! Son unos campesinos. No pueden luchar contra nosotros. En el peor de los casos, haré que construyan una almadía y los remolcaremos con el módulo. Los girasoles aún no han pasado el río corriente abajo. Los dejaremos lejos, donde haya hierba.

—¿Para qué? ¡Un retraso de semanas!

—Para informarnos —dijo Luis, y volviéndose hacia Ginjerofer—: Quiero para mí a ése de la armadura, y todas sus armas. No les dejéis ni un cuchillo siquiera. Quedaos lo que os guste, pero lo demás amontonadlo en la nave.

Ella titubeó mientras contemplaba al gigante acorazado:

—¿Cómo lo moveremos?

—Acercaré una placa repulsora. Vosotros atad a los demás cuando nos hayamos ido, y luego soltadlos de dos en dos. Les explicáis lo ocurrido, y que anden en sentido del giro durante el día. Si quisieran volver para atacaros, como no tienen armas estarían a vuestra merced. Pero no lo harán. Cruzarán la llanura a toda marcha, sin sus armas y sin una brizna de hierba alrededor.

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