Read Los intrusos de Gor Online
Authors: John Norman
—Siempre fuiste débil —comentó—. Tenemos cosas más importantes que discutir.
La observé.
—En los pantanos —dijo—, los Kurii se pusieron en contacto conmigo. —Me miró—. Desean la paz.
Sonreí.
—Es verdad —afirmó airadamente—. Sin duda, te cuesta creerlo. Pero son sinceros. Ha habido guerras durante siglos. Están hartos de contiendas. Necesitan a un enviado, alguien a quien conozcan los Reyes Sacerdotes, y sin embargo independiente de ellos, alguien a quien puedan respetar, un hombre de valor y discernimiento con quien negociar, alguien que presente sus propuestas a los Reyes Sacerdotes.
—Creía que sabías poco de estas cuestiones —dije.
—Lo poco que sé es más que suficiente. En los pantanos un poderoso Kur, de gran cortesía y fortaleza, se puso en contacto conmigo. Habría sido difícil hablar directamente contigo, o acometer esta labor si los Reyes Sacerdotes hubieran intuido nuestro proyecto.
—Así que aparentaste que te habían matado en los pantanos —recapitulé—. Vieron a un Kur y te oyeron gritar. Encontraron un brazal y pelo ensangrentado en el rence. El Kur partió para el norte. Yo, como estaba previsto, luego de que me informaran del suceso, emprendí la persecución.
—Y ahora —dijo ella sonriendo— estás aquí. Es el primer acto del drama, con lo cual dos pueblos en guerra abierta podrán adquirir la paz.
—Tu plan fue brillante.
Con un airoso movimiento de su largo vestido blanco, Telima se irguió, con las mejillas encendidas.
—Tu vestimenta —le dije—, es de buena calidad. No es muy propia del rence.
—Los Kurii, a los que no se estima como merecen, son un pueblo amable. Me han tratado como a una Ubara.
Miré más allá de Telima. Un Kur estaba trepando a la superficie del roquedal. Primero le vi la cabeza, luego los hombros y por fin el cuerpo. Su tamaño, aun para un Kur, era considerable: tendría casi tres metros de altura. Calculé que pesaría de cuatrocientos a cuatrocientos cincuenta kilos. Sus brazos medían unos dos metros y pico de largo. En tomo al izquierdo lucía una banda de oro en espiral. Llevaba sobre el hombro un gran objeto aplanado, envuelto en tela púrpura, oscura a la luz del crepúsculo. Yo le conocía. Era el que se había dirigido a la asamblea. El que había llegado en primer lugar a la casa de Svein Diente Azul la noche del ataque. El que había replegado a los Kurii en la batalla. Había sido él, sin duda un Kur procedente de los mundos de acero, quien acaudillara el ejército Kurii.
Incliné la cabeza delante de él.
—¿Nos conocemos ya, verdad? —pregunté.
El Kur se sentó en cuclillas, a unos siete metros de mí. Depositó el objeto envuelto en tela oscura en la piedra que había ante él.
—Permíteme presentarte a Rog —dijo Telima—, emisario de paz de los Kurii.
—¿Eres Tarl Cabot? —preguntó la bestia.
—Sí —contesté.
—¿Has venido desarmado?
—Sí.
—Te hemos buscado antes, una vez en Puerto Kar, por medio de veneno.
—Sí —repuse.
—Aquella tentativa fracasó —dijo.
—Es verdad —admití.
Desenvolvió el objeto que tenía ante sí.
—La mujer te ha dicho que me llamo Rog. Esto es suficiente. Sin embargo, tu boca no podría pronunciar mi verdadero nombre. A pesar de todo, lo oirás. —Entonces, sin dejar de mirarme, articuló un sonido, una emanación modulada por sus cuerdas vocales, que yo era incapaz de reproducir. No era un ruido humano—. Con éste —dijo—, es con quien te enfrentas. Es de lamentar que ignores las costumbres de los Kurii, o las dinastías de nuestros clanes. A mi manera, para emplear conceptos que puedas comprender, soy un príncipe entre mi gente, no sólo porque lo llevo en la sangre, sino también por la lucha, ya que sólo de este modo uno se convierte en príncipe entre los Kurii. He sido adiestrado en el mando, y, al asumir tal mando, he matado por los aros. Digo esto para que entiendas que es un gran honor el que se te hace. Los Kurii te conocen y, si bien eres un humano, un animal, ellos te respetan sobremanera.
Dicho esto, levantó el objeto de la tela. Era un hacha Kur.
—Eres un magnífico enemigo —dije—. He admirado tus estrategias, tu eficiencia y tus habilidades. El repliegue en el campamento, desorientándonos por medio de una desviación, fue magistral. Que seas el primero entre bestias como los Kurii dice mucho de tu valía, de la enormidad de tu poder y tu intelecto. Aunque solamente soy humano, ni Kur ni Rey Sacerdote, te saludo.
—Me gustaría. Tarl Cabot —admitió—, haberte conocido mejor.
Entonces se puso en pie, con el hacha en su puño izquierdo. Telima, los ojos desorbitados de horror, dio un grito. De un zarpazo, la bestia la arrojó, rodando, a seis metros a través de la piedra.
Alzó el hacha, ahora por encima de su hombro derecho, agarrándola con las dos zarpas.
—Si me hubieras conocido mejor —dije— no habrías venido al roquedal.
El hacha retrocedió hasta concluir su arco, lista para el rapidísimo movimiento circular que me partiría en dos. En ese momento la bestia se detuvo, perpleja. Apenas había visto el destello del acero Tuchuk, el cuchillo de montura que había salido como un rayo de mi manga, había girado y la había herido. Se tambaleó, los ojos enloquecidos, sin comprender primero y comprendiendo después, el puño del arma sobresaliendo dé su pecho, frenado tan sólo por la guarnición, la hoja hundida en su corazón de ocho válvulas. Dio dos pasos hacia el frente. Luego se desplomó, con gran estruendo del hacha al dar contra la piedra. Dio una vuelta y quedó sobre su espalda. Tiempo atrás, en un banquete en Turia, Kamchak de los Tuchuks me había enseñado este truco. Adonde no se puede ir armado, es mejor ir armado.
El enorme pecho se convulsionó. Lo vi subir y bajar. Los ojos de la bestia se volvieron a mí.
—Creía —dijo—, que los humanos erais honrados.
—Estás equivocado —repuse.
Alargó la zarpa hacia mí.
—Enemigo —dijo.
—Sí —acordé. La zarpa me tocó y yo la apreté. Tiempo ha, en Sardar, Misk, el Rey Sacerdote, me había dicho que los Reyes Sacerdotes ven pocas diferencias entre los Kurii y los hombres, que los tienen por especies equivalentes.
Los belfos del Kur se retrajeron. Vislumbré los colmillos. Era, supongo, una expresión espantosa, terrorífica, pero yo no la veía así.
Era una sonrisa Kur.
Entonces murió.
Me puse en pie y miré a Telima. Estaba a unos tres metros de distancia, con la mano delante de la boca.
—Tengo algo para ti —le dije. De mi talega extraje el brazal de oro que fuera suyo.
Ella se lo puso en la parte superior del brazo izquierdo.
—Regresaré al rence —dijo.
—Tengo algo más para ti —aseguré—. Ven acá.
Ella se acercó a mí. De la talega saqué un collar Kur de cuero, con su cerradura y su gran argolla.
—¿Qué es esto? —preguntó recelosa.
Con un movimiento rápido le rodeé con él el cuello y lo cerré firmemente.
—Es el collar del ganado Kur —le expliqué.
—¡No! —gritó. La hice girar sobre sí misma y, tomando un par de las toscas manillas de hierro del norte, le sujeté las muñecas a la espalda. Luego, con la ensangrentada quiva, el cuchillo de montura Tuchuk, le rasgué la ropa y la despojé de ella. Hecho esto, pasé un doble trozo de cuerda por la argolla del collar y até a la muchacha, de rodillas, a la pata del Kur. Entonces, cuchillo en mano, me arrodillé junto a la garganta de la bestia.
—¡Tarl! ¡Tarl Pelirrojo! —oí gritar. Era Ivar Forkbeard. Vislumbré la lancha, cuatro antorchas alzadas en su interior, hombres a los remos, que entraban en el roquedal.
Permanecí en la superficie del mismo.
Luego descendí, para ir al encuentro del bote.
En el minúsculo promontorio de piedra al pie del roquedal, encontré a Ivar Forkbeard y a sus hombres. Con él estaban Gorm, Ottar y Wulfstan de Torvaldsland.
Alzaron las antorchas.
Todos profirieron exclamaciones de asombro. Levanté la testa del Kur sobre mi cabeza.
—Aquí tengo tres objetos —dije—, que he conseguido en el roquedal: la cabeza de un Kur, el que era el jefe del ejército Kur; un aro en espiral de oro, tomado como botín de su cadáver, y una esclava. —Arrojé la testa en la lancha, y el aro tras ella. Luego, después de cruzar y atar sus tobillos, llevé a Telima, cruzando las piedras, hasta el costado de la lancha. Ella me miró. Entonces la arrojé a bordo, en medio de los pies de los remeros.
—Permitidme besaros, amo —suplicó Leah. Se arrimó a mí. Estaba desnuda sobre el áspero banco del norte. Mi brazo izquierdo la rodeaba, estrechándola contra mí; en la mano derecha tenía, sujeto por su asa de alambre de oro, un gran cuerno de hidromiel humeante. La muchacha, acuciada por el deseo, se restregaba contra la basta túnica de lana de Torvaldsland. Yo bajé la vista y miré a sus ojos alzados, implorantes. Era el deseo de una esclava. Aparté la mirada y bebí. Ella rompió a llorar. Me eché a reír, y me volví de nuevo hacia ella. Miré sus grandes ojos oscuros, húmedos. Alrededor del cuello llevaba el collar del norte de hierro negro, remachado. Entonces nuestros labios se juntaron.
Una esclava morena rellenó de hidromiel mi cuerno. Me sirvió con la cabeza tímidamente bajada, sin mirarme. Era la única de la casa que no iba desnuda, aunque, naturalmente, por orden de su dueño, llevaba el vestido muy subido y abierto, a partir de los hombros, hasta el vientre. Como cualquier otra moza, llevaba en el cuello un sencillo collar de hierro negro. Antes había llevado un collar Kur, y, junto con cientos de otras, había sido rescatada de los rediles. Svein Diente Azul había resuelto que el ostentar el collar Kur equivalía a ostentar el collar de metal y que, por sí solo, aquél bastaba para degradar al individuo a la esclavitud, condición ésta que le priva de su categoría legal y los derechos correspondientes a ella, tales como el derecho a la convivencia en compañía. De acuerdo con esto, Bera, que había sido la compañera de Svein Diente Azul, descubrió de repente, para su asombro, que era solamente una muchacha en medio de otras. Diente Azul la seleccionó de entre una hilera, como' parte de su botín. Aun cuando le había contrariado muchísimo en estos últimos años, Diente Azul tenía cariño a la arrogante moza. No fue hasta que la hubo azotado, como a cualquier otra muchacha, que ella descubrió que en su relación se había operado un cambio, y que ahora ella era, en verdad, lo que precisamente parecía ser: su esclava. Su adusta presencia ya no privaría de júbilo sus banquetes. Ya no miraría por encima del hombro a las esclavas, tratando de hacerles sentir vergüenza de su belleza. Ahora era igual que ellas. Ahora tenía nuevas tareas a las que aplicarse: el cocinar, hacer mantequilla y acarrear agua; el perfeccionar su porte y su atractivo; y el dar un desmedido placer en el lecho a su amo, Svein Diente Azul, Jarl de Torvaldsland ; si ella no lo hacía, sabía muy bien, como muchacha esclavizada que era, que lo harían otras; no fue hasta su reducción a la esclavitud, claro está, que comprendió por primera vez lo buen macho, lo atractivo y poderoso que era Svein Diente Azul, a quien había hecho caso omiso durante años; al verle objetivamente por primera vez, desde la perspectiva de una esclava, quien no es nada, y comparándole con otros hombres libres, comprendió de súbito lo poderoso, formidable y magnífico que en verdad era. Se aplicó diligentemente a complacerle, en el servicio y en el placer, y, si él lo permitiese, en el amor. Bera se acercó al siguiente hombre para llenarle de hidromiel su copa del pesado pichel que acarreaba. Iba descalza, sudaba, y la felicidad la invadía.
Eché un trago.
La joven Leah volvió a refregarse contra mí. Bajé la vista y la miré.
—Eres una esclava retozona —le dije.
Ella me miró riendo.
—A una muchacha que lleve collar no se le permiten las inhibiciones. —Era cierto. Las esclavas tienen que revelar totalmente su naturaleza sexual, si no se las azota. En la Tierra, Leah había sido una chica reservada y melindrosa, incluso altiva y engreída. Yo había logrado sacarle estas confidencias. Pero en Gor, como a las otras de su jaez, tales mentiras y falsas decencias le estaban prohibidas. En Gor, si una muchacha tiene la desgracia de caer en la esclavitud, no le queda otro remedio que exponer sus más recónditos deseos y sensaciones ante el amo, aun cuando él pueda, si le parece bien, burlarse cruelmente de su desdicha y sus flaquezas. Un ejemplo lo aclarará. Toda mujer, glandularmente normal, siente de cuando en cuando deseos, que a menudo la alarman, de contonearse lascivamente, desnuda, delante de un fornido macho. Si, lamentablemente, cae en la esclavitud, la danza de la pasión, que la esclava ejecuta desnuda, será ciertamente lo mínimo que se le ordenará hacer. Considérese entonces la situación de la muchacha. Se la obliga, para su vergüenza, a hacer lo que durante años, en lo más hondo de sí, ha suspirado por hacer. ¡Pero cuan indefensa y vulnerable está! La danza ha terminado, ella cae en la arena, o sobre las baldosas. ¿Ha dejado satisfecho al amo? No puede hacer más. Alza la vista. Ha sido despojada de su orgullo al igual que de sus atavíos, a excepción de la marca y el collar. Tiene lágrimas en los ojos. Se halla a su merced. Si él la repudia, ella se avergüenza: ha fracasado como mujer. Probablemente será vendida con desprecio. Pero si descubre, para su espanto, que su danza ha agradado al hombre, y éste la señala, sabe que después de semejante actuación es inconcebible que él la respete, pues ella sólo puede ser una esclava entre sus brazos. Ha danzado como una esclava; la usarán como una esclava.
Leah me miró. La volví a besar, de lleno en su roja boca de esclava. Besaba bien, trémula toda ella. Y antes había danzado formidablemente. Luego, excitada, estimulada sin remedio, incontenible e incontrolable, se había comportado magníficamente en el lecho. Bajé la vista y la miré. Con los ojos húmedos, llevó ávidamente sus labios a los míos. La besé otra vez. Me alegraba de que Forkbeard me la hubiera cedido.
—¡Quiero decir algo! —gritó Svein Diente Azul, poniéndose en pie, alzando un cuerno de hidromiel—. ¡La proscripción declarada en su día por la casa de Svein Diente Azul contra la persona de Ivar Forkbeard, queda, desde este preciso instante, en esta casa y en este lugar, en nombre de Svein Diente Azul, Jarl de Torvaldsland, levantada! —proclamó.
Hubo grandes aplausos y aclamaciones.
—¡Las acusaciones relacionadas con ella —bramó Diente Azul, derramando hidromiel— quedan revocadas!