Read Los intrusos de Gor Online
Authors: John Norman
—¡Lo veis! —chilló la rubia, encantada—. ¡Mi esclavitud es corta!
—¡Vecinos de Kassau! —vociferó Forkbeard, jovialmente—. ¡Saludos de Ivar Forkbeard!
Los hombres le miraron, furiosos, con las armas dispuestas.
Entonces, sonriente, se colgó el hacha del hombro, asegurándola mediante la gruesa presilla que los hombres de Torvaldsland llevan en sus indumentarias para tal menester. Hecho esto, cogió de uno de sus hombres el tazón repleto de monedas ofrendadas por los pobres. Sonriendo siempre, comenzó a arrojar puñados de ellas a izquierda y a derecha.
Tensos, los hombres le observaban. Una de tales monedas, por escaso que fuera su valor, era el jornal de un día en el puerto de Kassau.
Más monedas sembraron la calle, a los lados de los hombres.
—¡Luchad! —chilló la rubia—. ¡Luchad!
Luego, con un amplio movimiento, Forkbeard vació el tazón de monedas, desparramándolas en una lluvia de hierro y cobre encima de los hombres.
Dos de ellos se agacharon para coger una moneda.
—¡Venga, luchad! —repitió la joven.
El primer hombre, escarbando en la suciedad, recogió otra, y luego otra.
A continuación, el segundo y el tercero se hicieron cada uno con sendas monedas.
Y al fin los demás, angustiados, incapaces ya de resistir, se abrieron hacia los lados, tirando las armas, y cayeron de rodillas, cogiendo monedas.
—¡Cobardes! ¡Eslines! —gimoteó la rubia. Luego gritó de aflicción, medio sofocada por el lazo en su garganta, al verse empujada, junto con las demás, a través de los trabajadores de Kassau.
Pasamos aprisa por entre ellos y vimos en el muelle, ante nosotros, el barco llamado la serpiente de Ivar Forkbeard en el amarradero. Diez hombres se habían quedado en el navío. Ocho llevaban arcos, con flechas en el bordón; nadie había osado acercarse allí.
Los hombres de Forkbeard arrojaron sus abultados mantos, llenos de oro y plata, dentro del barco.
Ivar Forkbeard miró hacia atrás.
Oímos, a lo lejos, un sordo estruendo. Un muro del templo había caído. Entonces, un minuto después, oímos el desplome de otro muro.
El humo, en furiosas volutas negras, saturaba el cielo de Kassau.
—Iré a buscar un par de bártulos —dije—, y me reuniré con vosotros en seguida.
—No te demores demasiado —sugirió Forkbeard.
Fui a toda prisa hasta el corral de una taberna próxima al muelle. Allí desensillé, desembridé y puse en libertad al tarn con el que había viajado al norte.
—¡Vuela! —le ordené. El tarn hendió el aire con sus alas y se abrió camino por los humosos cielos de Kassau. Lo vi desviarse al sureste. Sonreí. Sabía que en tal dirección estaban situadas las montañas de Thentis. En éstas se habían criado los antepasados del pájaro. Pensé en las arañas y tortugas que emigran hacia el mar. Cuan fantástica y extraña, pensé, es la sangre de las bestias, y comprendí que yo era también una bestia, y me pregunté cuáles serían los fundamentos de estos instintos que deben de ser los míos propios.
Arrojé al suelo un tarn de oro, para pagar por mi hospedaje en Kassau, y la manutención del ave.
Prescindiría de la silla de montar.
Pero de ella tomé las alforjas, que contenían algunos bártulos, algo de oro, el saco de dormir de piel de bosko; asimismo cogí el gran arco en su funda impermeable, con un haz de cuarenta flechas.
No lamentaba la partida del tarn.
Me había embarcado para Torvaldsland, lo cual era mejor.
Retorné apresuradamente al muelle.
Ocho arcos me apuntaban, con ocho flechas preparadas en el tenso bordón.
—No disparéis —ordenó Ivar Forkbeard a sus arqueros. Sonrió burlón—. Juega a Kaissa.
Arrojé mis pertrechos en el navío, y arco en mano, me encaramé al mismo.
—Soltad amarras —dijo Forkbeard.
Las dos amarras fueron soltadas del muelle. Los arqueros ocuparon sus puestos en los bancos.
La serpiente retrocedió del embarcadero, y en el puerto efectuó un viraje.
La vela a rayas rojiblancas, chasqueando, desplegándose, fue arriada de la verga.
Las esclavas, desnudas, se hallaban sentadas en medio del barco, entre los bancos, rodeadas de pilas de botín, con las manos encadenadas a la espalda. Les habían cruzado y amarrado fuertemente los tobillos. Advertí que a Aelgifu le habían quitado los zapatos y las medias de lana, para atarla con mayor seguridad. Ahora, por voluntad de Forkbeard, iría descalza como una campesina o una esclava, hasta que pagaran su rescate.
Ivar Forkbeard se acercó a las esclavas. Miró a la rubia y esbelta joven.
—Me parece que tu esclavitud, bonita muchacha, no será tan breve como habías esperado.
Ella bajó la vista.
—No hay escapatoria —le dijo el hombre.
Ella sollozó.
Los hombres de Torvaldsland comenzaron a cantar a los remos.
Ivar Forkbeard se agachó sobre la tablazón de la cubierta, recogió los zapatos y medias de Aelgifu y los arrojó por la borda.
Luego se reunió conmigo en la popa. Distinguíamos a hombres en el muelle. Algunos incluso trataban de aparejar un barco costanero para dar caza a Forkbeard. Mas no conseguirían su propósito.
Tras de nosotros vislumbrábamos el humo del templo en llamas. Parecía que los fuegos se habían propagado por toda Kassau, llevados sin duda por el viento.
Se escuchaba claramente, por encima del agua, el repicar de la gran barra del templo.
La serpiente, el así llamado barco de Forkbeard, iba rumbo al norte.
Ivar Forkbeard, inclinado sobre el costado de su serpiente, estudiaba la coloración del agua. Luego alargó la mano y sacó un poco en la palma, verificando su temperatura.
—Estamos a un día de remo —dijo— del roquedal de Einar y la piedra rúnica de la Torvaldsmark.
—¿Cómo lo sabes? —pregunté.
No habíamos avistado tierra durante dos días, y la noche precedente un viento recio nos había llevado, con la vela acortada, en dirección este.
—Hay plancton aquí —dijo Ivar—, el de los bancos al sur del roquedal de Einar, y la temperatura del agua me indica que ahora nos encontramos en la corriente de Torvald, que corre hacia el este, hasta la costa, y luego al norte.
La corriente de Torvald es tan amplia como un río en el mar, de pasangs de ancho, cuya temperatura es superior a la del agua circundante. Sin ella, una gran parte de Torvaldsland, yerma como es ya, no sería otra cosa que un desierto congelado. Torvaldsland es una región escabrosa, cruel e inhóspita. Encierra numerosos acantilados, ensenadas y montañas. Su tierra de labranza es escasa, y se da en pequeñas extensiones, las cuales se cotizan mucho. Las granjas no abundan, y la comunicación entre ellas suele ser por mar, en barquitas. Sin la corriente de Torvald, probablemente sería imposible recolectar cereales en cantidad suficiente para alimentar siquiera a su poco densa población. A menudo no hay bastante comida bajo circunstancia alguna, particularmente en Torvaldsland del norte, y el hambre no es rara. En tales casos, los hombres se alimentan de cortezas, líquenes y algas marinas. No es extraño que los jóvenes de Torvaldsland suelan hacerse a la mar en busca de fortuna.
Ivar Forkbeard fue hasta el mástil. Aelgifu estaba sentada enfrente, encadenada a él por el cuello. Sus muñecas, en los grilletes de negro hierro del norte, estaban ahora atadas delante de su cuerpo, de manera que pudiese comer por sí misma. Seguía llevando su vestido de terciopelo negro, pero estaba ya arrugado y sucio. Iba descalza.
—Mañana por la noche —le dijo Ivar Forkbeard—, tendré el dinero de tu rescate.
Ella no se dignó a hablarle, pero apartó la mirada. Al igual que las esclavas, la habían alimentado únicamente de gachas de Sa-Tarna frías y de trozos de parsit secos.
Yo estudiaba, el tablero colocado ante mí, dentro de un cofre cuadrado. Estaba construido para jugar en el mar. Las piezas, colocadas sobre cuadros rojos y amarillos, encajaban en diminutas clavijas. El Kaissa de Torvaldsland es harto similar al del sur, si bien algunas piezas difieren. Por ejemplo, no hay un Ubar sino un Jarl, que es la pieza más poderosa. Además, no hay Ubara. La sustituye una figura llamada La Mujer del Jarl. En vez de Tarnsmanes posee dos piezas: Las Hachas. El tablero carece de Iniciados, pero dispone de sus equivalentes, denominados Los Sacerdotes Rúnicos.
No me costó mucho adaptarme al Kaissa de Torvaldsland. Por otra parte, antes de que me familiarizara con él, había perdido las dos primeras partidas contra Forkbeard. Éste me daba consejos y explicaciones, deseoso de que adquiriera soltura en el juego. Al derrotarle en la tercera partida, Forkbeard había dejado entonces de instruirme y ambos, cada uno a su estilo de guerrero, habíamos jugado a Kaissa.
El juego de Forkbeard era mucho más variado y táctico. Hacía un gran uso de tretas y dobles estrategias. Yo jugaba cautelosamente, aprendiendo su técnica. En cuanto creí conocerla mejor, jugué más abiertamente. Yo sabía que reservaba sus astucias para las partidas de mayor importancia, o tal vez para los jugadores de Torvaldsland. Entre ellos, aún más que en el sur, el Kaissa es una pasión. En los largos inviernos, cuando la nieve y la oscuridad cubren la tierra, cuando las serpientes se ocultan en sus nidos, los hombres de Torvaldsland, bajo oscilantes lámparas de esteatita, se entregan al Kaissa. En tales momentos, incluso las esclavas, revolviéndose inquietas, desnudas, en los lechos de sus dueños, con los tobillos encadenados a una argolla cercana, deben esperar.
—Tú juegas —dijo Forkbeard.
—Ya he jugado —repuse—. He arrojado el hacha al Jarl seis.
—¡Ah! —exclamó Forkbeard, riendo. Entonces se sentó y miró de nuevo el tablero. Ya no podía colocar impunemente su Jarl en el Hacha cuatro.
El sol, para Torvaldsland, calentaba fuerte. Forkbeard y yo nos sentábamos a la sombra, bajo una toldilla de pieles de bosko. Las esclavas estaban detrás de nosotros. Ya no llevaban atados los tobillos; ahora, sin embargo, se les había ceñido al cuello una soga del norte, de cuero trenzado, con alma de alambre, de unos diez centímetros de espesor. Por la noche dormían con las manos atadas a la espalda, algunas aovilladas sobre las colgaduras del templo; otras sentadas o de rodillas, con la cabeza baja. Cuatro de las muchachas, aunque amarradas todavía al hatajo, ya no llevaban grilletes. Estaban de hinojos, con paños suaves y ceras, limpiando y sacando brillo —el cual debía de satisfacer a Forkbeard—, a los tesoros del templo de Kassau.
Los hombres de Forkbeard se divertían a su antojo. Algunos dormitaban en medio de los bancos o encima de ellos, otros charlaban en parejas o en grupos. Otros jugaban a Las Piedras, un juego de adivinación. El gigante, que había provocado aquella carnicería en el templo, estaba ahora sentado, casi soñoliento, en un banco de remo, afilando, con movimientos lentos y deliberados, la hoja de su hacha. Había dos que se ocupaban de la pesca del parsit, echando las redes por la borda; y un tercero, junto a la popa, cebaba un anzuelo con hígado de vulo, para atrapar al gruñí de vientre blanco, un gran pez cazador que ronda los bancos de plancton para alimentarse de parsit. Tan sólo dos de los hombres de Forkbeard no descansaban: el timonel y el vigía.
—No tendrías que haber entregado tu Hacha —comentó Forkbeard.
—De no haberlo hecho —dije—, habría perdido el ritmo y la posición. Igualmente, el Hacha se considera menos valiosa en la partida final.
—Tú mueves bien el Hacha —concedió Forkbeard—. Lo que es cierto para muchos hombres, puede no serlo para ti. Quizá debieras conservar las armas con las que eres más diestro.
Pensé en lo que había dicho. Quienes juegan a Kaissa no son títeres, sino hombres con ideas propias, con fuerzas y flaquezas particulares. Recordaba que, muchas veces, avanzado el juego, había lamentado la entrega del Hacha, o su equivalente en el sur, el Tarnsman, cuando, como pensaba razonablemente, me había limitado a jugar de acuerdo con los que se decía eran los principios de la estrategia ortodoxa. Sabía, claro está, que el contexto del juego era una cuestión decisiva en tales consideraciones, pero sólo ahora, jugando contra Forkbeard, sospeché que había otro contexto implicado, el de las tendencias, capacidades y temperamento del propio jugador.
Entonces advertí con inquietud que Forkbeard movía su Jarl hacia Hacha cuatro, ya liberada.
Los hombres de la red levantaron ésta. En ella se retorcían más de seis kilos de parsit, el pez plateado y a rayas pardas. Tiraron la red en la cubierta y, con sus cuchillos, comenzaron a cortar las cabezas y las colas de los pescados.
—Gorm —dijo Forkbeard—, suelta a la primera esclava del hatajo. La perezosa ha descansado demasiado tiempo; haz que venga con un achicador.
Gorm iba desnudo de cintura para arriba y descalzo. Llevaba pantalones de piel de eslín marino y, en el cuello, una cadena de oro con un medallón, sin duda arrebatada, tiempo atrás, a una mujer libre del sur.
Cuando se acercó a las esclavas, éstas retrocedieron, temerosas de él, como toda esclava lo estaría de cualquiera de los hombres de Torvaldsland. Miré los ojos de la primera muchacha del hatajo, que era la rubia y esbelta. Recordaba cuál había sido su decepción al ver a los hombres de Torvaldsland, cuando, cabizbajos, acompañaran a Forkbeard al templo de Kassau. En aquel momento ella, divertida, los había contemplado con desdén. Pero no había regocijo ni desprecio en sus ojos ahora que ella, reculando, miraba a Gorm. Ahora veía a los hombres de Torvaldsland en todo su poderío, en toda su libertad y su fuerza, y ella, una desnuda y encadenada esclava, les temía. Sabía que pertenecía a esas salvajes y vigorosas bestias, y que ella y su belleza estaban a su merced, podían utilizarlas como mejor les placiera. Brutalmente, Gorm desató la soga de su cuello. Después le indicó con un gesto que, arrodillándose, le tendiera las engrilletadas muñecas; ella así lo hizo; el hombre, con una llave de su cinturón, abrió los grilletes que sostenía la joven, los metió en su cinturón, y luego, tras auparla tirando violentamente de su brazo, la arrojó hacia Forkbeard. Ella recorrió tropezando la movible tablazón de la cubierta, y, con el pelo sobre la cara, se paró ante nosotros. Se echó el pelo hacia atrás con la mano derecha, y se irguió. Le pusieron un achicador en las manos. Estos achicadores están construidos con madera, tienen alrededor de un metro veinte de ancho alrededor, y un asa redondeada.