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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción

Los límites de la Fundación (17 page)

BOOK: Los límites de la Fundación
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—¿Qué tiene eso que ver? ¿Gahyah?

—Se deletrea G-A-I-A. Significa «Tierra».

—¿Por qué significaría Tierra, Janov, en vez de cualquier otra cosa? Ese nombre no tiene sentido para mí.

El rostro normalmente inexpresivo de Pelorat se distendió en algo semejante a una mueca.

—No sé si creerá lo que voy a decirle… Si me guío por mi análisis de las leyendas, en la Tierra había varios idiomas distintos, mutuamente ininteligibles.

—¿Qué?

—Si. Al fin y al cabo, nosotros tenemos mil modos de hablar distintos en toda la Galaxia…

—Es cierto que en toda la Galaxia hay variaciones dialécticas, pero no son mutuamente ininteligibles. Y aunque comprender algunas, de ellas sea un poco difícil, todos compartimos el idioma galáctico.

—Desde luego, pero hay constantes viajes interestelares. ¿Y si algún mundo estuviera aislado durante un largo período?

—Pero usted habla de la Tierra. Un solo planeta. ¿Dónde está el aislamiento?

—No olvide que la Tierra es el planeta de origen, donde en una época la humanidad debió ser más primitiva de lo imaginable. Sin viajes interestelares, sin computadoras, sin tecnología de ninguna clase, evolucionando a partir de antepasados no humanos.

—Es tan ridículo…

Pelorat bajó la cabeza con evidente turbación.

—Quizá sea mejor no hablar de ello, querido muchacho. Nunca he conseguido que resultara convincente para nadie. Es culpa mía, estoy seguro.

Trevize se mostró instantáneamente contrito.

—Janov, le pido perdón. He hablado sin pensar. Después de todo, éstos son puntos de vista a los que no estoy acostumbrado. Usted ha estado desarrollando sus teorías durante más de treinta años, mientras que yo es la primera vez que las oigo. Tiene que ser indulgente. Escuche, me imaginaré que la Tierra está habitada por unos seres primitivos que hablan dos lenguas completamente distintas y mutuamente ininteligibles…

—Media docena, tal vez —dijo Pelorat con timidez—. Es posible que la Tierra estuviera dividida en varias áreas de tierra, y es posible que, al principio, no hubiera comunicaciones entre ellas. Los habitantes de cada área de tierra debieron desarrollar una lengua individual.

Trevize aventuró con cautelosa gravedad:

—Y es posible que en cada una de estas áreas de tierra, una vez se tuvo conocimiento de las demás, debatieran la «Cuestión del Origen» y se preguntaran en cuál de ellas los seres humanos habían surgido de otros animales por primera vez.

—Es muy posible, Golan. Sería una actitud muy natural por su parte.

—Y en una de estas lenguas, Gaia significa Tierra. Y la misma palabra «Tierra» se deriva de otra de esas lenguas.

—Sí, sí.

—Y mientras que el idioma galáctico se derivó de la lengua en que «Tierra» significa «Tierra», los habitantes de la Tierra llaman «Gaia» a su planeta porque así se le designaba en otra de sus lenguas.

—¡Exactamente! Es usted muy rápido, Golan.

—Pero a mí me parece que no es necesario hacer un misterio de todo esto. Si Gaia es realmente la Tierra, a pesar de la diferencia de nombres, Gaia, según su argumento anterior, debe tener un periodo de rotación de un Día Galáctico, un período de revolución de un Año Galáctico, y un satélite gigantesco que gira a su alrededor en un mes.

—Si, tendría que ser así.

—Pero, ¿reúne o no reúne estos requisitos?

—No lo sé. La información no consta en las tablas.

—¿En serio? Entonces, Janov, ¿qué le parece si vamos a Gaia y cronometramos sus períodos y observamos su satélite?

—Me gustaría, Golan —titubeó Pelorat—. Lo malo es que su localización tampoco consta en ningún sitio.

—¿Quiere decir que todo lo que tiene es el nombre y nada más, y que ésta es su excelente posibilidad?

—¡Precisamente por este motivo quiero ir a la Biblioteca Galáctica!

—Bueno, espere. Dice que las tablas no dan la situación exacta. ¿Dan algún tipo de información?

—Lo sitúan en el sector de Sayshell… y añaden un interrogante.

—Entonces… Janov, no se desanime. ¡Iremos al sector de Sayshell y nos las arreglaremos para encontrar Gaia!

7. Campesino
23

Stor Gendibal corría a ritmo moderado por el camino rural cercano a la universidad. No era habitual que los miembros de la Segunda Fundación se internaran en el mundo campesino de Trántor. Indudablemente, podían hacerlo, pero cuando lo hacían, no llegaban muy lejos ni estaban demasiado rato.

Gendibal era una excepción y, en tiempos pasados, se había preguntado por qué. Formularse toda clase de preguntas significaba explorar la propia mente, algo que los oradores, en particular, eran alentados a hacer. Sus mentes eran simultáneamente sus armas y sus blancos, y tenían que estar bien entrenados tanto en el ataque como en la defensa.

Gendibal había llegado a la conclusión, muy satisfactoria para él, de que era diferente porque procedía de un planeta más frío y más macizo que la media de los planetas habitados. Cuando le llevaron a Trántor siendo un muchacho (a través de la red tendida secretamente sobre la Galaxia por agentes de la Segunda Fundación en busca de talento), se encontró, por lo tanto, en un campo de gravedad más ligero y un clima deliciosamente suave. Naturalmente disfrutaba más que otros estando al aire libre.

Durante sus primeros años en Trántor adquirió conciencia de su constitución menuda y enclenque, y temió que el asentamiento en la comodidad de un mundo benigno le volviera realmente fofo. Por lo tanto, empezó a realizar una serie de ejercicios físicos que, a pesar de no haber transformado su apariencia, lo mantenían fuerte y ágil. Parte de su régimen eran estos largos paseos, sobre los que murmuraban algunos miembros de la Mesa de Oradores. Gendibal hacía caso omiso de sus habladurías.

Mantenía sus propias costumbres, pese al hecho de pertenecer a una primera generación. Todos los demás miembros de la Mesa pertenecían a una segunda o tercera generación, y tenían padres y abuelos que habían sido integrantes de la Segunda Fundación. Además, eran mayores que él. Así pues, ¿qué podía esperarse más que murmuraciones?

Según una vieja costumbre, todas las mentes de la Mesa de Oradores estaban abiertas (supuestamente en su totalidad, aunque era raro el orador que no mantuviera un rincón de intimidad en alguna parte, a la larga inútilmente, claro) y Gendibal sabía que lo que sentían era envidia. Ellos también lo sabían, del mismo modo que Gendibal sabía que su propia actitud era defensiva, para compensar su ambición.

Y ellos tampoco lo ignoraban.

Además (la mente de Gendibal volvió a las razones de sus paseos por el campo), había pasado su infancia en un mundo completo, extenso y hermoso, con paisajes grandiosos y variados, y en un fértil valle de ese mundo, rodeado por lo que él consideraba la cordillera más bella de la Galaxia, que resultaba increíblemente espectacular en el riguroso invierno de ese mundo. Recordó su antiguo mundo y las glorias de una infancia ya lejana. Soñaba a menudo con ello. ¿Cómo podía resignarse a permanecer confinado en unas pocas docenas de kilómetros cuadrados de arquitectura antigua?

Miró despectivamente a su alrededor mientras corría. Trántor era un mundo benigno y agradable, pero no escarpado y hermoso. A pesar de ser un mundo agrícola, no era un planeta fértil.

Nunca lo había sido. Quizás esto, junto con otros factores, fue la razón de que se convirtiera en el centro administrativo de, primero, una extensa unión de planetas, y después un Imperio Galáctico. No tenía ninguna cualidad especial para ser otra cosa. No era extraordinariamente bueno en ningún sentido.

Tras el Gran Saqueo, lo único que mantuvo a Trántor en pie fue sus enormes reservas de metal. Era una gran mina que abastecía a medio centenar de mundos de acero de aleación, aluminio, titanio, cobre, magnesio… De este modo devolvía lo que había acumulado durante miles de años, y sus existencias se reducían a una velocidad cientos de veces superior a la velocidad original de acumulación.

Aún había enormes reservas de metal, pero estaban bajo tierra y era difícil llegar a ellas. Los campesinos hamenianos (que nunca se llamaban a sí mismos «trantorianos», término que ellos consideraban de mal agüero y, por lo tanto, los miembros de la Segunda Fundación se reservaban para sí) se mostraban reacios a seguir tratando con el metal. Superstición, indudablemente.

Una insensatez por su parte. El metal que permanecía bajo tierra bien podía estar envenenando el suelo y mermando aún más su fertilidad. Y sin embargo, por otro lado, la población estaba muy extendida y vivían de la tierra. Y siempre había alguna venta de metal.

Los ojos de Gendibal recorrieron el llano horizonte. Trántor estaba geológicamente vivo, como casi todos los planetas habitados, pero habían transcurrido cien millones de años, por lo menos, desde que tuvo lugar el último período geológico importante de formación montañosa. Todas las altiplanicies existentes habían sido erosionadas hasta convertirse en colinas suaves. En realidad, muchas de ellas habían sido allanadas durante el gran período de revestimiento metálico de la historia de Trántor.

Al sur, más allá del alcance de la vista, estaba la costa de Capital Bay, y aun más allá, el océano Oriental; ambos se habían vuelto a formar tras la rotura de las cisternas subterráneas.

Hacia el norte estaban las torres de la universidad galáctica, oscureciendo la biblioteca (que era comparativamente más achatada y ancha, y subterránea en su mayor parte), y los restos del Palacio Imperial, todavía más al norte.

A su alrededor había granjas en las cuales se veía algún edificio de vez el cuando. Pasó junto a grupos de vacas, cabras y gallinas, la amplia variedad de animales domésticos que se encontraba en cualquier granja trantoriana. Ninguno de ellos le prestó atención.

Gendibal pensó que en cualquier lugar de la Galaxia, en cualquiera de los muchos mundos habitados, vería esos mismos animales, y que en ninguno de ellos serían exactamente iguales. Recordó las cabras de su hogar y su dócil cabrita particular a la que en otros tiempos había ordeñado. Eran mucho más grandes y resueltas que los pequeños y filosóficos ejemplares traídos a Trántor y criados allí desde el Gran Saqueo. En todos los mundos habitados de la Galaxia había variedades de cada uno de estos animales en número imposible de calcular, y no había hombre alguno en ningún mundo que no jurara por su variedad favorita, ya fuera por su carne, su leche, sus huevos, su lata, o lo que pudiera producir.

Como de costumbre, no había ningún hameniano a la vista. Gendibal tenía el presentimiento de que los campesinos procuraban no dejarse ver por los que ellos llamaban «serios» (una degeneración, quizá deliberada, de la palabra «sabios» en su dialecto). Otra superstición.

Gendibal alzó los ojos hacia el sol de Trántor. Estaba bastante alto, pero su calor no era opresivo. En ese lugar, en esa latitud, el calor nunca agobiaba y el frío nunca helaba. (Gendibal incluso añoraba el frío intenso algunas veces, o eso se imaginaba. Nunca había vuelto a su mundo de origen. Quizá, se confesaba a sí mismo, porque no quería desilusionarse.)

Tuvo la agradable sensación de unos músculos flexibles y ejercitados al máximo, y decidió que ya había corrido bastante. Redujo la velocidad a un paso normal, respirando profundamente.

Ya estaba dispuesto para la próxima reunión de la Mesa y para un último empujón que provocara un cambio de política, una nueva actitud que reconociera el creciente peligro de la Primera Fundación y otros lugares, y que pusiera fin a la fatal confianza en el «perfecto» funcionamiento del Plan. ¿Cuándo comprenderían que la misma perfección era la señal dé peligro más clara?

De haberlo propuesto cualquier otro, habría sido aceptado sin problemas, y él lo sabia. Tal como estaban las cosas, habría problemas, pero lo aceptarían de todos modos, pues el viejo Shandess le respaldaba e indudablemente continuaría haciéndolo.

No desearía figurar en los libros de historia como el único primer orador bajo el cual la Segunda Fundación se había marchitado.

¡Hameniano!

Gendibal se sobresaltó. Fue consciente del lejano zarcillo mental mucho antes de ver a la persona. Era una mente hameniana, de campesino, burda y nada sutil. Gendibal se retiró cautelosamente, dejando una huella tan ligera que resultara imposible de descubrir. La política de la Segunda Fundación era muy firme en este aspecto. Los campesinos eran los inconscientes protectores de la Segunda Fundación. Había que interferir lo menos posible.

Cualquiera que visitara Trántor por negocios o turismo nunca veía nada más que campesinos, y quizás algunos sabios insignificantes que vivían en el pasado. Si los campesinos desaparecían o su inocencia era alterada, los sabios serían más conspicuos y eso tendría resultados catastróficos. (Esta era una de las demostraciones clásicas que los universitarios novatos debían realizar por sí solos. Las tremendas desviaciones exhibidas en el Primer Radiante, cuando las mentes de los campesinos sufrían la más ligera alteración, eran asombrosas.)

Gendibal lo vio. Indudablemente era un campesino, hameniano hasta la médula. Casi parecía una caricatura de lo que debía ser un campesino trantoriano: alto y corpulento, de piel morena, toscamente vestido, con los brazos desnudos, el cabello oscuro, los ojos oscuros, y una torpe manera de andar. Gendibal incluso creyó percibir su olor a establo. (No debía despreciarlos tanto, pensó. A Preem Palver no le había importado desempeñar el papel de campesino cuando fue necesario para sus planes. Vaya un granjero debió de ser; bajo, rollizo y apacible. Fue su mente lo que engañó a la joven Arkady, no su cuerpo.)

El campesino se iba acercando a él, caminando torpemente, mirándolo sin disimulo, cosa que hizo fruncir el ceño a Gendibal. Ningún hameniano, fuera hombre o mujer, lo había mirado jamás de ese modo. Incluso los niños echaban a correr y escudriñaban desde lejos.

Gendibal no aflojó su propio paso. Había espacio suficiente para cruzarse con el otro sin un comentario o una mirada, y eso sería lo mejor. Decidió mantenerse alejado de la mente del campesino.

Gendibal se hizo a un lado, pero el campesino no siguió adelante. Se detuvo, separó las piernas, extendió sus fornidos brazos como para cerrarle el paso y dijo:

—¡Hey! ¿Ser tú serio?

Aunque lo intentó, Gendibal no pudo dejar de percibir la oleada de belicosidad que surgió de aquella mente. Se detuvo. Sería imposible intentar pasar de largo sin conversación, y eso resultaría, en sí mismo, una labor fatigosa. Habituado como estaba a la veloz y sutil interacción de sonido, expresión, pensamiento y mentalidad que se combinaban para formar la comunicación entre los miembros de la Segunda Fundación, era muy fastidioso recurrir únicamente a la combinación de palabras. Era como levantar una piedra con el brazo y el hombro, teniendo una palanca al lado.

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