Los mundos perdidos (27 page)

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Authors: Clark Ashton Smith

BOOK: Los mundos perdidos
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Lo que fuese la cosa, prefiero no imaginármelo... aunque pudiese hacerlo. Era tan informe como una gran sanguijuela, sin cabeza ni cola ni órganos visibles..., una cosa inflada, sucia y correosa, cubierta con esa pelusilla como moho que he mencionado antes. El cuchillo la desgarró como si fuese pergamino podrido, y el horror pareció colapsarse como un globo deshinchado. De él, se escapó un torrente nauseabundo de sangre humana, mezclada con masas oscuras hiladas que podrían haber sido pelo medio disuelto, y trozos flotantes gelatinosos como hueso derretido, y restos de una sustancia blanca coagulada. En el mismo momento, Octave empezó a tambalearse y se cayó cuan largo era sobre el suelo. Revuelto por su caída, el polvo de la momia se levantó en una nube que se retorcía, debajo de la cual él descansó con una quietud mortal.

Venciendo mi asco, y ahogándome a causa del polvo, me incliné sobre él y arranqué el fláccido horror purulento de su cabeza. Salió con una facilidad inesperada, como si estuviese quitando un trapo lacio; pero juro por Dios que preferiría haberlo dejado como estaba. Debajo, ya no era un cráneo humano, porque todo había sido devorado, incluyendo las cejas, y el cerebro medio devorado quedó al descubierto cuando levanté el objeto como una tapadera. Dejé caer la cosa innominable de dedos que habían perdido repentinamente su fuerza, y se dio la vuelta al caer, revelando el lado interior de muchas hileras de ventosas rosadas, colocadas en círculos en torno a un pálido disco que sugería una especie de plexo.

Mis compañeros se habían amontonado en torno a mí; pero, durante un rato apreciable, ninguno habló.

—¿Cuánto tiempo supones que lleva muerto? —fue Halgren quien susurró la terrible pregunta, que todos nos habíamos estado haciendo a nosotros mismos. Aparentemente, nadie se sentía dispuesto, o capaz, de contestarla; y tan sólo éramos capaces de contemplar a Octave en un estado de horrible fascinación intemporal.

Al cabo, hice un esfuerzo para apartar la mirada; y, volviéndola al azar, me fijé en los restos de la momia encadenada y noté, por primera vez, con un horror mecánico e irreal, el estado, devorado a medias, de la cabeza encogida. De esto, mi vista se volvió a la puerta recientemente abierta a un lado, sin darme cuenta, por un momento, de qué era lo que había llamado mi atención. Entonces, sorprendido, contemplé bajo el rayo de mi linterna, lejos de la puerta, como en una sima exterior, un movimiento de sombras que se arrastraban bullicioso, multitudinario, vermiforme. Parecían hervir en la oscuridad; y entonces, sobre el ancho umbral de la puerta, se vertió la vermiforme vanguardia de un incontable ejército: cosas que eran parientes de la monstruosa y diabólica sanguijuela que había arrancado de la cabeza devorada de Octave. Algunas eran delgadas y lisas, como discos de tela o cuero que se doblasen y se retorciesen, y otras eran más o menos hinchadas, y se arrastraban con un lento hartazgo. Qué habían encontrado para alimentarse en aquella medianoche sellada, no lo sé; y rezo para no saberlo nunca.

Salté apartándome de éstas, electrificado por el terror, enfermo de asco, y el negro ejército se acercaba incesantemente, pulgada a pulgada, con una velocidad de pesadilla, desde aquel abismo abierto, como el nauseabundo vómito de un Infierno harto de horrores. Mientras se vertían hacia nosotros, ocultando de la vista el cuerpo de Octave bajo una ola temblorosa, vi un resto de vida en la cosa, aparentemente muerta, que había tirado, y vi el horrible esfuerzo que hacía para curarse y unirse a las demás.

Pero ni yo ni mis compañeros podíamos soportar seguir mirando más tiempo. Nos dimos la vuelta y echamos a correr entre las filas de grandes urnas, con la masa de sanguijuelas demoníacas arrastrándose cerca de nosotros, y nos dividimos, presas de un pánico ciego, cuando llegamos a la primera división de las criptas. Sin hacer caso los unos de los otros, ni de ninguna otra cosa que no fuese la urgencia de nuestra fuga, nos adentramos al azar en los pasajes que se ramificaban.

Detrás de mí, escuché cómo alguien tropezaba y caía, con una maldición que aumentó hasta un loco aullido; pero sabía que, si me paraba y retrocedía, sólo serviría para atraer sobre mí la misma maligna condena que había alcanzado al último de nuestro grupo.

Agarrando aún mi linterna eléctrica y mi navaja abierta, corrí a lo largo de un pasaje menor, el cual, creía recordar, más o menos directamente, daba a la gran cripta exterior con el suelo pintado. Allí me encontré solo. Los otros habían seguido las catacumbas principales; y podía escuchar a o lejos un apagado Babel de locos gritos, como si varios de entre ellos hubiesen sido atrapados por sus perseguidores.

Parecía que debía haber estado equivocado respecto a la dirección del pasaje; porque se daba la vuelta y giraba de una manera que no me resultaba familiar, con muchas intersecciones, y al punto me encontré desorientado en medio del negro laberinto, donde el polvo había descansado inalterado por pies vivientes durante incontables generaciones. El laberinto cinerario había quedado de nuevo en silencio; y escuché mis propios frenéticos jadeos, elevados y estentóreos como los de un titán en medio de un silencio de muerte.

Repentinamente, mientras continuaba, mi linterna iluminó una figura humana dirigiéndose hacia mí en la oscuridad. Antes de que pudiese dominar mi sorpresa, la figura había pasado junto a mí y se había alejado con grandes zancadas mecánicas, como si regresase a las criptas interiores. Creo que era Harper, ya que la estatura y la constitución correspondían; pero no estoy completamente seguro, porque los ojos y la parte de la cabeza estaban ocultos por la oscura e inflada capucha; y los pálidos labios estaban encajados como en el silencio de una tortura tetánica... o de la muerte. Quienquiera que fuese, había dejado caer su linterna; y estaba corriendo a ciegas, bajo el impulso de aquel vampirismo ultraterreno, buscando la auténtica fuente de aquel horror desencadenado. Sabía que él estaba más allá de la ayuda humana; y ni siquiera imaginé intentar detenerle.

Temblando violentamente, reemprendí mi huida, y fui adelantado por dos más de nuestro grupo, andando con paso majestuoso con aquella rapidez y seguridad mecánicas, encapuchados con aquellas satánicas sanguijuelas. Los otros debieron regresar por los pasajes principales; porque no me encontré con ellos y nunca más volvería a verlos.

El resto de mi huida es una confusión de terror infernal. Una vez más, después de creer que me encontraba cerca de la cripta exterior, me encontré perdido, y escapé durante una eternidad de filas de urnas monstruosas, por criptas que debían extenderse por una distancia desconocida más allá de nuestras exploraciones. Parecía que había estado allí durante años; y mis pulmones estaban ahogándose con aquel aire muerto durante evos, y mis piernas estaban preparadas para deshacerse debajo de mí, cuando vi, en la distancia, un punto de bendita luz del día. Corrí hacia éste, con todos los horrores de la extraña oscuridad agrupándose detrás mío, y sombras malditas moviéndose ante mí, y vi que la cripta terminaba en una entrada baja, en ruinas, con escombros esparcidos sobre los que caía un débil arco de luz.

Era una entrada distinta a aquella por la que habíamos penetrado en este letal mundo subterráneo. Me encontraba a unos doce pies de la entrada cuando, sin emitir sonido u otro aviso, algo cayó sobre mi cabeza desde el techo, cegándome inmediatamente y cerrándose en torno a mí como una red tensa. Sentí en mi frente y en mi cuero cabelludo, al mismo tiempo, un millón de dolores como de agujas..., una múltiple y siempre creciente agonía que parecía atravesar el mismo hueso y converger desde todos lados al interior de mi cerebro.

El terror y el sufrimiento de aquel momento fueron peores que nada que puedan contener los Infiernos de la locura y el delirio mundanos. Sentí la zarpa repugnante, vampírica, de una muerte atroz... y de algo más que la muerte. Creo que dejé caer la linterna; pero los dedos de mi mano derecha aún conservaban la navaja abierta. Instintivamente, ya que apenas era capaz de movimientos voluntarios, levanté el cuchillo y lo blandí ciegamente, una y otra vez, muchas veces, en la cosa que había sujetado sus mortíferos pliegues en torno mío. La hoja debió atravesar la monstruosidad colgante para desgarrar mi propia carne en una docena de sitios; pero no sentí el dolor de aquellas heridas en el tormento, de un millón de latidos, que me poseía.

Por fin, vi la luz y observé que una cinta negra, aflojada de encima de mis ojos y goteando con mi propia sangre, estaba colgando sobre mis mejillas. Se retorcía un poco, incluso mientras colgaba, y desgarré los otros restos de la cosa, jirón tras purulento jirón, de mi frente y mi cabeza. Entonces, me tambaleé hacia la entrada; y la pálida luz se convirtió en una llama bailarina, lejana y alejándose mientras daba un traspié y salía de la caverna..., una llama que escapó como la última estrella de la Creación sobre el caos, abierto y deslizante, sobre el que descendió...

Se me ha informado de que mi inconsciencia fue de breve duración. Recuperé el sentido, con las caras crípticas de los dos guías marcianos inclinadas sobre mí. Mi cabeza estaba llena de dolores lacerantes, y terrores recordados a medias se cerraban sobre mi mente como las sombras de arpías que se reúnen. Me revolví y miré a la boca de la caverna, desde la cual los marcianos, después de encontrarme, me habían arrastrado durante alguna distancia pequeña. La boca estaba debajo del ángulo de la terraza de uno de los edificios exteriores, y a la vista de nuestro campamento.

Miré la negra apertura con una terrible fascinación, y noté un movimiento vago entre las sombras..., el retorcido y vermiforme movimiento de algo que avanzaba en la oscuridad pero que no emergía a la luz. Sin duda, no podían soportar la luz, estas criaturas de la noche subterránea y de la corrupción sellada durante ciclos.

Fue entonces cuando el horror definitivo, el nacimiento de la locura, llegó a mí. En medio de mi escalofriante asco, mi deseo de huir provocado por la náusea de escapar de aquella bulliciosa boca de la cueva, se despertó un impulso odiosamente conflictivo de regresar; de recorrer mi camino de regreso por todas las catacumbas como los demás habían hecho; de descender donde ningún hombre excepto ellos, los inconcebiblemente condenados y malditos, había ido; de buscar, bajo aquella maldita compulsión, un mundo subterráneo que el pensamiento humano no puede concebir. Había una luz negra, una llamada insonora, en las profundidades de mi cerebro; la llamada implantada por la Cosa, como un veneno penetrante y mágico. Me atraía a la puerta subterránea que fue tapiada por la gente agonizante de Yoh-Vombis, para encerrar esas infernales e inmortales sanguijuelas que unen su propia vida abominable a los cerebros medio devorados de los muertos. Me llamaba a las profundidades remotas, en donde habitan aquellos apestosos, nigrománticos, de quienes las sanguijuelas, con todo su poder vampírico y diabólico, no son sino los menores sirvientes...

Fueron sólo los dos aihais los que me impidieron regresar. Me revolví, luché locamente contra ellos mientras me sujetaban con sus brazos esponjosos; pero debía estar bastante agotado a causa de todas las aventuras sobrehumanas de aquel día; y volví a desplomarme, al cabo de un rato, en una nada insondable, saliendo de la cual floté a largos intervalos, para darme cuenta de que estaba siendo acarreado a través del desierto en dirección a Ignarh.

Bien, ésta ha sido mi historia. He intentado contarla por completo y coherentemente a un precio que resultaría inconcebible para alguien cuerdo... Contarla antes de que la locura descienda de nuevo sobre mí, como lo hará muy pronto..., como lo está haciendo ahora... Sí, os he contado mi historia... y vosotros la habéis escrito toda, ¿no? Ahora debo regresar a Yoh-Vombis, regresar por el desierto y bajar por las catacumbas a las criptas más amplias que están debajo. Hay algo en mi cerebro que me lo ordena y que me guiará..., os lo digo, debo ir...

Posdata

Como interno en el hospital terrícola de Ignarh, tuve a mi cargo el caso singular de Rodney Severn, el único miembro superviviente de la expedición Octave a Yoh-Vombis, y tomé nota de la narración anterior siguiendo su dictado. Severn había sido transportado al hospital por los guías marcianos de expedición. Sufría de unas condiciones de horrible desgarro e inflamación en frente y cuero cabelludo, así como de un delirio extremo durante parte del tiempo, y tenía que ser atado a la cama durante los recurrentes ataques de una locura frenética que resultaba doblemente inexplicable a la vista de su extrema debilidad.

Los desgarros, como se habrá desprendido de la narración, eran principalmente autoinfligidos. Estaban mezclados con numerosas heridas pequeñas redondas, fáciles de distinguir de los desgarramientos del cuchillo, y situadas en círculos regulares. A través de éstas, un veneno desconocido había sido inyectado en el cuero cabelludo de Severn. La causa de estas heridas es difícil de explicar; a no ser que uno considere que la narración de Severn es cierta, y no se trata de una simple invención de su enfermedad.

Hablando en nombre propio, a la luz de lo que más tarde ocurrió, considero que no tengo otra salida que creerlo. Hay cosas extrañas en el planeta rojo; y tan sólo puedo secundar el deseo que fue expresado por el arqueólogo condenado en relación a futuras exploraciones.

La noche siguiente a que hubiese terminado de contarme su historia, mientras otro doctor que no era yo mismo estaba de guardia, Severn consiguió escaparse del hospital, sin duda durante uno de los extraños ataques que he mencionado; una cosa de lo más sorprendente, porque parecía más débil que nunca, después del largo esfuerzo de su terrible narración, y su fallecimiento se esperaba de hora en hora.

Aún más sorprendente, sus pisadas desnudas fueron encontradas en el desierto, dirigiéndose a Yoh-Vombis; hasta que desaparecieron en el curso de una leve tormenta de arena; pero ningún resto del propio Severn ha sido descubierto todavía.

SEÑOR DEL ASTEROIDE

La conquista por el hombre de las simas interplanetarias ha estado fraguada con muchas tragedias. Nave tras nave, como luciérnagas aventureras, han desaparecido en el infinito... y no han regresado.

Inevitablemente, la mayoría de los exploradores desaparecidos no han dejado ningún informe de su destino. Las naves han llameado como meteoros desconocidos a través de las atmósferas de los planetas exteriores, cayendo como informes pavesas de metal sobre terrenos nunca visitados; o se han convertido en los satélites, muertos, congelados, de otros mundos y de otras lunas. Unas pocas, quizá, entre las naves que no volvieron, consiguieron aterrizar en algún lugar, y sus tripulaciones perecieron inmediatamente, o sobrevivieron durante un breve tiempo en medio del entorno inconcebiblemente hostil de un cosmos que no ha sido diseñado para los hombres.

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