Read Los mundos perdidos Online
Authors: Clark Ashton Smith
Quizá el rasgo más singular de la visión fuese la completa ausencia de disminuciones. Aunque Balcoth parecía contemplarlo desde un punto fijo e inmóvil, el paisaje y el friso que lo interseccionaba se presentaban ante él sin disminuciones, manteniendo una completa frontalidad y claridad hasta una distancia que podría haber sido de muchas millas.
Continuando por la perspectiva de la izquierda, se vio a sí mismo entrando en el apartamento de Manners, y entonces encontró su imagen de pie en el ascensor que le había transportado al noveno piso del edificio, de cien pisos, en el que vivía Manners. Entonces, el friso parecía tener como fondo una calle abierta, con una multitud confusa y siempre cambiante, de otras caras y formas, de vehículos y de trozos de edificios, todo ello revuelto junto como en un antiguo cuadro del movimiento futurista. Algunos de estos detalles eran plenos y claros, y otros estaban borrosos y fragmentados de una manera críptica, así que apenas resultaban reconocibles. Todo, sin importar cuál fuese su situación espacial y temporal, estaba modificado en el arroyo congelado de este patrón temporal.
Balcoth se alejó tres manzanas del hotel de Manners, hasta su propio estudio, viendo todos sus movimientos pasados, cualquiera que fuese su dirección en el espacio tridimensional, como una línea recta en la dimensión espacio-tiempo. Por fin, se encontraba en su estudio; y allí, el friso de su propia figura se desvanecía en una extraña perspectiva de espacio convertido en tiempo, entre otros frisos de sus verdaderas esculturas. Se contempló a sí mismo, dando los últimos toques con el escoplo a la estatua simbólica al final de la tarde, con un brillo de rojiza luz solar cayendo a través de una ventana invisible y sonrojando el pálido mármol. Más allá, había un desvanecimiento inverso del brillo, un ensanchamiento y emborronamiento de las facciones medio talladas de la imagen, una forma femenina a la que le había dado el título de trabajo de Olvido. Al cabo, entre estatuas medio invisibles, la perspectiva de la izquierda se volvía confusa, y se derretía lentamente en una niebla amorfa. Había visto su propia vida como una corriente continua congelada, extendiéndose por unas cinco horas en el pasado.
Alcanzando por el lado de la derecha, vio la perspectiva del futuro. Aquí había una continuación de su figura sentada bajo la influencia de la droga, frente al bajorrelieve continuado del doctor Manners y el armario repetido y los paneles de la pared. Después de un intervalo considerable, se contempló a sí mismo en el acto de levantarse del sillón. Levantado de pie, le pareció estar hablando un rato, como en una antigua película muda, al doctor, que le escuchaba. Después de lo cual, estaba estrechándole la mano a Manners, estaba abandonando el apartamento, estaba descendiendo por el ascensor y siguiendo la ancha calle iluminada hacia el club Belvedere, donde tenía una cita con Claud Wishhaven.
El club estaba sólo a tres manzanas, en otra calle; y la ruta más corta, después de la primera manzana, era por un estrecho callejón entre un bloque de oficinas y un almacén. Balcoth tenía la intención de tomar este callejón, y, en su visión, vio el bajorrelieve de su figura futura andando por el pavimento con un fondo de portales desiertos y oscuras paredes que se alzaban ante su vista frente a las estrellas apagadas.
Le parecía estar solo: no había otros transeúntes..., sólo los silenciosos y brillantes, infinitamente repetidos, ángulos de paredes iluminadas por farolas y ventanas que acompañaban su figura repetida. Se vio a sí mismo siguiendo el callejón, como una corriente que se adentra en un profundo cañón; y allí, a medio camino, la visión llegó a un abrupto final, inexplicable, sin el emborronamiento gradual en una niebla informe que había señalado su visión retrospectiva del pasado.
El friso escultural, con su base arquitectónica, parecía terminar repentinamente, con una interrupción clara y tajante, en una sima de tinieblas inmensurables y de olvido. La última ondulante repetición de él mismo, el vago portal detrás de él, el brillante pavimento del callejón, todos estaban como cortados de repente con una espada de oscuridad que cayese, dejando una línea de ruptura vertical más allá de la cual... no había nada.
Balcoth tenía una sensación de completo distanciamiento de sí mismo, un apartamiento de las corrientes del tiempo, de las orillas del espacio, adentrándose en una dimensión abstracta. La experiencia, en su pleno efecto, debió durar tan sólo un instante... o una eternidad. Sin asombro, sin curiosidad o reflexiones, como un ojo de cuatro dimensiones, contempló imparcialmente las desiguales muestras de su propio pasado y de su futuro.
Después de ese intervalo intemporal de completa percepción, comenzó un proceso inverso de cambio. Él, el ojo que todo lo veía, apartado en un espacio superior; fue consciente de un movimiento, como si fuese atraído por una sutil hebra de magnetismo al calabozo del tiempo y del espacio, el cual había abandonado momentáneamente. Le parecía estar siguiendo el friso de su cuerpo sentado hacia la derecha, con un tenue ritmo o pulsación en sus movimientos que se correspondía con la fusión de las duplicaciones de su figura. Con una curiosa claridad, se dio cuenta de que la unidad por la cual estas duplicaciones estaban siendo determinadas, eran los latidos de su propio corazón.
Ahora, con una velocidad en aceleración, la visión de formas y espacio petrificados estaba volviéndose a disolver en una rápida espiral de colores multitudinarios, por entre los cuales era atraído hacia arriba. De repente, recuperó el sentido, encontrándose sentado en su sillón neumático, con el doctor Manners enfrente. El cuarto parecía oscilar un poco, como si permaneciese un pequeño rastro de la extraña transformación; y redes de arco iris le flotaban en la esquina de los ojos. Aparte de esto, el efecto de la droga había desaparecido por completo, dejando, sin embargo, un recuerdo singularmente claro y vívido de la casi inefable experiencia.
El doctor Manners comenzó a interrogarle al instante, y Balcoth describió sus experiencias visionarias, con tanto detalle y de la manera más gráfica que pudo.
—Hay algo que no entiendo —dijo Manners al final con expresión confundida—. De acuerdo con tu narración, debes haberte adentrado cinco o seis horas en el pasado, recorriendo una especie de línea espacial recta, por una especie de paisaje continuo; pero el paisaje del futuro terminaba abruptamente, después de que lo hubieses seguido durante tres cuartos de hora, o menos. Nunca he tenido noticia de que la droga actúe de una manera tan desigual: las experiencias del pasado y del futuro siempre han sido de una extensión similar para los otros que han utilizado el plutónium.
—Bien —comentó Balcoth—; la auténtica maravilla es que pudiese ver el futuro en absoluto. En cierto modo, soy capaz de comprender la visión del pasado. Estaba claramente compuesta de memorias físicas..., de todos mis movimientos recientes: el fondo se componía de las impresiones que mis nervios ópticos habían estado recibiendo durante este tiempo; pero ¿cómo podía contemplar algo que aún no había sucedido?
—Hay un misterio, por supuesto —asintió Manners—. Sólo se me ocurre una explicación que sea inteligible a nuestras mentes limitadas. Esto es, que todos los sucesos que forman parte de la corriente del tiempo ya han sucedido, o están sucediendo, y continuarán sucediendo para siempre. En nuestro estado ordinario de conciencia, notamos con los sentidos físicos solamente el momento que llamamos presente. Bajo la influencia del plutónium, somos capaces de extender la cognición del presente en ambas direcciones, y contemplar simultáneamente una cierta parte de lo que normalmente queda más allá de la percepción. Así apareció la visión de ti mismo como un cuerpo continuo e inmóvil, extendiéndote por la perspectiva temporal.
Balcoth, que había estado de pie, aprovecho la ocasión para despedirse.
—Tengo que marcharme —dijo—, o llegaré tarde a mi cita.
—No te entretendré más —dijo Manners. Pareció vacilar, y entonces añadió:
—Me encuentro todavía confuso para explicar el abrupto fin e interrupción de tu perspectiva de futuro. El callejón en el que parecía terminar era Falman Alley, que supongo que es tu camino más corto al club Belvedere. Si fuese tú, Balcoth, tomaría otra ruta, aunque tardase unos pocos minutos más.
—Todo eso tiene un sonido bastante siniestro —se rió Balcoth—. ¿Piensas que podría sucederme algo en Falman Alley?
—Espero que no..., pero no puedo garantizar que no suceda —el tono de Manners era seco y severo—; más te vale hacer lo que te sugiero.
Balcoth notó el contacto de una sombra momentánea mientras abandonaba el hotel..., una premonición breve y ligera como el paso de un ave de la noche con alas que no hacen ruido. ¿Qué podría significar... esa sima de infinita negrura en la que el extraño friso de su futuro parecía sumergirse, como una catarata congelada? ¿Habría algún tipo de amenaza que le esperaba en un lugar particular, en un momento concreto?
Tuvo una extraña sensación de repetir, de hacer algo que ya había hecho antes, mientras seguía la calle.
Al entrar a Falman Alley, sacó su reloj. Andando rápidamente y siguiendo el callejón, alcanzaría el club Belvedere puntualmente. Pero, si daba un rodeo en torno a la manzana siguiente, llegaría un poco tarde. Balcoth sabía que su posible mecenas era prácticamente un fanático a la hora de exigir puntualidad, tanto en sí mismo como en los demás, así que tomó el callejón.
El lugar parecía estar completamente desierto, como en su visión. A mitad de camino, Balcoth se acercó a la puerta, parcialmente visible: una entrada trasera al enorme almacén, que había representado el final de su perspectiva temporal. La puerta constituyó su última impresión visual, porque algo descendió sobre su cabeza en aquel momento, y su consciencia fue borrada por la noche inminente que había previsto. Había sido golpeado, de una manera muy discreta y eficiente, con un saco de arena por un criminal del siglo veintiuno. El golpe fue mortal; y el tiempo, en lo que a Balcoth concierne, se había acabado.
La vieja casa de los Larcom era una mansión de tamaño y dignidad considerables, situada entre robles y cipreses, en la colina detrás del barrio chino de Auburn, en lo que una vez fue el barrio aristocrático del pueblo. En el momento en el que escribo, había estado deshabitada durante varios años y estaba comenzando a dar las señales de soledad y mal estado que las casas sin inquilinos pronto empiezan a mostrar.
La casa tenía una historia trágica y se creía que tenía fantasmas. Yo nunca había conseguido informes de primera mano, o precisos, respecto a las manifestaciones espectrales que estaban asociadas con ella. El primer propietario, el juez Peter Larcom, había sido asesinado debajo del techo trasero en la década de los setenta por un cocinero chino loco; una de sus hijas se había vuelto loca; y otros dos de los miembros de su familia habían muerto accidentalmente. Ninguno de ellos había prosperado; su leyenda era una de penas y de desastres.
Algunos de los ocupantes posteriores, quienes habían comprado la casa del hijo superviviente de Peter Larcom, se habían marchado bajo circunstancias de inexplicable premura al cabo de unos meses, mudándose de una manera permanente a San Francisco. No regresaron, ni siquiera para la más breve de las visitas; y, más allá de pagar los impuestos, no prestaron atención alguna a la casa. Todo el mundo había llegado a pensar en ella como en una especie de ruina histórica, cuando llegó la noticia de que había sido vendida a Jean Averaud, de Nueva Orleans. Mi primer encuentro con el señor Averaud resultó extrañamente significativo al revelarme, como no lo hubieran hecho necesariamente años de trato, las peculiares inclinaciones de su mente. Por supuesto, ya estaba al corriente de algunos extraños rumores que corrían en torno a él; su personalidad era demasiado carismática; su llegada, demasiado misteriosa, para escapar a las usuales elucubraciones y cotilleos de los pueblos.
Me habían dicho que era muy rico, que era un solitario del tipo más extravagante, que había hecho ciertos cambios muy raros en la estructura interna de la vieja casa; y, por último, aunque sin ser lo menos importante, que vivía con una hermosa mulata que nunca hablaba con nadie y de quien se creía era, además de su amante, su ama de llaves. El hombre, en concreto, me había sido descrito por algunos como un lunático raro pero inofensivo, y por otros como un verdadero Mefistófeles.
Le había visto varias veces antes de nuestro encuentro inicial. Era un criollo delgado, de aspecto melancólico, con las marcas de su raza en sus mejillas huecas y en sus ojos febriles. Me impresionó su aspecto de inteligencia, y la ardiente manera que tenía de fijar la mirada de un hombre que está dominado por una única idea que excluye todo lo demás. Algún alquimista medieval que se creyese a punto de alcanzar su objetivo después de muchos años de búsqueda incansable, podría haber tenido el aspecto que él tenía.
Un día, me encontraba en la biblioteca de Auburn cuando Averaud entró. Había cogido un periódico de una de las mesas, y estaba leyendo los detalles de algún crimen atroz..., el asesinato de una mujer junto a sus dos hijos pequeños por el padre y marido, quien había encerrado a sus víctimas en un armario ropero, después de empapar las prendas con gasolina. Había dejado el cordón del delantal de la mujer saliendo de la puerta cerrada y lo había prendido como si fuese una especie de mecha.
Averaud se detuvo ante la mesa en que yo estaba leyendo. Levanté la vista y le vi leyendo los titulares del periódico que yo sostenía. Un momento más tarde, regresó, se sentó junto a mí y me dijo en voz baja:
—Lo que interesa en un crimen de esta clase es la sugerencia de una fuerza sobrehumana actuando detrás. ¿Podría algún hombre, por iniciativa propia, haber planeado y ejecutado algo tan demoníaco?
—No lo sé —repliqué, algo sorprendido ante la pregunta y por quién me la hacía—. Hay profundidades terroríficas en la naturaleza humana..., más terribles que las de la jungla.
—Estoy de acuerdo. Pero ¿cómo semejantes impulsos, desconocidos para los más brutales ancestros del hombre, pueden haberse implantado en su naturaleza, a no ser a través de una agencia ulterior?
—¿Cree usted, entonces, en la existencia de una fuerza o entidad del mal..., en un Satán o en un Ahrimán?
—Creo en el mal. ¿Cómo podría ser de otra manera, cuando veo sus manifestaciones por todas partes? Lo considero un poder que lo controla todo; pero no creo que sea un poder personal, en el sentido que nosotros entendemos la personalidad. ¿Un Satanás? No. Lo que yo imagino es una especie de vibración oscura, la radiación de un sol negro, un centro de épocas malignas..., una radiación que puede penetrar como cualquier otro rayo... y quizá más profundamente. Pero, probablemente, no me estoy explicando en absoluto.