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Authors: Jorge Molist

Los muros de Jericó (41 page)

BOOK: Los muros de Jericó
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» No me había comprometido aún contigo, pero estaba tomando mi decisión, y esa decisión debía incluir terminar definitivamente con Kevin. Ambos me estabais pretendiendo. Y no sé qué pasó exactamente. Quizá decidí revisar cuáles eran mis sentimientos respecto a Kevin antes de contestarte. Ahora ya sé lo que siento por ambos.

—¿Quiere decir eso que me garantizas la exclusiva?

—Sí. Si aún la quieres.

—Un margarita para la señorita. —Ricardo interrumpió sir viendo él personalmente las bebidas. Sin preguntarle le traía un nuevo brandy a Jaime—. Espero que se diviertan. Por cierto, una tal Marta, que dice ser antigua amiga tuya, ha estado preguntando por ti, Jaime.

Oportuno Ricardo. Le recordaba la noche pasada con Marta insinuando que Karen y él estaban en paz. Maldito entrometido pensó.

—¡Ah! ¿Quién es Marta? —preguntó ahora Karen, frunciendo el ceño pero con una sonrisa aliviada por el cambio de rumbo de la conversación.

—Pues es una morena muy guapa que pregunta a veces por este caballero —contestó Ricardo con una gran sonrisa. El hijoputa se estaba divirtiendo, pensó Jaime—. Bueno, los dejo, parece que tienen de qué hablar. —Vio la expresión adusta de su amigo y le guiñó un ojo. Cogió la bandeja y se fue.

—¿Quién es Marta?

—Una chica que conocí hace tiempo —mintió él—. Pero dime, Karen, toda esa historia de nuestro amor eterno, de nuestro amor de hace casi ochocientos años, ¿cómo te atreves a jugar con ello? ¿Cómo me dices que no sabes lo que pasó con Kevin? Me dices que te cortejaba y que tú le diste lo que te pedía. Así, tan fácil. ¡Por favor, Karen! ¿Cómo puedes ser tan superficial? Creía que considerabas lo nuestro único, casi sagrado. Que me descubriste en tus sueños del pasado, que me buscaste para continuar aquel gran amor hasta encontrarme. ¡Tu antiguo gran amor! ¿Cómo es posible? Lo encuentras y de inmediato le pones los cuernos.

—Te equivocas, Jaime —Karen contestó con firmeza—. No te puse los cuernos porque no tenía ningún compromiso contigo. Era una mujer libre y con dos ofertas. El asunto era muy importante. Lo pensé y luego tomé una decisión. No te he engañado en ningún momento. Si me quieres, tómame. Si no, dímelo y lo dejamos. Pero si me tomas ha de ser sin reproches y sin cuentas pendientes.

—Pero lo nuestro se supone que era distinto. Único. Exclusivo. Yo te he visto en mis recuerdos. Y te amaba con locura. Y ese amor se ha mantenido, ha crecido en el tiempo. ¿Cómo puedes comparar lo nuestro con tu asunto con Kevin?

—Tienes razón en lo extraordinario de lo que nos está ocurriendo, Jim, pero te equivocas en lo de único y exclusivo.

—¿A qué te refieres?

—A que sí te puedo comparar con Kevin.

—¿Cómo?

—Porque a él también lo amé antes.

—¿Qué?

—No te puedo contar más, Jim. Debes terminar tu ciclo de recuerdos de aquella vida. Solamente créeme. No ha sido una decisión inmediata para mí. Tampoco tan fácil. Tenía que rechazar parte de mi vida antigua y tomar otra.

Jaime se quedó silencioso. Intentaba asimilar todo aquello. No sabía qué decir.

—Lo ocurrido con Kevin fue un tipo de despedida —continuó Karen—. Tú pareces tomarlo como una gran ofensa personal. Y te equivocas. No tienes derecho a censurarme. Se lo debía a Kevin.

Karen calló. Jaime se dio cuenta por unos momentos del entorno que lo rodeaba y de que durante la conversación el resto del mundo había desaparecido de su conciencia. La música sonaba ahora a ritmo caribeño, y el local se había llenado con mucha más gente. Y Karen estaba allí, delante de él. Hermosa como nunca y provocativa con su jersey de pico, que no escatimaba la vista de la parte superior de sus pechos. Y sus piernas largas y bellas se mostraban generosas hasta donde su corta falda había retrocedido al sentarse. Él amaba a aquella mujer. Y tenía mil motivos. Su personalidad, su sonrisa, la forma en que se expresaba, cómo se movía…

¿Qué podía reprocharle? Quizá algo o quizá nada. Lo que era seguro es que los reproches no le llevarían a nada positivo. Debía olvidar lo de Kevin lo antes posible y alegrarse de que fuera él el que ganaba y Kevin el que perdía.

Karen continuaba callada y lo observaba con ese brillo especial en sus ojos. Ante el silencio de Jaime, ella empezó a hablar de nuevo.

—Se lo debía al pobre Kevin. Y tú estropeaste la noche, Jim. Lo siento. Eso quiere decir que me va a quedar una deuda pendiente de pago con él.

—¿Qué?

Karen estalló en una carcajada y continuó riéndose al verle la cara.

—Es broma. ¡Tonto! —le dijo a Jaime entre risas.

Jaime sintió un repentino alivio; pero no pudo reírse. Ni siquiera sonreír.

VIERNES
82

Se levantó y fue a la cocina a por un vaso de agua. La noche anterior propuso a Karen vivir juntos hasta que pasara el peligro. Karen aceptó. Casi nadie sabía que él estaba con los cátaros, y consideraban su apartamento bastante seguro.

Jaime llamaría hoy a Laura, su secretaria, para explicar que un familiar cercano había tenido un accidente y él tuvo que regresar de improviso. Que le dijera a White que el familiar era residente de otro estado y no iría a la oficina hasta el lunes. No; no estaría localizable.

Confiaba en que para el lunes estarían preparados para denunciar a los Guardianes ante David Davis.

Al regresar a la habitación se quedó mirando a Karen. Dormía sobre su lado izquierdo y estaba medio cubierta por la sábana. Su pelo desparramado sobre la almohada y su blanca piel resaltaban sobre las sábanas de color azul. Estaba bellísima. Jaime pensó que había sido enteramente suya durante la noche. Aún era suya. Le costaba creer que poseía a aquella mujer. Y esa sensación de propiedad le llenaba de una satisfacción como nunca antes sintió. Había ganado y tenía a Karen. De momento. Pero ¿hasta cuándo? Esa pregunta le torturaba. ¿Cuánto tiempo podría retenerla? Estaba seguro de que Kevin no aceptaba su fracaso e intentaría conseguirla de nuevo. ¿Continuaría Karen amándolo cuando ya no fuera necesario para los planes de su secta?

Jaime se acostó abrazando a Karen por detrás, con su pecho contra la espalda de ella y las piernas siguiendo las de su compañera en posición paralela, quedando los cuerpos ajustados.

Olvidó sus pensamientos, concentrándose en el placer del abrazo. Notaba la respiración tranquila de la que en este momento era su mujer y se sintió lleno de paz.

Al rato se levantó, fue a preparar el desayuno y al volver al dormitorio la besó para despertarla. Primero en la mejilla, luego en el cuello y en la boca. Karen abrió los ojos y sonriendo los volvió a cerrar. Al insistir Jaime, ella empezó a desperezarse.

—Buenos días, cariño —dijo ella.

Karen se medio vistió con el jersey de pico y sus braguitas de la noche anterior y se sentaron a desayunar.

—¿Qué tal has dormido?

—Muy bien. ¿Qué tal tú?

—Me he despertado pronto; he tenido un sueño inquieto.

—¿Cómo es eso? ¿No estabas bien conmigo?

—Claro que estoy bien contigo. Demasiado. Te amo con desesperación y el pensamiento de perderte, de que vuelvas con Kevin, no me deja en paz.

—¡Oh, Jaime! Gracias. ¡Qué halagador!

—No lo digo para halagarte. Simplemente es así.

—Bien. Estás intranquilo porque crees que mañana te puedo traicionar con Kevin u otro. ¿Es eso?

—Pues… sí.

—Tengo una solución para eso. Cásate conmigo. Ahora.

—¿Cómo que ahora?

—Sí. Para los cátaros el matrimonio no es un sacramento y ningún sacerdote tiene nada que decir o hacer sobre lo que tú y yo libremente acordemos.

—¿Así que podríamos casarnos aquí y ahora?

—Sí. Hagámoslo. Te propongo que sea por un límite de tiempo corto antes de comprometernos definitivamente. ¿Qué te parecen tres meses?

—¿Cómo que tres meses? ¿Por qué tan poco?

—La convivencia no es fácil y el pasado no garantiza el futuro. Yo cumplo mis compromisos. Puedes estar totalmente seguro de que mientras sea tu esposa no voy ni siquiera a permitir que se acerque a mí otro hombre. ¿Qué me dices? ¿Aceptas y te quedas tranquilo durante tres meses?

—Que sean seis.

—Trato hecho. Ven.

Jaime se levantó, quedándose frente a Karen. Ella le cogió las manos y mirándole a los ojos le dijo:

—Yo, Karen, me comprometo a ser tu esposa durante seis meses, o quizá para siempre si lo decidimos más adelante. Te seré totalmente fiel y estaré junto a ti tanto en los ratos buenos como en los difíciles, seré tu mujer física y mentalmente. Soy igual a ti y tú eres igual a mí. Por lo tanto, mi compromiso será válido siempre y cuando tú te comprometas a lo mismo y cumplas con lo acordado. ¿Qué me dices?

—¡Karen! ¡Faltan los anillos!

—Los anillos son un símbolo material que no tiene importancia alguna para los cátaros. —Karen hizo aquí una pausa. Luego sonrió—. Pero yo amo las joyas, y estaré encantada con un regalo. ¡Pero, bueno, me tienes esperando! ¿Te comprometes también?

—Sí. Y además quiero añadir un par de puntos al contrato.

—¿Cuáles? —preguntó Karen sorprendida.

—Que te amo con locura. Y que siempre te amaré.

—Y yo también a ti.

Y se fundieron en un beso y un abrazo. Cuando ambos se separaron, Jaime la cogió de la mano y tirando de ella hacia el dormitorio le dijo:

—No vale si no se consuma.

—¡Pero si ya lo hicimos esta madrugada! —protestó Karen riendo.

—Consumaciones por adelantado no cuentan.

Karen se resistía jugando, y él la cogió en brazos mientras ella pataleaba ligeramente. De repente algo cruzó por su mente y la depositó en el suelo.

—¿Era eso a lo que te referías cuando me dijiste que estuviste casada con Kevin durante un año? Era así, ¿verdad?

—¡Ya basta de celos, estúpido! —contestó Karen frunciendo el ceño pero aún de buen humor. Empujándolo lo hizo caer de espaldas en la cama y echándose encima de él empezó a besarlo. Jaime pensó que las cosas estaban yendo por buen camino y que sería mejor no estropearlo. No insistiría en el tema de momento.

Pero tendría que hacer un gran esfuerzo de voluntad para poder echar al maldito Kevin de la cama.

SÁBADO
83

Jaime sentía las cálidas manos de Dubois en su cabeza y lanzó una última mirada al tapiz antes de cerrar los ojos. Las figuras habían cobrado vida y su mirada se fue al Dios malo. Los trazos seguros, impresionistas, del viejo maestro de Taüll le daban fuerza, vitalidad, poder. ¡Le estaba mirando a él! Enarbolaba su espada amenazante y en su mano izquierda sostenía a la pequeña pareja desnuda, vulnerable. Adán y Eva —quizá Pedro y Corba— parecían atemorizados, intentando protegerse el uno al otro. La divinidad hierática, impasible, distante, pareció curvar sus labios, y Jaime vio en ellos una sonrisa cruel. Entornó los ojos temiendo un presagio, pero ideas e imágenes se difuminaron y se vio lanzado al pasado.

La batalla estaba a punto de empezar. Los caballeros cruzados de Simón de Montfort habían salido de Muret cuando el sol aparecía tímidamente en la mañana dominada por las nubes. Tan pronto como cruzaron el puente sobre el río Loja, el ejército cruzado se dividió en dos ordenadas columnas, y la más reducida, de unos trescientos caballeros, se dirigió hacia el oeste, donde se encontraban las milicias tolosanas que sitiaban la ciudad, con seis máquinas de guerra. Los tolosanos empezaron a retroceder frente al avance de la caballería, mucho más poderosa que ellos. La segunda columna, compuesta de setecientos jinetes, se encaminó hacia el norte, como queriendo atacar el campamento aragonés por su flanco izquierdo. Pero pronto se dividieron a su vez en dos, dirigiéndose un grupo hacia las tropas del rey Pedro, mientras que el otro continuó el movimiento envolvente hacia el flanco izquierdo del campamento.

La base catalano-aragonesa se encontraba en una posición más elevada, desde donde el terreno hacía pendiente hasta la ciudad de Muret, situada en la horquilla de los ríos Garona y Loja. A su derecha se encontraba el campamento del conde de Tolosa. Un campo despejado, ligeramente sinuoso y cruzado de riachuelos formados por la reciente lluvia se extendía entre ellos y el enemigo. Hierba rala y algunas matas se esparcían por el suelo, cubierto en algunas zonas por pequeños bancos de niebla baja que no impedían la visibilidad general. Al fondo las murallas de Muret. Y en medio, amenazantes, las tres columnas de caballeros cruzados, con sus estandartes, blancos con una larga cruz roja, al viento, avanzando en orden preciso. Nubes blancas y grises se mezclaban en el cielo.

Por entonces el grupo de Ramón Roger I, el impetuoso conde de Foix, ya estaba en camino contra los enemigos que amenazaban a los tolosanos y a sus máquinas de asalto. El conde estaba ansioso por combatir y auxiliar a sus aliados y no esperó a reunir a todos los efectivos bajo su mando. Sus caballeros de vanguardia iban al trote, pero los jinetes rezagados galopaban para poder alcanzar al grupo principal, mientras que los infantes, a pie, tenían que correr atrás con las lanzas y se distanciaban del grupo a caballo.

—Adelante —dijo Pedro mientras hacía andar su caballo en dirección al enemigo.

Miguel de Luisián, portando el estandarte real de cuatro barras de sangre sobre fondo gualda, se colocó a su lado, y Hug de Mataplana y los demás caballeros del rey se situaron detrás de ambos.

Pedro vio que los franceses avanzaban despacio y cautelosos, esperando a los movimientos de los aliados; de haber espoleado sus monturas, los cruzados ya estarían encima del campamento.

El rey detuvo un momento a su grupo y se incorporó sobre su caballo para observar si estaban listos para salir, pero la columna estaba aún formándose y caballeros rezagados continuaban llegando. El campamento había adquirido la frenética actividad de un hormiguero atacado por un peligro, convirtiéndose en un confuso tumulto donde caballos relinchaban, hombres corrían para reunirse con los suyos, y el ruido de hierros se fundía con preguntas, maldiciones y gritos en varias lenguas. Un par de sacerdotes católicos, con sendos monaguillos sosteniendo recipientes de plata, bendecían a los guerreros que salían del campamento, lanzando agua bendita con un hisopo.

Pedro evaluó la situación. El desdoblamiento del cuerpo principal de los cruzados podría obligar a su columna a luchar en dos flancos, envolviéndolos. Si tal cosa ocurría, Pedro estaría en un serio peligro, ya que quedaría a merced de la ayuda que recibiera del tercer cuerpo aliado, el tolosano mandado por el conde Ramón VI, con el que acababa de discutir airadamente y que se había retirado a su campamento. Esa perspectiva le inquietaba. No podía dejar a ningún jinete rezagado; los necesitaba a todos.

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