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Authors: Edward Rosset

Tags: #Aventuras, Histórico

Los navegantes (58 page)

BOOK: Los navegantes
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Desde el
Sancti Spiritus
era difícil distinguir lo que estaba sucediendo, por lo que Elcano se dirigió a Andrés de Urdaneta:

—Sube a la cofa —ordenó—, y dime lo que veas.

Andrés se encaramó por la jarcia y gritó cuando estuvo en lo alto:

—La
San Gabriel
está llegando a la altura de las dos naves en este momento. Veo que se eleva humo de un costado. Debe de ser un cañonazo.

Unos pocos segundos después, efectivamente, se oyó amortiguado el sonido lejano del disparo.

—¿A santo de qué dispara ahora el capitán Acuña? —masculló Elcano—.

La
Santiago
ha llegado mucho antes que ellos... No querrá que le den parte del mérito de la captura...

—Parece que las dos naves castellanas se están enfrentando —gritó Andrés—. Yo diría que incluso se están preparando para combatirse, a juzgar por los movimientos en cubierta...

—¡Contramaestre! —ordenó Elcano—. ¡Que disparen varias salvas!, Esperemos que el ruido de los disparos les haga entrar en razón.

Los cañones, que todavía no habían sido recogidos, fueron rápidamente colocados en posición de disparar otra vez, y cuatro cañones cargados solamente con pólvora tronaron sobre la superficie del océano. El ruido de los cañonazos atrajo la atención de toda la flota, incluyendo a los dos capitanes enfrentados.

Poco después, el bajel fugitivo se acercó a la capitana escoltado por sus apresores.

—¡Por los clavos de Cristo! —exclamo Elcano según se acercaban—. No es francés, es portugués...

—Lo que faltaba —murmuró el viejo Bustamante, acercándose al capitán—, podíamos haber empezado una guerra con nuestros «amigos» los portugueses...

—No es que no lo merezcan —masculló Elcano entre dientes—, pero, al menos, que no seamos nosotros los que hundamos su primer barco.

Loaysa, una vez supo que el bajel capturado era portugués, recibió a su capitán a bordo y le pidió excusas por los inconvenientes causados y por haberles obligado a rendirse. Aprovechó la ocasión para escribir una carta al rey castellano, y pidió al capitán luso que se la hiciera llegar a la corte en Valladolid.

Una vez que hubo partido la nave portuguesa, Loaysa mandó llamar a los dos capitanes implicados en el percance.

—Caballeros —dijo irritado—, quisiera que me explicaran por qué no obedecieron mi orden de abandonar la captura.

—No oí la señal, almirante —se excusó Acuña.

Loaysa se dirigió a Guevara.

—Y vos, ¿tampoco la oísteis?

—Estaba ya muy cerca de la presa, señor.

—¡Lo cual no es ninguna excusa!

—No, capitán general.

—¡Y encima me han dicho que estuvieron a punto de enfrentarse...!

Los dos hombres guardaron silencio. Loaysa continuó:

—¿Se dan cuenta, caballeros, de que su actitud puede poner en peligro nuestra expedición? ¡Les aseguro que la próxima vez les destituiré y escribiré un informe al rey sobre su conducta!

—No se volverá a repetir, almirante —se excusó Guevara.

—Os doy mi palabra —exclamó Acuña por su parte.

—Dense la mano, caballeros.

Los dos hombres se miraron fríamente y se estrecharon la mano. En los ojos de Acuña un buen observador hubiera visto todavía un rastro de despecho y de ira contenida.

Cuando los hombres hubieron salido de su camarote, Loaysa no pudo disimular un gesto de contrariedad por el desagradable incidente. No sólo por lo grave de la falta, sino porque aquella acción suponía un desafío a la más elemental de las disciplinas, y la relajación de ésta en una armada podría suponer el fracaso de su objetivo final.

Por su parte, Elcano también estaba preocupado por el hecho de que su cuñado se hubiera visto envuelto en e1 primer altercado grave entre los capitanes.

El recuerdo de la primera expedición no dejaba de acudir a su memoria.

—¿Qué harías tú si fueras el capitán general, Juan Sebastián?

El navegante se volvió hacia Bustamante.

—Hay decisiones que no son fáciles de tomar —dijo pensativamente—, y ésta es una de las más difíciles. Creo que los dos capitanes han cometido una falta grave y deberían ser castigados, quizá sustituidos.

—¿Piensas que Loaysa lo hará?

Elcano miró hacia la capitana, de donde en ese momento salían los dos esquifes con los capitanes de la
Santiago
y la
San Gabriel
.

—Loaysa es un buen hombre —dijo— pero para llevar a buen término una de estas empresas hace falta algo más que ser un buen hombre.

—Hace falta otro Magallanes, ¿verdad?

—Quizá sí —dijo quedamente—, quizá sí...

CAPÍTULO XXX

EL ESTRECHO

A partir del 6 de septiembre la armada entró en una zona de calmas y vientos contrarios, por lo que en mes y medio apenas recorrieron ciento cincuenta leguas.

El día 15 descubrieron una isla a la que llamaron San Mateo, en la que no consiguieron desembarcar, en una playa de fina arena, hasta cinco días más tarde.

Aunque estaba completamente desierta, pronto vieron los expedicionarios restos humanos y ruinas de edificios, y una estaca hincada en la tierra les proporcionó más información: AQUÍ MORREU EL DISDITADO DE JUAN RUYZ

PORQUE LO MERESZAO. Uno de los marineros portugueses en la
Sancti Spiritus
les aclaró que la isla había estado poblada por compatriotas suyos, pero que sus esclavos negros se habían sublevado y matado a sus amos.

La permanencia en la isla se aprovechó para reparar las naves y abastecerlas de víveres frescos, hacer agua y cargar madera y leña. Luego, el capitán general mandó investigar lo ocurrido entre Acuña y Guevara cuando este último conducía la nao portuguesa a la del Almirante y, como resultado de estas investigaciones, Loaysa destituyó al capitán de la
San Gabriel
de su mando y lo pasó a la nao capitana en arresto de dos meses. Nombró capitán provisional de la nave a Martín de Valencia.

Hernando de Bustamante era un hombre preocupado. Algo se había estado tramando durante los últimos días entre un sector de los tripulantes del
Sancti Spiritus
que no le gustaba, y decidió acudir a Elcano.

—Juan Sebastián —dijo con voz queda—, tenemos que hablar.

El navegante observó el rostro serio del cirujano y le hizo pasar a su camarote.

—Habla —le animó—, debe de ser algo muy serio cuando te veo tan preocupado.

—Puede serlo —afirmó Bustamante—. Sabes que suelo dormir debajo del castillo de popa, no muy lejos de un grupo de sobresalientes que nos acompañan.

—Sí, ¿y bien?

—Pues que hay media docena de gentileshombres que no están nada contentos con tener un capitán «plebeyo», como ellos te llaman.

—¿Y cómo lo has descubierto?

—Escuchando frases sueltas aquí y allá. Nada en concreto, en realidad, pero hilando cabos se llega a una conclusión.

—¿Y cuál es ésta?

—Pues que quieren destituirte.

—¿Un motín?

—Podría llegar a serlo.

Elcano se quedó pensativo un momento.

—Gracias, Hernando —dijo por fin—, les interrogaré uno a uno.

Durante el interrogatorio, varios de los «gentileshombres» se vieron cogidos en ciertas contradicciones, y terminaron confesando que se proponían destituir a Elcano en la primera ocasión propicia para poner al mando de la nave a un tal Juan de Fernández, de noble cuna. Elcano los hizo encadenar y puso en conocimiento del capitán general lo sucedido.

Loaysa miró a Elcano con preocupación.

—¿Qué os parece que hagamos con ellos?

—Con la ley en la mano, podríais desde ajusticiarlos hasta dejarlos abandonados en una isla desierta. No obstante, muchos relacionarían esto con lo que hizo Magallanes en San Julián... No sé, creo que se les podría tener bajo arresto en diferentes barcos un par de meses y someterles a juicio cuando regresemos a Sevilla.

—Sí —convino Loaysa—, yo también me inclino por una solución que no sea demasiado drástica.

El 31 de octubre la expedición se hizo de nuevo a la mar y la flota permaneció unida sin grandes incidentes hasta el 28 de diciembre.

El joven Andrés de Urdaneta aprovechó este tiempo para leer todos los libros de navegación que llevaba Elcano a bordo. Al navegante le sorprendió la inteligencia del joven y su ansia por adquirir conocimientos. Además, era increíble la facilidad que tenía para asimilar toda clase de información. Encantado de tener un alumno tan aventajado, Elcano se volcó sobre él y durante las largas horas de navegación enseñó al joven cosmografía y un poco de astrología; era evidente que, antes de finalizar el viaje, Andrés de Urdaneta tendría unos conocimientos amplísimos de ambas materias y sería capaz de dibujar cualquier mapa náutico. Además de eso, también demostraba tener un don de mando natural. La tripulación pronto aprendió a respetarle, a pesar de su edad.

—¿Qué haces, hijo?

Andrés estaba sentado sobre un baúl, debajo del castillo de popa, junto al timonel. Apoyaba el pergamino sobre una tabla que sostenía en sus rodillas. Al acercarse el tesorero, levantó la mirada del papel.

—¡Hola, maese Bustamante! Estoy escribiendo.

—¡Vaya! ¡Parece que tenemos otro Pigafetta a bordo!

El joven sonrió.

—Estoy relatando todos los incidentes que han ocurrido hasta el momento.

—Bueno, bueno, eso me parece muy bien. Cuanta más información haya sobre lo que sucede en una expedición de éstas, mejor. De todas formas, yo en tu lugar guardaría todo antes de que se encrespe la mar.

—¿Vamos a tener marejada?

—Sí, me temo que algo más que marejada: estás a punto de sufrir tu primera tormenta en la mar.

—En ese caso —dijo Andrés recogiendo cuidadosamente el tintero y los rollos de pergamino—, nos prepararemos para ella.

Dando la razón a Bustamante, pronto se levantó un fuerte viento sudoeste que les obligó a recoger las velas y avanzar sólo con la trinqueta, llamada familiarmente papahígo. Los barcos se vieron zarandeados violentamente durante todo el día y la noche de forma que al amanecer del día 29 la flota se hallaba dispersa.

A lo largo de ese día consiguieron reunirse todas las naves, excepto la capitana y la
San Gabriel
. Ésta apareció al día siguiente para alivio de todos, pero la desaparición del capitán general hizo que se reunieran los capitanes, maestres y pilotos.

—Tenemos dos opciones, caballeros —dijo Elcano cuando todos estuvieron reunidos en la popa de la
Sancti Spiritus
—, buscar la nave del capitán a sotavento, o seguir nuestro derrotero hasta el estrecho de Todos los Santos, tal como estaba previsto. En mi opinión, podríamos dedicar tres días a su búsqueda y, si no aparece en este tiempo, seguir viaje hasta el estrecho.

El parecer de casi todos los presentes era prácticamente de total conformidad pero hubo, sin embargo, una voz discordante: Juan de Pelola, un piloto murciano cejijunto, de aspecto rudo.

—Yo no estoy dispuesto a cambiar la derrota —manifestó secamente—.

Habíamos acordado que, ante un percance de este tipo, seguiríamos el rumbo hasta el estrecho de Todos los Santos; bien, pues hagámoslo. Encontraremos a la
Santa María de la Victoria
en esta misma derrota.

Siguió un momento de un silencio tenso, en el que todo el mundo esperaba que el capitán de la
San Gabriel
diera su aprobación o rechazo a la propuesta un tanto altanera del piloto. Sin embargo, el capitán interino de la nave, Martín de Valencia, o bien no era hombre de carácter o estaba de acuerdo con lo que Juan de Pelola había expuesto; en cualquier caso, no contradijo a su piloto, y poco después la
San Gabriel
se separó de las otras naves.

Durante los tres días siguientes, las cinco naos procuraron cubrir el mayor espacio posible a sotavento, esperando que el viento hubiera arrastrado a la capitana, pero tras una infructuosa búsqueda decidieron seguir su camino hacia el sur.

Por fin, el 12 de enero de 1526 llegaron las cinco naves al río de Santa Cruz. Elcano propuso entrar en él para esperar a Loaysa y a Martín de Valencia.

Sin embargo, los capitanes estaban impacientes por llegar al estrecho.

Tras una animada discusión, se concertó que si se detenían en Santa Cruz sería demasiado tarde para atravesar el estrecho. Además, mientras esperaban a las otras dos naves podrían adentrarse hasta el puerto de las Sardinas, donde aparejarían las naos, harían leña y agua y podrían dedicarse además a la pesca.

Decidido así, el pataje se adentró en el río y las cuatro velas restantes prosiguieron viaje hacia el sur.

El domingo 14 de enero alcanzaron por fin lo que parecía la entrada del paso. Sin embargo, la alegría de los expedicionarios duró muy poco; uno tras otro, los cuatro barcos encallaron en unos bajíos, a pesar de tener todos ellos un sondeador en proa. Elcano se dio cuenta enseguida de la gravedad de su situación.

Quizá no fuera ésta la entrada del estrecho...

—¡Martín! —llamó a su hermano—, bota el esquife con cuatro hombres.

—¿Reconoces el sitio, Hernando? —preguntó luego, dirigiéndose a Bustamante.

—Juraría que sí, pero...

El capitán indicó el esquife que estaban botando.

—Vete con ellos, y recoge también al artillero Roldán, de la
Santa María del Parral
, él también estuvo aquí en la primera expedición. Adentraos en la ensenada hasta estar seguros de si es o no es el estrecho. Si lo es, encended tres hogueras.

El clérigo, Juan de Areizaga, hombre de recia constitución, se ofreció a acompañarlos. El esquife, impulsado por cuatro fuertes remeros, se adentró en la ensenada, y tras un minucioso examen, Bustamante y Roldán entendieron que se hallaban en el estrecho ansiado, por lo que se disponían a prender fuego a tres hogueras. Sin embargo, Martín negó con la cabeza dubitativamente.

—Esto no es un paso de mar. Yo más creo que es la desembocadura de un río.

Juan de Aréizaga estaba de acuerdo con el piloto.

—Efectivamente, creo que deberíamos seguir por tierra hasta aquellas aguas que se ven a lo lejos. Será más corto.

Bustamante se encogió de hombros.

—Bueno. Allí saldremos de dudas.

Después de caminar tres leguas por terrenos áridos e inhóspitos, llegaron a una gran laguna. Probaron el agua; era mucho menos salada que en el mar.

Aquello era parte de un río, o al menos el lugar donde confluían las aguas del mar y las de un río.

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