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Authors: Edward Rosset

Tags: #Aventuras, Histórico

Los navegantes (74 page)

BOOK: Los navegantes
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—¡Maluka!

Con manos temblorosas, dio la vuelta al cuerpo sin vida de la joven nativa. Estaba desnuda y con evidentes señales de violación. Llevaba ya varios días muerta y su cuerpo estaba en avanzado estado de descomposición. Andrés de Urdaneta no pudo reprimir un sollozo de angustia. Apenas hacía dos semanas había hecho el amor en esa misma estancia con una joven alegre y llena de ganas de vivir. Y ahora se encontraba con un cadáver que despedía el nauseabundo olor de la muerte. Los ojos de la joven parecían estar fijos en las estrellas que tintineaban a través de la ventana...

En medio de su dolor, el joven se acordó de su hija. Miró por todo el recinto pero no pudo hallar ni rastro de la niña. Tenía que encontrarla, si es que todavía estaba viva.

Con la ayuda de sus hombres, Andrés cavó una fosa en la que, con lágrimas en los ojos, depositó suavemente el cuerpo sin vida de su mujer; la joven nativa con la que había compartido los tres años más felices de su vida. Con ella había aprendido a amar, ella le había enseñado lo que era el amor. Nunca le había reprochado sus largas ausencias, jamás había hecho un gesto de desagrado ante las numerosas cicatrices y quemaduras que desfiguraban su rostro. Antes bien, le había cuidado siempre con mimo y con cariño cuando lo había necesitado.

Ahora lo único que le quedaba era el fruto de esos amores: Una niña a la que tenía que encontrar. El joven sentía que un ansia de venganza le roía las entrañas. Tarde o temprano averiguaría quiénes habían sido los autores del crimen y se lo haría pagar muy caro.

Ensimismado en lo más profundo de sus tenebrosos pensamientos, Andrés apenas oyó lo que uno de sus compañeros decía.

—...vienen tres.

Otro sugirió.

—Escondámonos y escucharemos lo que dicen. —Con la mente embotada por el dolor, Andrés se agazapó detrás de unos arbustos sin apenas darse cuenta de lo que pasaba a su alrededor.

Los que venían eran indudablemente portugueses.

—...fue aquí?

Otra voz contestó con una risotada.

—En esa cabaña. ¡Qué polvo me eché!, ¡cómo estaba la tía!

—Se resistía la condenada, ¡eh!

El que había hablado primero se rió.

—Así es mucho mejor. ¡Que se revuelvan y retuerzan! Para eso estabais vosotros, para sujetarle los brazos.

—¡Pues buen mordisco te dio!

—¡Y que lo digas! La muy puta me mordió en la cara. Casi me arranca una oreja. Aunque cuando terminé con ella no le quedaron muchas ganas de morder nada...

—¡Claro! ¡Le saltaste los dientes de un puñetazo...! Cuando me tocó a mí estaba chorreando sangre...

La furia sorda se había ido agolpando en las sienes de Andrés de Urdaneta, que le latían alocadamente mientras oía a los portugueses. Sintió que una ira incontrolable se apoderaba de sí y unas ansias de matar le privaban de sus sentidos. Sin embargo, tuvo el control suficiente para ordenar a sus hombres:

—¡Los quiero vivos!

Los tres hombres, desprevenidos, no tuvieron opción. Antes de darse cuenta tenían un cuchillo en la garganta cada uno.

—¿Quiénes... quiénes sois?, ¿qué... qué queréis?

Urdaneta no respondió.

—Desarmadles y atadles las manos con sus cinturones —ordenó.

Después se volvió a los indefensos lusitanos:

—¡Así que fuisteis vosotros los que matasteis a mi mujer!

Al darse cuenta de que estaban ante el hombre cuya mujer habían ultrajado hasta matarla, dos de los portugueses cayeron sobre sus rodillas.

—¡Sólo era una nativa! —dijo uno—. ¡Además nos provocó!, ¡Ya sabes cómo son estas putas...! Yo..., yo te proporcionaré una, dos, las que quieras. ¡Las nativas más hermosas de las islas! Tengo una esclava de doce años. Te la regalo...

Urdaneta no hizo caso de lo que decía.

—Había una niña de tres años. ¿Qué hicisteis con ella?

El tercer portugués, que se mantenía en pie, le miró a los ojos sin pestañear.

—¿Era tu hija?

—Sí.

El hombre asintió.

—La ayudé a escaparse antes de que estos bestias la violaran. Una cosa es abusar de una mujer Y otra meterse con niñas. Se la entregué a unas viejas indígenas. En cuanto a tu mujer... lo siento por ella. Se defendió bravamente hasta el último minuto. De ese crimen soy tan culpable como éstos.

—Atadles a un árbol —ordenó Urdaneta.

El joven guipuzcoano se acercó al que acababa de hablar.

—¿Cómo quieres morir? —le preguntó.

El hombre cerró los ojos Y respiró profundamente antes de responder:

—Dame unos minutos para ponerme a bien con Dios. Después me clavas un cuchillo en el corazón.

—Así lo haré —respondió Urdaneta.

Los ojos desorbitados de los otros dos portugueses estaban clavados en el rostro inexpresivo del joven, que no demostraba tener prisa. Cuando consideró que ya había pasado un tiempo prudencial, sacó su cuchillo y, de un golpe rápido, lo clavó a la altura del corazón del hombre.

Los otros dos portugueses, con voz temblorosa, comenzaron a implorar perdón y a prometer riquezas y esclavas.

Andrés de Urdaneta se acercó a ellos y los miró uno tras de otro.

—No os voy a matar —les dijo fríamente—. Eso no sería bastante castigo para vosotros. Quiero que penséis en lo que habéis hecho durante muchos años.

Quiero que os arrepintáis días tras día del mal que habéis hecho. De nada os van a servir las esclavas que tenéis. ¡Nunca volveréis a abusar de una mujer!

Se volvió hacia los suyos con ojos fríos y voz acerada.

—¡Cortádselas!

Al día siguiente, Urdaneta, Quichilrade y los suyos se dedicaron a recorrer el interior de la isla, buscando tanto a la hija de Urdaneta como a los miembros de la familia real del rey de Tidor.

No tuvieron que buscar mucho, pues una de las mujeres del rey Mier se había hecho cargo de la pequeña Maika y todos se habían refugiado en lo más alto de las colinas.

Cuando la pequeña vio a Urdaneta, se soltó de la mano de la nativa y corrió al encuentro de su padre.

—¡Papá!, ¡papá!

Andrés la cogió en su brazos y la estrechó contra sí.

—¡Maika!, ¡mi pequeña Maika!

—¿Y mamá?

Urdaneta pugnó por retener las lágrimas que se asomaban a sus ojos y apretó con fuerza a su hija contra su pecho.

—Mamá se ha ido muy lejos —dijo por fin.

—¿Y luego viene?

Urdaneta respiró profundamente.

—Sí —dijo por fin—, luego vendrá con nosotros y todo volverá a ser igual que antes...

Durante una semana, Urdaneta y los suyos se dedicaron de noche a llevar a Gilolo a toda la gente que pudieron rescatar, incluyendo a los veintisiete castellanos desperdigados.

Cuando hubieron terminado se reunieron para determinar quién sería su capitán durante la ausencia de Hernando de la Torre. Una vez más, les fue difícil ponerse de acuerdo: unos querían a Hernando de Añasco, mientras que otros preferían a Andrés de Urdaneta. Pero fue el mismo Urdaneta el que zanjó la discusión.

—Somos pocos —dijo—, y lo último que necesitamos es que haya discordia entre nosotros. En mi opinión, Hernando de la Torre sigue siendo nuestro jefe. Le han confinado en Zamafo y sé que le han hecho jurar ante una hostia consagrada que no luchará contra los portugueses. Creo que debemos enviar una embajada para convencerle de que se traslade a Gilolo, pues así conviene al mejor servicio de su majestad.

Todos escucharon al joven en silencio aprobando lo que había sugerido.

Enseguida se comisionaron Andrés de Urdaneta, Alonso de los Ríos, Hernando de Añasco y Quichilrade. Sin embargo, antes de que la expedición saliera al día siguiente, se presentó en Gilolo el hidalgo Martín de Islares con órdenes tajantes de Hernando de la Torre de que todos saliesen de Gilolo y se fuesen a Zamafo, donde él estaba.

Los castellanos hicieron caso omiso del embajador y, tal como habían previsto, montaron tres paraos bien esquifados y llegaron a Zamafo el 2 de diciembre de 1529, pero no para rendirse a los portugueses, sino para tratar de convencer a su jefe de que volviera con ellos. Mediaron las propuestas, réplicas y contrarréplicas, pero Hernando de la Torre se mantenía inamovible en el cumplimiento del juramento dado. Ni los razonamientos de Urdaneta, ni las propuestas de Alonso de los Ríos pidiéndole que le autorizase a regresar a Gilolo y ponerse al mando de los castellanos en lugar suyo, bastaron para suavizar la postura rígida del capitán.

En realidad, lejos de otorgarles su beneplácito a lo que pedían, y en cierto modo exigían, les ordenó que no volvieran a Gilolo. Por su parte, Quichilrade apoyaba con entusiasmo las propuestas de Andrés de Urdaneta y Alonso de los Ríos. También él rogaba con insistencia al capitán castellano que se trasladase a Gilolo con todos los hombres que estaban con él en Zamafo, prometiéndole ayudarle con cierta cantidad de dinero para sustento de la gente castellana, mientras llegaba a las Molucas la ansiada armada castellana, bien desde Castilla bien de Nueva España.

Ni con esta oferta se avino Hernando de la Torre, por lo que Urdaneta y sus compañeros regresaron a Gilolo con gran sentimiento al no acompañarles su capitán. Les acompañaban, sin embargo, tres hombres que no estaban de acuerdo con la sumisa actitud de De la Torre.

Sin embargo, lo que De la Torre no estaba dispuesto a hacer por una causa, lo hizo por otra muy distinta. Tres días más tarde llegó a oídos del capitán castellano la noticia del regreso de la
Florida
a las islas. Y, lo que era peor, sus tripulantes estaban desperdigados.

De la Torre marchó a Gilolo rápidamente para pedir a Urdaneta que rescatase al mayor número de castellanos como le fuera posible. El joven guipuzcoano esta vez obedeció gustoso a su capitán y marchó con tres paraos y medio centenar de nativos a la isla de Tomalolinga, donde parecía que habían abandonado la nao muchos de sus tripulantes.

Cuando la expedición llegó a esta pequeña isla, se encontró con que el navío había zarpado ya con un puñado de tripulantes hacia Gilolo, mientras que el contramaestre de la nave, Alonso de Bobedo, junto con media docena de hombres, había huido hacia Ternate.

—¿Y ahora qué hacemos, Urdaneta?

El joven miró al hombre que había hablado, sin responder por algún tiempo. Se sentía irritado en su interior por el fracaso de la expedición.

—¿Cuánto tiempo hace que han partido los desertores? —preguntó al jefe de la isla.

El nativo señaló el astro solar con un dedo.

—El sol no había salido todavía cuando han salido en un parao.

Urdaneta tomó una decisión.

—¡Vamos tras ellos! Si les alcanzamos, bien; si no, ya pensaremos en algo.

La distancia que los fugitivos llevaban resultó ser demasiado grande para alcanzarlos, por lo que al llegar a las proximidades de Ternate Urdaneta ordenó desembarcar en un lugar lejos de la fortaleza de los portugueses.

El enorme disco amarillo estaba ya cerca de la línea del horizonte cuando los tres paraos de los castellanos se acercaron a tierra.

—¡Mira, Andrés, un parao; entre aquellas rocas!

El guipuzcoano dirigió la mirada en la dirección que le indicaba el marinero. Efectivamente, entre dos grandes rocas, apenas a media legua, se apreciaba la forma de un pequeño parao que se dirigía hacia la playa. Era evidente que sus tripulantes también les habían visto y que estaban tratando de distinguir si eran amigos o enemigos.

—¡Vamos a por ellos! —gritó Urdaneta.

Uno de los tres paraos se dirigió a la playa cortándoles la retirada, mientras los otros dos se dirigían directamente a él.

Tras una corta persecución, los fugitivos se vieron rodeados de enemigos muy superiores en número, y se entregaron sin lucha.

—¿Qué hacemos con los prisioneros?

Urdaneta dirigió la mirada hacia el marinero que había hablado mientras se rascaba pensativo su mentón barbilampiño. Ahora que ya tenían a los nativos en su poder, no estaba muy seguro de qué hacer con ellos. Afortunadamente, sus propios prisioneros le ayudaron a tomar una decisión.

—¿Qué deseáis de nosotros? —preguntó el que parecía ser el jefe—. Os daremos un rescate por nuestra libertad.

—Muy bien —respondió Urdaneta—, manda un mensajero a por cien ducados.

CAPÍTULO XXXVII

LA ALIANZA CON LOS PORTUGUESES

—Papá, ¿dónde has estado?

Andrés de Urdaneta levantó a su hija en el aire y la sostuvo por encima de su cabeza riendo.

—¡Hola, Maika! He estado cazando jabalíes, ¿qué te parece?

—¿Y has cazado muchos?

—Muchísimos. Mira allá. ¿Ves aquél, qué grande es?

—¡Qué cuernos más grandes tiene!

—No son cuernos, Maika. Cuernos tienen las cabras. Esto son colmillos.

—¿Y por qué unos animales tienen cuernos y otros tienen colmillos?

—Pues..., no lo sé, Maika. Habría que preguntárselo a Dios, que los hizo a todos diferentes.

—¿Y por qué no se lo preguntas?

—Se lo preguntaré esta noche cuando hable con él, te lo prometo.

—A mí también me gustaría hablar con Dios. ¿Cuándo podré?, ¿habla él con los niños?, me gustaría preguntarle por mamá.

Urdaneta abrazó a su hijita apretándola contra su pecho. A pesar de que habían pasado cinco meses desde su muerte, todavía echaba mucho de menos a Maluka, y la pequeña Maika le recordaba continuamente a su madre.

—Mamá está en el cielo —contestó respirando profundamente—. Está con Jesús. Algún día todos estaremos juntos allá arriba.

—¿Está Castilla más cerca del cielo que las Molucas?

—No, ¿por qué?

—Abuelita dice que algún día te marcharás a Castilla.

Urdaneta miró pensativo hacia el intenso mar azul que se extendía hacia el horizonte.

—No lo sé, hijita, no lo sé.

—¿Me llevarás contigo cuando te vayas, papá?

El joven volvió a quedarse silencioso algún tiempo. La pregunta que le acababa de hacer su hija se la venía formulando a sí mismo desde que había muerto Maluka.

—Si algún día me tengo que ir de las Molucas, te llevaré conmigo, Maika

—dijo por fin.

Desde la muerte del rey de Gilolo, los indígenas de la isla estaban divididos en dos bandos. Dos gobernadores de la isla, Quichiltidore y Quichil Humi, se disputaban su dominio. Esto obligaba a los españoles a inclinarse por uno u otro bando, sabiendo de antemano que su intervención sería decisiva en la lucha. Entre los soldados y los tripulantes de la
Florida
recogidos por Urdaneta, los españoles sumaban cincuenta y ocho. Después de pensarlo mucho, De la Torre se había decidido por inclinarse por Quichiltidore, pues, tal como había escrito Urdaneta en su diario: «si el Quichil Humi quedaba por señor, no podíamos hacer menos de pasarnos a los portugueses, que nos querían mal». A pesar de esta reticencia, una circunstancia inesperada estableció pronto que las alianzas iban a dar un vuelco total. El mismo Urdaneta fue el primero en olvidar sus resquemores con los portugueses para correr a ayudar a quienes, cristianos como él, estaban en peligro de ser exterminados.

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