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Authors: Edward Rosset

Tags: #Aventuras, Histórico

Los navegantes (89 page)

BOOK: Los navegantes
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Cuando Goiti y Saz llegaron a la altura del junco, pronto se dieron cuenta de que la cosa no iba a ser tan fácil. El junco era grande, de tamaño parecido al patache
San Lucas
; desplazaba, por lo tanto, unas cuarenta toneladas. Tenía palo mayor, mesana, trinquete y hasta tres cubiertas, aunque separadas entre sí por exiguo espacio.

A primera vista comprobaron que los tripulantes no eran filipinos.

Parecían malayos, por sus rasgos orientales; probablemente de Borneo. Por señas, Goiti les invitó a seguirles hacia los buques que se divisaban a lo lejos. Por toda respuesta, los tripulantes se rieron de sus pretensiones, se sentían muy seguros en el interior de su alta borda.

—Están cargando un cañón —exclamó Goiti—. ¡Preparados todos para el abordaje!

Tal como había avisado el capitán Goiti, los malayos habían sacado un pequeño cañón que estaban llenando de pólvora apresuradamente. Mientras tanto, otros tripulantes exhibían machetes, dos arcabuces y varias ballestas.

Antes de que los castellanos pudieran llevar a cabo ningún intento amistoso, los malayos abrieron fuego con el cañoncito y los arcabuces, al tiempo que lanzaban una lluvia de flechas.

Cogidos por sorpresa, los españoles sufrieron numerosas bajas. Hubo un momento en el que parecía que los remeros estaban dispuestos a dar la vuelta y escapar de aquel mortífero diluvio, pero el capitán Goiti se levantó en la popa del esquife:

—¡Al abordaje! —gritó—. ¡A por ellos!

El efecto fue instantáneo. Las tres pequeñas embarcaciones se precipitaron hacia el junco por tres lados diferentes, y antes de que pudieran cargar el cañón o los arcabuces de nuevo, los castellanos habían puesto pie ya en la cubierta inferior. El junco tenía tres cubiertas, de forma que desde la más alta se dominaba el mar, y, sin embargo, la más baja estaba casi a nivel de las aguas, por lo que los castellanos no tuvieron ningún problema en subir a bordo.

Los malayos sumaban cuarenta y cinco hombres y luchaban valerosamente, pero poco podían hacer contra las armaduras de los soldados españoles. Una vez que éstos pusieron pie en cubierta, era ya cuestión de tiempo que los tripulantes del junco se rindieran. Y esto ocurrió a la muerte de su capitán.

Las tres cubiertas del junco se encontraban literalmente cubiertas de cuerpos sangrando cuando los supervivientes responsables del barco malayo arrojaron sus armas al suelo.

Goiti se acercó al maestre de campo con un brazo ensangrentado.

—¿Qué hacemos con ellos, maese Saz?

Mateo Saz se quitó el casco, abollado por un fuerte golpe.

—Los llevaremos a la capitana. ¿Cuántas bajas hemos tenido?

Goiti movió la cabeza dubitativamente.

—Un muerto y una veintena de heridos, varios de ellos graves.

—¿Y ellos?

—Cinco muertos y casi todos heridos. Unos cuarenta.

—Bien. Habrá que cuidar de los heridos primero. Y vos, haced que os venden ese brazo.

La llegada del junco prisionero al puerto fue muy lenta, pues además del viento contrario, había una fuerte corriente en contra, por lo que el barco prisionero tuvo que ser remolcado a golpe de remo. Dos días más tarde, gracias al envío por Legazpi de remeros de refresco, echaba el ancla el junco junto a las naos castellanas.

El interrogatorio, en malayo, corrió a cargo de Urdaneta. Pronto descubrieron que se contaban entre los supervivientes dos personajes importantes: el piloto del rey de Borneo y el factor del mismo personaje.

Según declararon, el junco pertenecía a un comerciante portugués residente en Borneo, llamado Antón Maletis, y la mercancía embarcada lo estaba en su totalidad por cuenta del rey de Borneo.

—Pregúntales la razón de su encarnizada resistencia, cuando nuestras intenciones eran pacíficas —indicó Legazpi a Urdaneta.

—Ya se lo he preguntado —respondió el agustino—. Dice que solamente con ver que éramos extranjeros se creyeron obligados a defenderse. Dice que en estos mares no se sabe ni se entiende de propósitos pacíficos.

El jefe de la expedición contempló el mar a través de la pequeña ventana de su camarote durante un largo tiempo. Luego se volvió hacia su viejo compañero de juventud.

—Creo que aquí tenemos una baza a nuestro favor — dijo enigmáticamente—. Este puede ser el momento que hemos estado esperando durante tanto tiempo.

—¿Qué quieres decir?

—Vamos a devolverles la libertad.

—¿La libertad?

—Sí, y no sólo eso, sino que les restituiremos el barco y todo lo que contenga.

Urdaneta se acarició su mejilla quemada.

—No sé por qué, pero me parece que a los soldados que arriesgaron sus vidas para apoderarse del barco no les va a hacer ninguna gracia devolver el botín.

—Lo sé —dijo pensativo Legazpi—, pero creo que lo que tenemos por ganar bien merece la pena el sacrificio. Ya les recompensaremos de alguna otra forma.

—Sigues creyendo que la vía pacífica es la mejor solución, ¿no es así?

—¿No lo creéis vos, padre Urdaneta?

El tono sarcástico usado por su amigo, así como el irónico tratamiento, cogió al agustino por sorpresa. Aun así, se apresuró a contestar, aunque un ligero deje de duda le traicionaba.

—Claro, claro. Sin duda, la evangelización hay que hacerla de modo pacífico. Con la cruz, no con la espada.

El asombro de los malayos no conoció límites cuando Legazpi les anunció su libertad y la devolución del junco con todas sus mercaderías.

—Diles que estas medidas sirven para demostrar el amor y voluntad del rey de Castilla al rey de Borneo —indicó Legazpi a Urdaneta—. Han de servir para que los vasallos de uno y otro tengan pacíficas y amistosas relaciones. Espero que entiendan la grandeza, bondad y magnificencia del soberano a quien yo sirvo, siempre deseoso de no causar daño alguno a ningún extranjero ni a nadie con quien no tengamos declarada la guerra.

Aquello resultaba inaudito para gentes habituadas a costumbres de atroz crueldad con los vencidos. Legazpi inauguraba con estas acciones una nueva era en aquellos lejanos mares. La persona del capitán general emanaba una aureola de benignidad y de generosidad. En realidad, el guipuzcoano se limitaba a seguir las pautas que las Instrucciones le marcaban en cada caso.

Esta magnificencia y liberalidad de Legazpi tenía, sin embargo, otra contrapartida. Los soldados, obligados por su general a la devolución de las mercancías de las que en un principio se apropiaron después del combate, expresaron ruidosamente su descontento. Evidentemente, tenían motivos sobrados para hacerlo, pues ellos habían sufrido todo el peso del duro combate. Aquella era una acción de guerra. Además, mal equipados de ropa en Nueva España, se encontraban casi desnudos, y el junco llevaba gran cantidad de preciosas mantas de la India. Además de las mantas, se recogieron entre los soldados veinticinco onzas de joyas quebradas, una campana, dos panes de menjuy, cierta cantidad de cera, y libra y media de seda de colores, veinte piezas de porcelana, una bacinilla de latón y un anillo de oro.

Varios días después de que se obligara a los soldados a devolver todo lo que habían intervenido, los moros borneyes acudieron a Urdaneta para reclamar géneros que los soldados se habían abstenido de entregar. Éste les condujo a Legazpi.

—Se quejan —le informó— de que los soldados no les han devuelto una cierta cantidad de mantas y alguna otra cosa.

Legazpi suspiró preocupado.

—Habrá que echar otro bando conminándoles a la devolución de todo.

—Se podía aprovechar la cuaresma para amenazarles con negar la absolución a quienes sigan reteniendo alguna cosa del botín —sugirió Urdaneta.

—Es buena idea; de todas formas, muchas de las mantas fueron usadas por los heridos para hacer vendas inmediatamente después del combate. Diles que todas las mantas que no aparezcan se les pagarán en monedas de cobre.

—Hay otra cosa que quieren ofrecernos. Parece ser que llevan consigo una esclava y un muchacho que dicen que son de Mindanao. Quieren vendérnoslos.

—¿De Mindanao? —exclamó Legazpi interesado—. Podrían sernos útiles como intérpretes.

—Yo no daría demasiado crédito a las palabras de esta gente. Para empezar, los rasgos de estos dos esclavos no tienen mucho parecido con los de los filipinos. No me extrañaría que no supieran una palabra del idioma nativo...

Legazpi se volvió a su amigo y le puso una mano en el hombro sonriendo.

—Tú confías en Dios, ¿no es así, Andrés?

Urdaneta también dejó que sus labios se plegaran en una sonrisa.

—En eso estamos, amigo mío, en eso estamos. Él siempre tiene alguna salida para todos nuestros problemas, aunque a veces nos parezcan vericuetos intransitables.

Legazpi asintió mesándose la barba blanca.

—Pues esperemos que uno de esos «vericuetos intransitables» sea la compra de estos desdichados, aunque los moros crean que nos engañan. ¡Quién sabe si al final todo se vuelve en nuestro beneficio!

La decisión de Legazpi, incomprendida por unos y por otros, resultó ser importantísima para la expedición. Era, sin duda, uno de aquellos «vericuetos intransitables». La renuncia al botín, después de la victoria, tuvo consecuencias decisivas. Por de pronto, los borneyes suministraron a Legazpi una información sumamente detallada acerca de aquellos parajes. Les dieron a conocer todas las particularidades del archipiélago, el número de sus islas, la producción, comercio, costumbres, religión... todo fue minuciosamente explicado a Legazpi y Urdaneta.

Durante una cena ofrecida por el capitán general en la popa de la nave capitana, los moros comentaron que traían de Borneo hierro y estaño originarios de China, porcelanas, unas a modo de campanas de cobre, benjuy, mantas pintadas de la India, sartenes, cazuelas de hierro templado tan finas que al menor golpe se quebraban como el cristal, hierros de lanza, cuchillos y bisutería. Todas estas mercancías solían cambiarlas en Filipinas por oro, por esclavos y por unos caracoles que servían de moneda en Siam. También aceptaban cera o mantas blancas, géneros estos últimos abundantes en el archipiélago.

El piloto del junco era un hombre de unos cuarenta años, de ojos inteligentes y mirada despejada. Poseía ademanes desenvueltos; había navegado mucho por las costas del Moluco, Borneo, Java, península de Malaca, India y China. Le preguntó a Legazpi la razón de su presencia en aquellos mares con navíos tan grandes y poderosos. La pregunta era demasiado concreta y Legazpi la esquivó sagazmente. La reserva del capitán general provocó más y más la locuacidad del piloto, ayudada por la abundante dosis de vino español.

—Las mercaderías que lleváis —dijo— son propias para el comercio con Borneo, Siam y Malaca, pero no son las adecuadas para las islas Filipinas.

Los castellanos obtuvieron informes de la isla de Luzón, la principal del archipiélago. Según el piloto, dos juncos de Luzón se hallaban cargando oro, cera y esclavos.

—Es curioso —dijo echando un largo trago de vino—, a los habitantes de Borneo y Luzón nos llaman chinos por estos contornos. ¿Tengo yo cara de chino?

—preguntó con una carcajada.

»Vuestros barcos —añadió cuando hubo dejado de convulsionarse a causa de la risa— son demasiado grandes para navegar por los mares interiores filipinos. Les pasa lo mismo que a los que vienen de China, que sólo van a Borneo y Luzón. El comercio interior lo hacemos nosotros con esta clase de juncos.

Legazpi le llenó el vaso mientras le preguntaba sobre lo que le venía preocupando desde que habían llegado a las islas.

—¿Por qué nos reciben con tanta hostilidad en todas las islas?

Cuando Urdaneta se lo hubo traducido, el piloto asintió arrellanándose en la silla.

—Hace unos dos años —explicó—llegaron ocho buques fuertemente armados, tripulados por marineros portugueses procedentes de las islas Molucas.

Llegaron a Bohol, donde se les recibió amistosamente. Sin embargo, aquellos marineros, poco después de su llegada, atacaron a los habitantes desprevenidos y luego de saquearlos se marcharon llevándose consigo muchos prisioneros. La devastación fue repetida sistemáticamente con todas las islas vecinas, y culminó en la de Mazagua. Desde allí, los piratas portugueses volvieron a sus bases de partida vendiendo a los apresados como esclavos en los puertos donde recalaban.

Entre muertos y cautivos sus víctimas sumaban más de ochocientas personas. Y lo curioso del caso es que los portugueses decían por todos los puntos de sus fechorías que eran de Castilla.

Según Urdaneta le iba traduciendo las palabras del piloto, Legazpi sentía que la sangre le hervía de indignación.

—Ahora lo veo claro —exclamó el general—. Ha sido sencillamente un ardid de guerra para derrumbar anticipadamente el crédito de la escuadra que sabían que llegaría tarde o temprano. Astutamente, nos han cerrado todas las puertas haciendo nuestro trabajo dificilísimo. Explícale —dijo dirigiéndose a Urdaneta— que tenemos que deshacer esa injusta mala fama que ha recaído sobre nuestra armada.

Tanto el piloto como sus compañeros advirtieron de lo estéril de semejante propósito.

—El pánico de los indígenas a los buques y a sus tripulantes es tan grande

—aseguró el piloto— que, sabiendo que son de Castilla, nadie les recibiría amistosamente.

Las declaraciones de los borneyes acrecentaron mucho más aún las benignas intenciones de Legazpi.

Al día siguiente, el piloto borney accedió a los insistentes requerimientos del capitán general a deshacer el equívoco cerca de uno de los caciques de Bohol, un amigo suyo llamado Cicatuna. Al poco tiempo, el piloto volvió para aconsejar a Legazpi el envío de un soldado para efectuar por medio de éste las paces con los indígenas, y Legazpi designó a un soldado llamado Santiago, al que Cicatuna obsequió generosamente. Regresó a la escuadra después de sangrarse con un hijo del cacique.

—Cicatuna me ha prometido que vendrá mañana a veros, capitán —dijo el soldado al subir a bordo.

Legazpi puso una mano en el hombro del joven soldado.

—Gracias, Santiago. Has hecho un buen trabajo.

Fiel a su palabra, Cicatuna estaba al día siguiente en la playa que se extendía delante de los navíos, pero se manifestaba temeroso a subir a bordo.

Exigía el desembarco de Legazpi sin compañía alguna como el medio más propicio para tranquilizar a los habitantes. Legazpi se dirigió a Urdaneta:

—Dile que es impropia tal exigencia al representante del monarca más poderoso del mundo. Indícale que, aunque personalmente estoy dispuesto a acceder, es evidente que mis subordinados no han de permitirme desembarcar solo.

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