—¿Crees que es la parcela, Lucky? —preguntó Bigman medrosamente—. No brillaba así cuando bajamos; además, una vez muerta no puede brillar, ¿verdad?
—En cierto modo —replicó Lucky pensativamente—, sí, es la parcela. Creo que todo el océano se está reuniendo para el festín.
Bigman volvió a mirar y se sintió mareado. ¡Naturalmente! Había allí centenares de millones de toneladas de carne como alimento, y la luz que resplandecía pertenecía a los pequeños seres de las aguas superficiales que se nutrían con el monstruo muerto.
Aquellos animalitos pasaban velozmente por delante de la portilla, moviéndose siempre en la misma dirección. Avanzaban hacia popa, hacia la montañosa carcasa que el Hilda había dejado atrás.
Los más destacados eran los peces flecha de todos los tamaños. Cada uno presentaba una línea fosforescente recta y blanca que indicaba su espinazo (no era realmente un espinazo, sino solamente una varilla descoyuntada de una sustancia córnea). A un extremo de la línea blanca había una V de color amarillento que marcaba la cabeza. A Bigman le pareció que un enjambre innumerable de flechas animadas se cruzaban con el barco, aunque mentalmente distinguió sus mandíbulas de dientes agudos y afilados, cavernosas, hambrientas, furiosas en su voracidad.
—¡Grandes galaxias! —exclamó Lucky.
—¡Arenas de Marte! —añadió Bigman—. Todo el océano debe de estar vacío. Todos sus habitantes se reúnen en este sitio.
—A la velocidad que deben engullir esas flechas —calculó Lucky—, el monstruo habrá desaparecido en doce horas.
—Lucky, quiero hablar contigo —sonó la voz de Evans a espaldas de ambos amigos.
—Claro, ¿qué pasa, Lou? —preguntó Lucky, volviéndose.
—Cuando sugeriste subir a la superficie, preguntaste sí yo podía proponer una alternativa.
—Lo sé. Y tú no contestaste.
—Ahora puedo hacerlo. En realidad, mi respuesta es que debemos volver a la ciudad.
—Eh, ¿a qué viene eso? —gritó Bigman desde el mirador.
Lucky no tenía necesidad de hacer preguntas. Le palpitaron las aletas de la nariz, e interiormente se enfureció consigo mismo por aquellos instantes pasados en el mirador cuando todo su corazón, toda su mente y toda su alma hubiesen debido concentrarse en el asunto que estaban tratando.
Porque en la mano de Evans, cuando la levantó del costado, se hallaba el desintegrador de Lucky, y en las pupilas del consejero se leía una tremenda determinación.
—Sí, vamos a regresar a la ciudad —repitió Evans.
—¿Qué ocurre, Lou? —Inquirió Lucky.
Evans indicó con impaciencia su arma.
—Invierte la palanca de los motores, emprende el viaje hacia abajo, pon la proa del submarino hacia la ciudad. Tú, no, Lucky. Deja que Bigman lo haga; luego, ponte a su lado para que pueda vigilaros a ambos, y también a los mandos.
Bigman tenía las manos levantadas, y miraba a Lucky. Este mantuvo los brazos a los costados.
—Bien, ¿quieres decirme qué te ocurre? —preguntó Lucky flemáticamente.
—No me ocurre nada —repuso Evans—. Nada en absoluto. A ti te ocurre. Tú mataste al monstruo, y luego volviste y anunciaste que íbamos a subir a la superficie. ¿Por qué?
—Ya expliqué mis razones.
—No las creo. Si afloramos, las V-ranas se apoderarán de nuestras mentes. Ya he sufrido una experiencia con ellas, y por eso sé que ya han penetrado en tu cerebro.
—¿Qué? —estalló Bigman—. ¿Estáis ambos locos?
—Yo sé lo que hago —aseguró Evans, vigilando estrechamente a Lucky—. Si lo meditas con frialdad, Bigman, comprenderás que Lucky está bajo la influencia de las V- ranas. No olvides que también es amigo mío. Le conozco desde antes que tú, Bigman, y me irrita tener que llegar a este extremo, pero no hay otra solución. He de hacerlo.
—Lucky —murmuró Bigman, después de contemplar a los dos hombres—, ¿es cierto que las V-ranas se han apoderado de ti?
—No.
—¿Qué esperas que diga? —sonrió Evans sin humor—. Claro que sí. Para matar al monstruo tuvo que ascender casi hasta la superficie. Y allí le aguardaban las V-ranas, lo bastante cerca para atacarle. Le dejaron matar al monstruo. ¿Por qué no? Las malditas debieron alegrarse de cambiar el control de la parcela por el control de Lucky, y, por esto éste empezó a querer convencernos de la necesidad de subir a la superficie, donde todos estaremos entre las V-ranas, atrapados por ellas... Atrapados los únicos individuos que conocen toda la verdad.
—Lucky... —suplicó Bigman, con incertidumbre.
—Estás equivocado, Lou —replicó Lucky, sin perder la serenidad—. Lo que haces ahora es el resultado de tu propio cautiverio. Estuviste ya bajo el control de esos seres, y ahora ellos ya conocen tu mente. Pueden penetrar en la misma a voluntad. Tal vez nunca te dejaron libre por completo. Sólo haces lo que te ordenan.
Evans apretó con más fuerza el desintegrador.
—Lo siento, Lucky, pero no me convences. Haz que el submarino regrese a la ciudad.
—Lou, si no estás bajo control... —objetó Lucky—, si tienes la mente libre... dispararás contra mí si llevo el submarino a la superficie, ¿verdad?
El otro no contestó.
—Tendrás que matarme, Lou. —continuó Lucky—. Sería tu deber ante el Consejo y ante la humanidad. Por otro lado si te hallas bajo control mental, puedes verte obligado a amenazarme, a intentar que cambie el rumbo del submarino, pero dudo que puedas verte forzado a matarme. Asesinar a un amigo y consejero como tú, sería ir demasiado en contra de tus ideas básicas. De modo que... devuélveme el desintegrador.
Lucky avanzó hacia Evans con la mano extendida.
Bigman abrió los ojos, aterrado.
Evans retrocedió.
—Te lo advierto, Lucky —murmuró roncamente—. Dispararé.
—No. Y me entregarás esa arma.
Evans se hallaba pegado a la pared.
—¡Dispararé! —profirió a gritos—. ¡Dispararé!
—¡Detente, Lucky! —exclamó Bigman.
Pero el joven terráqueo ya se había detenido y empezaba a retroceder. Lenta, muy lentamente, retrocedía.
Evidentemente, la razón había abandonado las pupilas de Evans, el cual estaba de pie, como una estatua, con el dedo firmemente apoyado en el gatillo.
—Volvamos a la ciudad —ordenó, con tono seco.
—Pon, el submarino rumbo a la ciudad, Bigman —le instruyó Lucky al marciano.
Este se dirigió a los mandos.
—Se halla bajo control mental, ¿verdad? —musitó en voz muy baja.
—Temí que ocurriese esto —asintió Lucky en el mismo tono—. Lo han puesto bajo control intenso para asegurarse de que dispare. Y dispararía, no hay la menor duda. Ahora sufre amnesia. Cuando esto termine, no recordará nada de este episodio.
—¿Puede oímos?
Bigman se acordaba de los dos pilotos de la nave costera con la que habían llegado ellos a Venus y de su aparente indiferencia hacia el mundo que les rodeaba.
—No creo —repuso Lucky—, pero está vigilando los mandos, y si nos desviásemos de la debida dirección, dispararía. Trata de no equivocarte.
—Bien, ¿qué haremos después?
—Volver a la ciudad —fue Evans quien respondió con tono helado—. ¡Deprisa!
Lucky, inmóvil, con los ojos fijos en el cañón del desintegrador, empuñado por su amigo, le susurró un par de frases a Bigman.
El marciano asintió con el más leve de los gestos.
El Hilda avanzaba por donde había pasado ya camino de la ciudad.
Lou Evans, consejero de la Tierra, estaba adosado a la pared pálido y severo el rostro, con sus pupilas implacables yendo de Lucky a Bigman, y a los mandos. Su cuerpo, inmóvil por la obediencia debida a los seres que controlaban su mente, ni siquiera experimentaba la necesidad de cambiar el desintegrador de mano.
Lucky aguzó los oídos para captar el ligero rumor del rayo-guía de Afrodita, que parecía zumbar ya de manera constante en el mecanismo remolcador del submarino. El rayo-guía irradiaba en todas direcciones, en una longitud de onda definida, desde la cúspide de la cúpula de Afrodita. La ruta de regreso a la ciudad era tan obvia como si Afrodita estuviese ya a plena vista y sólo a cien metros de distancia.
Lucky sabía por el volumen exacto del bajo zumbido del rayo-guía que no se aproximaban directamente a la ciudad. Existía una mínima diferencia, muy poco audible. Para los oídos controlados de Evans, era fácil que aquella diferencia pasara inadvertida. Lucky lo deseaba con el máximo fervor.
Trataba de seguir la mirada vidriosa de Evans cuando sus ojos se fijaban en los mandos. Ahora estaba seguro de que aquella mirada estaba posada en el indicador de profundidad. Era un cuadrante grande y sencillo que medía la presión del agua. A la distancia a que se hallaba Evans, era fácil ver que el Hilda no apuntaba hacia la superficie.
Lucky estaba seguro de que, de variar un ápice la aguja de aquel indicador, Evans dispararía sin la menor vacilación.
Aunque no se atrevía a pensar por temor a que sus ideas fuesen captadas por las V- ranas, Lucky no pudo por menos de maravillarse ante la idea de por qué Evans no disparaba en cualquier instante. Los tres estaban ya sentenciados a muerte bajo la presión del monstruo marino, y en cambio ahora eran conducidos a Afrodita.
¿O dispararía Evans tan pronto como las V-ranas venciesen los últimos escrúpulos que aún anidaban en la mente de su cautivo?
El rayo-guía bajó un poco más de tono. Los ojos de Lucky volvieron a observar agudamente a Evans. ¿Era imaginación suya, o brillaba una chispa de algo (no exactamente de emoción, pero sí de algo) en los ojos del consejero?
Una fracción de segundo más tarde fue ya algo más que simple imaginación, ya que los bíceps de Evans se atirantaron visiblemente, al levantarse el brazo con lentitud.
¡Iba a disparar!
En el instante en que esta idea pasaba raudamente por la mente de Lucky, y sus músculos se tensaban involuntariamente ante el inevitable disparo, el submarino chocó con algo. Evans, cogido por sorpresa, trastabilló hacia atrás. Y el desintegrador se deslizó de entre sus dedos.
Lucky actuó velozmente. El mismo impulso que arrojó a Evans hacia atrás, a él lo echó hacia delante. De este modo, cayó rodando sobre su amigo, al que asió por la muñeca con una garra de acero.
Pero Evans no era ningún pigmeo y luchó con el furor diabólico impuesto por sus captores. Dobló las rodillas hacia arriba, atrapó a Lucky por los muslos, y empujó. El submarino, balanceándose aún, añadió por casualidad impulso al movimiento de Evans y éste quedó encima de Lucky.
El puño de Evans salió disparado, pero un hombro de Lucky paró el golpe. Entonces, levantó sus propias rodillas y apresó a Evans en una llave de tijera por encima de las caderas.
El rostro de Evans quedó desencajado por el dolor. Se retorció, pero Lucky se retorció con él y volvió a situarse encima. Sentose, con las piernas manteniendo su presa, y afianzándola más aún.
—Lou —murmuró Lucky—, no sé si puedes oírme o entenderme...
Evans no le hizo caso. Con una contorsión final del cuerpo, logró elevarse, y también a Lucky, por el aire, destruyendo la llave de aquél.
Lucky rodó al chocar de nuevo con el suelo y se incorporó con la velocidad del rayo. Asió el brazo de Evans cuando éste se puso en pie y lo torció por encima de su hombro. Un empujón y Evans cayó de espaldas. No se movió.
—¡Bigman! —gritó Lucky, jadeando y pasándose una mano por su alborotado cabello.
—Aquí estoy —repuso el pequeño marciano, sonriendo y entregándole el desintegrador a Lucky—. Por si acaso, ya estaba preparado.
—Está bien. Guarda este desintegrador, Bigman, y ocúpate de Evans. Mira si tiene algún hueso roto. Luego, átale.
Lucky volvió a concentrarse en los mandos, y con precauciones infinitas condujo el submarino lejos de los restos de la carcasa del monstruo que había matado horas antes.
La jugada de Lucky había dado buen resultado. Había supuesto que las V-ranas, preocupadas con las mentalidades y sus controles, no tendrían un concepto claro del volumen físico de la parcela, lo cual, junto con su falta de experiencia de las travesías submarinas, les impediría comprender el significado del leve cambio de rumbo efectuado por Bigman. Toda la jugada se había apoyado en las frases susurradas por Lucky a Bigman cuando éste puso el barco rumbo a la ciudad bajo la amenaza de Evans.
—Al socaire del monstruo —había susurrado.
El Hilda volvió a cambiar de rumbo. Su proa apuntó hacia arriba.
Evans, amarrado a su litera, miró con el rostro enrojecido a Lucky.
—Lo siento —musitó.
—Lo comprendemos muy bien, Lou. No sufras por esto —repuso Lucky con tono ligero—. Pero no podemos soltarte por el momento. Lo entiendes, ¿eh?
—Sí. Y si quieres, ponme más nudos. Me lo merezco. Créeme, Lucky, apenas recuerdo nada.
—Mira, amigo, será mejor que duermas un rato —la mano de Lucky palmeó el hombro de su amigo—. Te despertaremos cuando Reguemos a la superficie, si llegamos.
Hubo una pausa.
—Bigman —le ordenó al marciano—, recoge todas las armas que encuentres a bordo. De cualquier clase. Busca en las alacenas, en las taquillas, en todas partes.
—¿Y qué hago con ellas?
—Tirarlas —fue la escueta respuesta.
—¿Qué?
—Ya me has oído. Empieza a moverte. Podrías quedar controlado, ¿entiendes? — explicó al observar la expresión asombrada del marciano— O yo. Y en tal caso, quiero que no pueda repetirse la escena de antes. Además, las armas físicas son inútiles contra las V-ranas.
Uno a uno, dos desintegradores, más los látigos eléctricos de cada traje submarino, pasaron a través del vaciador de basura. La abertura del vaciador se hallaba al ras de la pared, al lado del botiquín de urgencia, y todas las armas fueron arrojadas al agua a través de las valvas de un solo sentido.
—Esto me hace sentir desnudo —comentó Bigman, mirando por la portilla, ansiando ver por última vez aquellas armas.
Sólo una luz fosforescente pasó por delante del cristal, señalando la presencia de un pez flecha. Nada más.
El indicador de presión de agua descendía lentamente. Al principio estaban a más de mil metros de profundidad. Ahora, se hallaban a menos de setecientos.
Bigman seguía mirando por la portilla.
—¿Qué miras? —quiso saber Lucky.
—Pensé que habría más luminosidad a medida que subiéramos.
—Lo dudo —replicó Lucky—. Las algas marinas obstruyen por completo la superficie. Reinará la oscuridad hasta que afloremos.