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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Novela

Los ojos del tuareg (16 page)

BOOK: Los ojos del tuareg
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—Eso he dicho.

—¿Sin que importe el número de bajas?

—Me tienen sin cuidado el número de bajas… —admitió el inglés sin cambiar para nada el tono de voz—. En los tiempos que corren, los muertos, sean los que sean, se olvidan pronto y acaban por convertirse en mera estadística. Pero lo que nadie olvidará fácilmente es el aberrante hecho de que seis inocentes europeos permanezcan secuestrados por unos beduinos en el corazón del desierto. —Chasqueó la lengua queriendo expresar con ello la magnitud de su fastidio al señalar—: Siempre existirá una madre, una novia, una hermana o una asociación de amigos y vecinos dispuesta a dar la paliza exigiendo a sus respectivos gobiernos que los liberen de inmediato. Y los medios de comunicación suelen ser muy sensibles a ese tipo de temas, puesto que el sufrimiento ajeno acostumbra a dar mucho juego.

—Es lógico que la familia se preocupe por ellos —admitió el recién llegado—. Mientras hay vida, hay esperanza.

—Pero no me interesan ese tipo de «esperanzas» que se prolongan mucho tiempo después de que nos hayamos ido, y provocan que algún periodista que no tenga otra cosa que hacer se dedique a cuestionar nuestros métodos. Quiero a esos seis de vuelta a casa cuanto antes; y a ser posible por su propio pie.

Bruno Serafian, más conocido por
el Mecánico
, aunque nadie en la organización había tenido nunca muy claro qué era lo que en realidad reparaba puesto que jamás se le había visto debajo de un vehículo, se rascó durante largo tiempo la entrepierna como si estuviera aguardando a que de tan sorprendente lugar le llegara alguna idea, y por último masculló casi sin mover los labios:

—¡No hay problema! ¿Cuál es la segunda parte?

—El «Consejo de Ancianos». Pero ése es un tema del que quiero que te ocupes dentro de unos meses, cuando las cosas se hayan tranquilizado y nadie lo relacione con nosotros. —El jefe de seguridad señaló con la cabeza el mapa cuajado de banderas al puntualizar—: Como comprenderás, si el año que viene los tuaregs continúan en su idea de boicotear la carrera, me veo disputándola en Namibia, lo cual no me hace puñetera la gracia…

—¡Entiendo!

—Pero entiende también que en ese asunto tienes que ser muy discreto. No conviene que el «Consejo de Ancianos» desaparezca como por arte de magia, sino que algunos de sus más significativos miembros sean sustituidos por otros que no tengan la menor intención de jodernos.

—¡Evidente!

—¿Evidente también que «la organización» no tiene nada que ver en esto?

—¡Por supuesto!

—Daré órdenes para que hoy mismo transfieran a tu banco un millón de dólares. Cuando necesites más no tienes más que pedirlo, pero resulta inútil que te advierta que esta conversación nunca ha tenido lugar.

—Me conoces hace ya demasiados años como para que necesites recordármelo. ¿Me puedo fiar del piloto del helicóptero?

—¡Decididamente no!

–N
o puedo hablar del tema.

—¿No puedes, o no quieres?

—Las dos cosas.

—¿Por qué?

—Me lo advirtieron claramente.

—¿Quién?

—Tampoco pienso decírtelo.

—¿Fawcett?

—¡Deja de presionarme!

—Es mi obligación, y te he hecho demasiados favores para que ahora te niegues a proporcionarme una información que sospecho que puede convertirse en un auténtico notición. La prueba se ha interrumpido nadie sabe exactamente por qué, y la nariz me dice que tú tienes algunas respuestas. ¿Qué pasó aquel día? ¿Por qué regresaste y qué se discutió en la reunión que mantuviste con los miembros de la organización…?

—¡Escúchame con atención, Hans…! —replicó en tono impaciente Gunther Meyer, en el tono de quien quiere dar por concluida una conversación que a nada conduce—. Yo soy un corredor profesional que trabaja para un equipo oficial que subvenciona con grandes sumas a la organización. Si mi patrocinador me ordena que guarde silencio sobre algo, debo guardarlo, porque de lo contrario es muy posible que me quede sin trabajo. Y vivo de esto.

Hans Scholt tardó en responder, como si se tomara todo el tiempo del mundo para meditar sobre lo que acababa de oír y lo que pensaba replicar, y por último su tono de voz cobró un deje levemente amenazador al señalar:

—¡Ahora escúchame tú, Gunther! Ese mismo día, y en esa misma ruta, desaparecieron tres coches de los que no se ha vuelto a saber nada. Cada vez que pregunto me responden con evasivas, y ahora, de improviso, el rally se detiene alegando no se sabe qué extrañas amenazas terroristas. Puede que yo no sea el mejor periodista del mundo, pero no soy estúpido, y por lo tanto barrunto que existe alguna relación entre ambos casos. Siempre te he ayudado, pero si en este caso no me echas una mano, te garantizo que iré a por ti, y si por alguna extraña razón los que iban en esos coches sufren algún daño, te acusaré públicamente de complicidad en un hecho delictivo.

—¡No intentes joderme, Hans!

—Pues no intentes joderme tú, cuéntame lo que sepas, y te garantizo que tu nombre no aparecerá. Nadie me puede obligar a revelar mis fuentes de información y lo sabes. Dame una pista y yo la seguiré sin que tengas que verte involucrado.

El austriaco Gunther Meyer lanzó un hondo suspiro que sonaba a lamento, se metió el dedo índice en la oreja ahondando en ella como si estuviera intentando que le destupiera el cerebro, dejó escapar un malsonante reniego, y por último señaló casi mordiendo las palabras:

—¡Es lo más absurdo que me ha ocurrido nunca!

Cuando quince minutos más tarde dio por concluido el pormenorizado relato de cómo había sido capturado por una familia de tuaregs en un perdido pozo del desierto, y de cómo le habían dejado en libertad a condición de que fuera a poner sobre aviso a los organizadores de la prueba, su interlocutor dejó escapar un largo silbido de admiración:

—¡La madre que me parió! —exclamó—. ¡Eso es una auténtica bomba!

—Que nos puede estallar en las manos…

—No, si la manejamos con cuidado, porque tú quedarás al margen y a mí no me preocupan las represalias que puedan tomar, puesto que ya había decidido que éste sería mi último rally africano. Demasiado polvo y demasiado jaleo para mi gusto… ¿Tienes una idea de quién es Marc Milosevic?

El otro negó con un gesto.

—Me han prohibido que me acerque a él, y por lo que he podido advertir lo vigilaban de cerca, aunque creo que no le han dicho nada para evitar que se largue. Al parecer prefieren tenerle controlado.

—¿Supones que tienen intención de hacer un intercambio? —se sorprendió el periodista.

—No, pero imagino que les conviene tener a mano a alguien a quien echar las culpas de lo que pueda ocurrir en caso de que esos tuaregs decidan cargarse a los rehenes.

—¿Realmente crees que los matarán?

—Parecían hablar en serio, y con gente tan fanática de su religión, sus leyes y sus costumbres nunca se sabe…

—Lo que no entiendo es qué tiene esto que ver con la interrupción de la prueba… —puntualizó Hans Scholt mordiéndose pensativo el labio inferior—. ¿Existe alguna relación?

—¿Y a mí qué me preguntas? —se lamentó su interlocutor—. Tan sólo soy un mecánico que aprendió a correr, y hasta ahora no había visto a los beduinos más que de refilón, cuando pasaba junto a sus campamentos a cien por hora… —Agitó la cabeza de un lado a otro como si con ello quisiera dejar bien claro que nada de aquello tenía que ver con él—. Termino el día agotado, reviso la moto, ceno poco y mal, duermo inquieto, me levanto con el alba, y vuelvo a trepar a la máquina confiando en no romperme la crisma. Si llego a El Cairo entre los cinco primeros, me pagarán por seguir corriendo, pero en caso contrario tendré que volver a currar al taller. —Lanzó un bufido—. El resto me tiene sin cuidado y lo único que te suplico es que no me compliques en todo esto.

—No te complicaré. Tienes mi palabra.

Hans Scholt aún rumiaba la mejor forma de abordar al jefe de relaciones públicas de la organización con el fin de sonsacarle alguna información adicional sin necesidad de mencionar su charla con Gunther Meyer, cuando por todo el campamento se corrió la voz de que se había encontrado una solución al grave problema que significaba la amenaza terrorista:

—¡Parte del viaje se hará en avión!

Más de uno no pudo evitar su desconcierto y casi su estupefacción:

—¿En avión?

—¡Exactamente!

—¿Realmente existe la posibilidad de transportar ciento cuarenta motos, ciento treinta coches, sesenta camiones, ocho helicópteros y mil cuatrocientas personas en avión…?

—Eso han dicho.

—¿Y hasta dónde?

—Hasta la frontera con Libia, donde al parecer no alcanza ya el poder de los grupos terroristas.

—¡Están locos!

—Siempre lo han estado.

—¿Y cuánto va a costar?

—Menos de la mitad de lo que reportará en publicidad extra en todos los medios de comunicación del mundo una operación aérea de tan tremendas características.

En un principio la respuesta dejó un tanto desconcertado a Hans Scholt, pero en el momento de escribir su crónica advirtió que resultaba doblemente larga que las transmitidas cualquiera de los días anteriores, así como muchísimo más interesante desde el punto de vista periodístico.

Eso significaba, en buena lógica, que los diarios le dedicarían de igual modo mucho más espacio y un gran despliegue fotográfico, probablemente con titular en la primera página, y lo mismo harían la mayoría de los periódicos, estaciones de radio y televisiones del mundo.

Si la base económica de una prueba deportiva de semejantes características se centraba casi exclusivamente en la amplitud de la cobertura informativa que consiguiera alcanzar, no cabía duda de que a partir de aquel momento el rally africano se convertía, gracias a unos supuestos terroristas, en una sensacional noticia de cabecera.

Un despliegue informativo semejante tan sólo lo conseguía el estallido de una guerra o el asesinato de un líder político de primera magnitud, lo cual significaba que por muchos millones que costase el alquiler de los aviones, lo que los organizadores iban a obtener a cambio les compensaba con creces, puesto que nadie sería capaz de precisar el incalculable valor de los espacios que se les iba a conceder en los próximos días.

El padre de la idea de contratar los gigantescos Antonov 124 que se encargarían del traslado, Yves Clos, no podía evitar sentirse francamente eufórico por su espectacular hallazgo, aunque al propio tiempo se sentía en cierto modo culpable al reconocer que el despliegue táctico en hombres y medios previsto superaría en mucho a cuanto solía hacerse cuando se trataba de remediar los catastróficos efectos de un huracán centroamericano, un terremoto en Turquía, o las terribles hambrunas africanas que se llevaban por delante miles de vidas.

Con los veinte vuelos programados para cada uno de los tres aviones capaces de transportar más de cien mil kilos de alimentos, la mitad de los desgraciados que habían muerto de hambre últimamente en Somalia, Etiopía y Sudán aún seguirían con vida, pero resultaba evidente que aquéllas eran misiones humanitarias que no interesaban en absoluto a las firmas comerciales que patrocinaban tan «trascendental acontecimiento deportivo».

—El mundo es así… —reconoció esa misma noche ante el desconcertado Nené Dupré, que se había convertido en su mejor confidente—. Admito que lo que estamos a punto de hacer es un descarado despliegue de riqueza y poderío en el corazón mismo de un paupérrimo continente que ni siquiera consigue sobrevivir con lo más imprescindible, pero yo no soy quién para cambiar las reglas del juego.

—Y según tú, ¿quién debería cambiarlas?

—Los políticos.

—¿Los mismos que se fotografían contigo en el momento en que empieza la prueba, o los mismos que se fotografían con los ganadores a la hora de entregar los trofeos?

—Los mismos que se sienten muy orgullosos a la hora de promulgar leyes que prohíben la publicidad de tabaco y licores, pero miran hacia otro lado cuando uno de nuestros coches aparece en pantalla.

—¿Los hipócritas?

—Llámalos como quieras, pero recuerda el dicho: «Hecha la ley, hecha la trampa…». Nosotros nos aprovechamos de un vacío en las leyes, y por lo tanto nadie puede culparnos. El día que en cada saco de arroz que se envíe al Tercer Mundo se permita colocar el logotipo de una marca de cigarrillos, el número de muertos por hambre disminuirá al tiempo que aumentará el de víctimas del cáncer. De momento esa publicidad está prohibida, pero no lo está que se coloque en nuestros vehículos. —Se encogió de hombros como dando por concluido el tema, para añadir—: Y ahora dime: ¿cómo van tus relaciones con nuestro buen amigo Gacel?

—¿Y cómo quieres que vayan? —se sorprendió el piloto—. Igual. Ese tuareg no es de los que cambian de idea, y si no le llevamos a Milosevic cumplirá su palabra y se cargará a esos desgraciados.

—Pues de ti depende que no lo haga.

El tono de voz de su amigo, más que sus propias palabras, consiguieron que Nené Dupré se alarmara, por lo que inquirió atemorizado:

—¿Qué pretendes decir?

—Que Fawcett ha decidido que seas tú quien se ocupe del asunto. Si consigues salvarlos, bien. Si no lo consigues, peor para ellos.

—¡No me jodas!

—Últimamente todos creemos que los demás están intentando jodernos, pero te garantizo que no es así. Las cosas vienen como vienen, y en estos momentos «la prioridad» se concreta en el traslado en avión hasta la frontera libia, desde donde tendremos el tiempo justo para llegar a El Cairo en la fecha prevista. Los temas secundarios quedan en otras manos. En este caso las tuyas.

—¿Consideras esas vidas humanas «un tema secundario»?

—Como asegura Fawcett, en toda guerra hay muertos.

—Pero es que no se trata de una guerra.

—¡Desde luego que no! Pero existen centenares de pequeñas guerras a las que no se dedica ni la décima parte de la cobertura informativa de la que nos dedican a nosotros, y hoy por hoy las cosas son tanto más importantes cuanto más se hable de ellas. Te lo dice un experto en relaciones públicas.

—¡Pues yo me cago en «las relaciones públicas»!

—Querido mío, «las relaciones públicas» suelen ser una montaña de mierda tan grande, que la que tú puedas aportar ni siquiera la hará aumentar un milímetro.

—Me niego a tomar parte en esto.

—Pues lo siento por esos infelices, ya que eres su única esperanza de salvación, y si renuncias los van a convertir en paté de oca. —Yves Clos extendió la mano para colocarla con afecto sobre el antebrazo del piloto al añadir—: No te estamos pidiendo milagros; tan sólo pedimos que hagas lo que esté en tu mano, y personalmente creo que eres el más capacitado para intentarlo.

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