Read Los ojos del tuareg Online

Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Novela

Los ojos del tuareg (23 page)

BOOK: Los ojos del tuareg
6.02Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Cuento con los mejores «pescadores».

—No sé si serán los mejores, pero sí está claro que son los más caros.

—Son tan caros porque no hay mucho loco dispuesto a lanzarse en plena noche sobre unas lejanas montañas del Sahara. Vete tranquilo; en tres días se habrán acabado todos tus problemas.

—Así lo espero… Y de ahora en adelante no quiero que tengamos el más mínimo contacto.

—¿Qué tiene que hacer mi gente de Libia con ese periodista?

—Lo primero encontrarlo. Luego, ya veremos…

—¿Y con Milosevic?

—De momento ni tocarlo. Aunque me encantaría que algún día, cuando menos se lo espere y en el lugar más insospechado, alguien le ajuste las cuentas aunque tan sólo sea por los quebraderos de cabeza que me está proporcionando.

—Si, como dicen, era amigo de Arkan, a nadie le sorprenderá que también tenga un final violento… ¿Quieres que me ocupe de él?

—A su debido tiempo… Y ahora es mejor que me dejes solo. Tengo que hacer unas llamadas y recoger todo esto porque dentro de una hora levantamos el campamento.

—¿Esperas llegar a tiempo a El Cairo?

—¿Acaso lo dudas?

—Conociéndote como te conozco, no.

Diez minutos más tarde,
el Mecánico
hacía su entrada en el camión-remolque que le servía de cuartel general, y en el que los hermanos Mendoza —Julio y César— desertores del ejército argentino y fugitivos de una justicia que los buscaba por tortura, secuestro y asesinato, dormían a pierna suelta.

—¡Basta de hacer el vago! —fue lo primero que dijo—. Empieza el baile.

—¡Pero si todo está listo desde hace dos días…! —protestó el mayor de los hermanos.

—Para mí no —gruñó el armenio—. Para mí, «nunca está todo listo» porque la experiencia me ha enseñado que siempre te pueden reservar una sorpresa…

—¿Y qué sorpresa esperas de unos mugrientos beduinos que no cuentan más que con un par de viejos fusiles?

—Si lo supiera no tendría por qué inquietarme —le hizo notar su jefe—. Pero durante los años que combatí en el Chad aprendí que en el desierto un par de «mugrientos beduinos» que no cuentan más que con viejos fusiles te pueden dar más disgustos que media docena de carros de combate a los que ves llegar y sabes cómo combatir. Esos «mugrientos» surgen de donde menos te lo esperas y te degüellan como a un chivo para desaparecer tal como aparecieron. Mi consejo es que mantengáis los ojos muy abiertos, pero que aun así nunca os fiéis ni de lo que estáis viendo porque raramente será lo que parece. Y ahora, vamos a repasar esas fotografías.

—¿Otra vez…?

—Y mil veces si fuera necesario…

Extrajo de una resobada cartera una docena de enormes fotografías aéreas, las extendió sobre la pequeña mesa central y aguardó a que sus acompañantes se aproximaran.

—En ésta se distinguen perfectamente el pozo, las palmeras, las
jaimas
y los coches —señaló—. Pero resulta evidente que no hay sitio en el que ocultar a los rehenes, por lo que lo más probable es que los hayan trasladado a alguna cueva de estas montañas.

—No creo que necesitemos más de un día para «peinar» toda esa zona metro a metro… —le hizo notar Julio, el mayor de los Mendoza—. Parece más pelada que el culo de una mona.

Ya veo que está pelada, pero ten en cuenta que incluso desde esta altura se distinguen gargantas estrechas y profundas porque probablemente por aquí debió circular un río bastante caudaloso que erosionó la roca… Y cada vez que tengamos que subir o bajar al fondo de una de esas quebradas nos estaremos exponiendo a que nos peguen un tiro porque esos hijos de puta nunca fallan y suelen esconderse en los lugares más insospechados.

—Si no te conociera diría que estás acojonado.

—Quien tenga que enfrentarse a un tuareg en su terreno y no esté en cierto modo «acojonado» es un cretino que merece que le degüellen a las primeras de cambio… —Bruno Serafian alzó la cabeza para sonreír apenas, al tiempo que guiñaba un ojo—. Sin embargo… —añadió—, contamos con algo importante a nuestro favor.

—¿Y es…?

—Que como se trata de una de las regiones más desoladas del planeta no existe casi ningún tipo de vida animal, y eso significa que todo lo que se mueva tiene que ser necesariamente un enemigo.

—¡Y plomo con él…! —comentó julio Mendoza en tono levemente irónico—. Tranquiliza saber que algo está a nuestro favor.

Su jefe le dirigió una dura mirada de reconvención.

—Guarda esa ironía para cuando todo acabe si es que aún conservas el pellejo… —masculló—. Y reza para que esos cabrones no nos estén reservando alguna de sus famosas sorpresas.

—¿Sorpresas…?

—Eso he dicho.

—¿Y a qué clase de «sorpresas» te refieres?

—¡Si lo supiera ya no sería ninguna sorpresa, pedazo de imbécil…! Pero de lo que puedes estar seguro es que los tuaregs siempre se las ingenian para darte por el culo cuando menos te lo esperas.

Resultaba evidente que Bruno Serafian no se fiaba en absoluto de los tuaregs y de su muy especial forma de entender la lucha armada, y de igual modo resultaba evidente que razones le sobraban puesto que casi a la misma hora en que insistía en hacer tan severas advertencias a sus lugartenientes, «su mugriento enemigo», Gacel Sayah, acababa de introducir la punta de su cuchillo en la yugular de la más debilitada de las cabras que colgaban del arzón de los camellos, con el fin de conseguir que su sangre gotease hasta el punto de ir dejando a su paso un rastro inconfundible.

Empezaba a poner de ese modo en práctica las enseñanzas de aquel gran guerrero que fuera su padre, así como de generaciones de combativos
imohag
que a lo largo de siglos habían aprendido a convertir el árido paisaje que les rodeaba y sus escasas criaturas en sus mejores aliados.

Cuando la primera claridad del alba hizo su aparición en el horizonte, dos de las cabras habían sido sacrificadas ya, por lo que su sangre regaba la arena de la llanura y las rocas de la falda de las montañas, provocando que muy pronto los primeros buitres hicieran su aparición volando muy alto.

Poco después Gacel hacía su entrada en «La Cueva de las Gacelas», abrazaba a su madre y sus hermanos, y tras aceptar de buena gana un reconfortante vaso de té muy caliente les ponía al corriente de los últimos acontecimientos, así como del plan de acción que había venido madurando.

—¿Crees que dará resultado? —quiso saber Suleiman.

—Tiene que darlo —fue la sencilla respuesta—. Saben que estamos aquí y por lo que me han contado son auténticos profesionales dispuestos a todo. O los vencemos, o podemos considerarnos muertos.

—Nos queda un tercer camino… —le hizo notar Aisha—. Dejar en libertad a los rehenes.

—Demasiado tarde, ¿no crees? Ya no tenemos pozo ni lugar adonde ir. Ya no tenemos ni huerto ni animales. Y lo único que nos queda, el orgullo de ser tuareg, también se habrá perdido para siempre. Si ahora nos damos por vencidos estaremos ensuciando la memoria de nuestro padre.

—En estas circunstancias él lo entendería… —susurró quedamente Laila—. Hay ocasiones en que la victoria resulta de todo punto imposible.

—Recuerda que él nunca luchaba pensando en una improbable victoria… —puntualizó su hijo mayor—. Luchaba porque su obligación era luchar aun a sabiendas de que no tenía la más mínima esperanza de vencer.

Y acabaron matándole. ¿Qué hemos ganado con ello los que le amábamos? ¿Qué ganó él mismo, más que el odio de muchos, la admiración de unos pocos y la compasión de la inmensa mayoría? —La buena mujer tomó asiento sobre una roca y se llevó las manos a la cabeza con gesto de profundo cansancio al añadir—: Desde el día en que tu padre salió en busca de Abdul-el-Kebir mi vida ha sido el peor de los infiernos, pero ahora resulta que el destino se ha empeñado en repetir tan triste hazaña. No le parece suficiente que perdiera a un marido al que adoraba; ahora pretende que pierda de igual modo a mis hijos… ¿Por qué? —quiso saber—. ¿Qué delito he cometido para que se me castigue de este modo?

—Tú no has cometido ningún delito… —se apresuró a consolarla Aisha—. Son otros los que lo cometieron, pero tal vez en esta ocasión no tengamos que pagar por ello. Nuestro padre tuvo que enfrentarse a todo un ejército y tan sólo le vencieron cuando se vio obligado a abandonar el desierto. Nosotros únicamente nos enfrentaremos a un puñado de mercenarios que ni siquiera conocen estas montañas. El plan de Gacel parece bueno y lo que tenemos que hacer es seguirlo al pie de la letra.

—¡Pero ni siquiera sabemos a cuántos de esos mercenarios tenemos que enfrentarnos! —se lamentó Laila.

—El piloto me ha asegurado que no llegarán a veinte… —puntualizó Gacel—. Y parecía bastante seguro.

—¿Confías en él?

—Absolutamente. De otro modo no estaría aquí. —Mostró con orgullo el arma que portaba—. La he probado por el camino y le acierto a un pedrusco a trescientos pasos. —Sonrió feliz al añadir—: Por si fuera poco tenemos unos prismáticos nocturnos… —Se inclinó a rozar apenas con los labios la mejilla de su madre—. No te aflijas —rogó—. Saldremos de ésta, pero para conseguirlo es preciso que nos pongamos a trabajar desde ahora.

Casi de inmediato se dirigió al extremo de la caverna en que se encontraban los cautivos para inquirir en tono apremiante:

—¿Quién es Mauricio Belli?

El más joven musitó apenas:

—¡Yo!

—¡Ven conmigo!

—¿Adónde?

—¡No hagas preguntas! Su tono era tan seco y cortante, que el pobre muchacho no pudo por menos que dirigir una angustiada mirada a sus compañeros, para acabar por ponerse trabajosamente en pie.

Gacel le empujó con suavidad hasta muy cerca de la salida, donde le colocó una venda en los ojos y le obligó a inclinarse con el fin de permitirle llegar al exterior sin golpearse con las rocas.

—¿Qué me vas a hacer? —casi sollozó el italiano cuando comprendió que se encontraba al aire libre.

—¡Ya lo verás! Le ayudó a subir a tientas a un camello a cuya silla le ató con firmeza, y obligando al animal a ponerse en pie se alejó tirando del ronzal a través de los intrincados vericuetos del oscuro macizo rocoso.

Aproximadamente una hora más tarde se detuvo, chistó a la bestia para que se arrodillara, y con ayuda de una afilada gumía cortó las correas de su prisionero para acabar por despojarle de la venda.

—¡Puedes irte! —dijo.

El otro guiñó repetidamente los ojos hasta lograr que se acostumbraran a la violenta luz del mediodía, pero cuando se percató que se encontraban en mitad de una región rocosa, desolada y calcinada por un sol que caía a plomo, no pudo evitar que se le escapara un leve gemido de terror.

—¿Irme? —Se horrorizó—. ¿Adónde?

—Si sigues hacia el nordeste, en tres días llegarás a un pozo frecuentado por las caravanas de sal. Tienes agua suficiente para el camino, y te he traído esta brújula que arranqué de uno de los coches.

—Pero ¿por qué yo?

—Pino Ferrara pagó por tu libertad. A él tienes que agradecérselo. Por lo visto es muy buen amigo de sus amigos.

—Pero hubo otros que también te ofrecieron dinero… —le hizo notar el italiano—. ¿Por qué no lo aceptaste?

—Porque prometí que mataría a cuatro, y son esos cuatro los que van a morir —replicó el tuareg con absoluta calma—. Tú has tenido más suerte.

—No es justo.

—Si no te parece justo volveremos atrás y te cambiaré por otro… —Gacel Sayah abrió las manos con las palmas hacia arriba al puntualizar con marcada intención—. Estoy seguro de que alguno aceptará. ¡Piénsalo, pero decídete rápido porque no tengo tiempo que perder!

—¡Dios Bendito! ¿Dónde está Pino?

—A salvo, y supongo que a estas horas volando hacia Italia.

—¿Cuánto pagó por mí?

—Probablemente más de lo que vales.

Mauricio Belli fue a decir algo, pero el sonido de una lejana detonación que se extendía de una parte a otra de las montañas repitiéndose en mil ecos le obligó a prestar atención.

—¿Qué ha sido eso? —inquirió al fin.

—Un disparo. Ya se ha cumplido el plazo y mi hermano ha ejecutado al primero de los rehenes. Cada día mataremos a uno.

—¡Salvajes!

—Hasta que llegasteis vosotros jamás le habíamos hecho daño a nadie —fue la respuesta—. ¿Realmente quieres volver a la cueva?

El aterrorizado muchacho negó con un decidido ademán de la cabeza.

—¡Bien…! —insistió el tuareg—. En ese caso, quédate aquí hasta que empiece a caer el sol y luego sigue en aquella dirección. Mi consejo es que camines a primera hora del día y a última de la tarde. De lo contrario te deshidratarás o te perderás en la oscuridad. —Hizo un leve gesto alzando la mano—. ¡Que Alá te acompañe y no vuelvas nunca por aquí!

Dio media vuelta y apenas cinco minutos después se había perdido de vista tras un grupo de rocas, dejando al infeliz Mauricio Belli aterrorizado y tan desmoralizado como no lo había estado ni en sus peores pesadillas.

Rompió a llorar.

Hacía días que necesitaba hacerlo abiertamente, pero tan sólo se lo había permitido de forma furtiva y silenciosa en mitad de la noche. Ahora, consciente de que nadie podía verle, lloró e hipó desconsoladamente vencido por el miedo y por la compasión que sentía por sí mismo y por quienes había dejado atrás y que sabía que estaban condenados a morir.

Uno ya había caído, pero ¿cuál? ¿Cuál de ellos, Dios Santo?

Pronto comprendió que resultaba inútil obsesionarse intentando averiguar algo que en el fondo carecía de importancia, puesto que dentro de cuatro días todos habrían sido de igual modo ejecutados.

Se limpió los mocos con el dorso de la mano, hizo un esfuerzo por tranquilizarse, e intentó echar mano de su innegable experiencia como copiloto en tres carreras a través del desierto con el fin de hacerse una idea de dónde se encontraba y cómo conseguiría arreglárselas para alcanzar aquel lejano pozo, si es que en verdad existía.

De existir, se trataba sin duda de
Sidi-Kaufa
, su punto de destino el malhadado día en que erraron el rumbo por culpa de un libro de rutas equivocado, y se concentró en intentar recordar cuanto había aprendido en los mapas, aunque resultaba evidente que dichos mapas no eran en absoluto dignos de confianza.

Si la memoria no le fallaba, aquel aislado macizo rocoso tenía que haber quedado muy al sur, sirviéndoles de lejana referencia siempre a su derecha.

Según eso, cuanto se le ofreciese a unos treinta kilómetros a partir de aquel lugar no debía de ser más que una infinita llanura salpicada de pedruscos por la que les habían advertido que los vehículos tendrían que progresar con infinitas precauciones si no querían arriesgarse a destrozar los neumáticos.

BOOK: Los ojos del tuareg
6.02Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Soul Intent by Dennis Batchelder
Sacrifice the Wicked by Cooper, Karina
A Spoonful of Sugar by Kerry Barrett
My Life for Yours by Margaret McHeyzer
Reclaim My Heart by Fasano, Donna
The Eye: A Novel of Suspense by Bill Pronzini, John Lutz