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Authors: Emilia Pardo Bazán

Tags: #Clásico

Los pazos de Ulloa (58 page)

BOOK: Los pazos de Ulloa
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Gabriel, en cuya presencia nadie reparaba, porque el interés de la faena absorbía a todos, permanecía a la entrada de la era, protegido por la sombra del hórreo, y deteniéndose en ir a saludar a su cuñado: verdad que este tenía el rostro más ceñudo y avinagrado que de costumbre, leyéndose en él cierta sombría preocupación, debida a circunstancias que merecen referirse.

Todos los años, al abrirse la maja, acostumbraba el señor de Ulloa sacudir la primera camada, demostrando así a sus gañanes que si no ganaba el mismo jornal que ellos, no era por falta de aptitud. Cuando el descendiente de aquellos Moscosos que habían lidiado calzando espuela de oro en los días, azarosos para el país gallego, del reinado de Urraca y Alfonso de Aragón; de aquellos Moscosos que se distinguieron entre los paladines portugueses en la ardiente África; de aquellos Moscosos que hasta mediados del siglo XIX conservaron en el límite de sus dominios erectos los maderos de la horca, como protesta muda contra la supresión de los derechos señoriales; de aquellos Moscosos… en fin, de aquellos Moscosos de Ulloa, que si no en caudal en sangre azul podían competir con lo más añejo y calificado de la infanzonía española… cuando el descendiente, digo, de tan claro linaje empuñaba el mallo y a la voz de a la una… a las dos… a las tres… se santiguaba, lo vibraba en el aire y lo derrumbaba sobre la espiga, corría entre los malladores halagüeño murmullo, que crecía a medida que el señor, con compás admirable y pulso de atleta, reiteraba los golpes, sin cejar un punto, poniendo la ceniza en la frente al más alentado de sus mozos. Su abierta camisa descubría el esternón bien desarrollado, blanco, saliente, que con el trajín de la labor iba sonroseándose como el cutis de una doncella a quien agita la danza: sus mangas vueltas por más arriba del codo permitían ver las montañuelas de carne que el ejercicio alzaba y deprimía en los robustos brazos. Y así que terminaba el vapuleo por no quedar ni sombra de grano en la espiga tendida, y don Pedro, sudoroso, humeante, pero con la respiración igual y desahogada, se quedaba apoyado en su mallo y gritaba con firme voz —¡Ea!, ¡day un jarro de vino, retaco! ¡Los majadores tenemos que mojar la palabra!—ya no era murmullo, sino tempestad atronadora de plácemes, de alabanzas, de requiebros si así puede decirse, dirigidos a lo que más admira el labriego en las personas nacidas en esfera superior: la fuerza física. Don Pedro sonreía, guiñaba el ojo, dejaba escurrir suavemente el mallo sobre la paja, se atizaba el jarro de una sentada no sin decir antes «hasta verte, Jesús mío», y consumada esta segunda hazaña, que no se celebraba menos que la primera, echábase la chaqueta por los hombros, se encasquetaba el sombrero, y sentado en las gavillas de mies, fumaba como los otros trabajadores, pero con placer sereno e íntimo orgullo.

Este año observaban atónitos los gañanes que el marqués no seguía la ya inveterada costumbre. Sentado estaba allí lo mismo que siempre; ¿cómo sería no coger el mallo? Hasta parece que no se le alegraba la cara viendo aquella gloria de Dios de los haces, nunca más lucidos ni de más limpia espiga, y aquel sol hecho de encargo para desprender el fruto, y aquel mar de oro donde los mallos, al precipitarse, producían un ruido apagado, mate y sedoso que regocijaba el corazón. Lejos de manifestar el contento de otras veces, hasta se podía jurar que el hidalgo de Ulloa había exhalado media docena de suspiros. De tiempo en tiempo cruzaba las manos y se tentaba los brazos, y fruncía el entrecejo, como el que no sabe a qué santo encomendarse. De repente Gabriel, desde su atalaya, vio que el marqués se levantaba resuelto, se despojaba de la americana a toda prisa, se remangaba…

—¿Qué barbaridad irá a hacer este? —pensó Pardo.

Se admiró más al verle asir la pértiga, colocarse en fila y zurrar valerosamente la mies. El señor de Ulloa, en los primeros momentos, demostró todo el esfuerzo y brío acostumbrados; pero a los pocos golpes, empezó a sentir lo que tanto temía, lo que desde por la mañana le nublaba la frente: la respiración se le acortaba, el brazo se resistía a levantar el instrumento, las carnes se le volvían algodón y se le doblaban las rodillas. Exclamó con angustia: —¡Alto, rapaces!—y los diez y nueve mallos de la cuadrilla permanecieron suspensos en el aire como si fuesen uno solo, mientras los gañanes miraban al señor con muda lástima y en un silencio tal, que pudiera oírse el vuelo de una mosca. Al fin dejó don Pedro caer la pértiga, se llevó ambas manos a la frente húmeda, y a vueltas de congojoso sobrealiento, murmuró:

—Rapaces… Ya pasé de mozo. No sirvo… No darme el jarro.

Cuchichearon los gañanes; algunos sacudieron la cabeza entre burlones y compasivos, no sabiendo si era prudente tomar el caso a risa o dolerse mucho de él. Don Pedro, desplomado en los haces, se enjugaba el sudor con un pañuelo amarillo; sus labios temblaban, su rostro estaba demudado, y un dolor real, acerbo y hosco, se pintaba en él. Parecía como si el fracaso de su intento le echase de golpe diez años encima. Sus arrugas, su pelo gris, todas las señales de vejez se hacían más visibles. Y con los ojos cerrados, cubiertos por el pañuelo, la otra mano caída, la espalda encorvada y la cabeza temblorosa, el marqués se veía ya inútil para todo, baldado, preso en una silla, tendido después en la caja, entre cuatro cirios, en la pobre iglesia de Ulloa, o pudriéndose en el cementerio, donde hacía tiempo le aguardaba su mujer.

Así se estuvo unos cuantos minutos, sin que los gañanes se atreviesen a continuar la tarea, ni casi a chistar. Un rumor profundo, contenido, salió de la multitud cuando don Pedro, levantándose impetuosamente, listo como un muchacho y con un semblante bien distinto, alegre y satisfecho, llamó con imperio al Gallo, que, ojo avizor, muy currutaco de traje, muy digno de apostura, asistía a la faena.

—¡Ángel! ¡Ángel!

—Señor…

—Busca al señorito Perucho… Tráelo volando aquí… De mi parte, ¡qué venga a majar la camada!

Jamás impensado reconocimiento de príncipe heredero produjo en corte alguna tan extraordinaria impresión como aquellas explícitas y graves palabras del marqués de Ulloa. Inequívoca era la actitud; claro el sentido de la orden; elocuente hasta no más el hecho; y si alguna duda les pudiese quedar a los maliciosos y a los murmuradores de aldea acerca del hijo de Sabel, ¿qué pedían para convencerse? Llamarle a que majase la camada en lugar del hidalgo, era lo mismo que decirle ya sin rodeos ni tapujos: Ulloa eres, y Ulloa quien te engendró.

Todos miraron al Gallo, a ver qué gesto ponía. Nunca el semblante patilludo del rústico buen mozo y su engallada apostura expresaron mayor majestad y convencimiento de la alta importancia de su misión en la señorial morada de los Pazos. Se enderezó más, brilló su redonda pupila, y respondió con tono victorioso:

—Se hará conforme al gusto de Usía.

Salir el Gallo por un lado y entrar Gabriel por otro, fue simultáneo. Acercose a su cuñado, y hechos los saludos de ordenanza, sentose en los haces, y pidió noticias de su sobrina.

—¿Quién sabe de ella? —respondió el padre—. Andará por ahí… ¿Has visto la maja? —añadió revelando sumo interés en la pregunta.

—Sí, te he visto hecho un valiente…

—¿A mí? ¡A mí me viste acabado, derreado! Ya no sirve uno sino para echar al montón del abono… A cada cerdo le llega su San Martín… Ya verás a Perucho majar la camada, que será la gloria del mundo… Ey, Ángel… ¿Viene o no viene? ¿Qué… no está?

—Dice que no… que salió tempranito con Manola… Que no voltaron aún.

—¡Por vida de…! ¡Mal rayo!

Volvió a encapotarse el rostro y a anudarse de veras el ceño del hidalgo de Ulloa.

- XXIV -

Comieron solos los dos cuñados. Al sentarse a la mesa, Gabriel manifestó extrañeza grande por la ausencia de Manola, y don Pedro preguntó a los criados si los rapaces no parecían; la respuesta negativa no le despejó el severo entrecejo. Érale difícil al hidalgo conservar muchas horas seguidas la afable disposición de los primeros momentos de hospitalidad; no sabía ejercitar la simpática virtud de la eutrapelia, que en resumen es cortesía y buena crianza, y al poco tiempo de tratar a una persona, se creía autorizado para obligarla a que le sufriese su mal humor, así como a imponerle su jovialidad, cuando estaba alegre, que no era cosa que ocurriese todos los días. Por su parte Gabriel, aunque siempre atento y sin prescindir de sus corteses maneras, también se mantenía serio, como hombre que tiene algo grave en qué pensar.

Sus porqués y cavilaciones salieron a relucir a la hora del café, cuando ya la moza en pernetas y el tagarote del criado no tenían necesidad de entrar en el comedor. Hacíase el café allí mismo, en la mesa; lo preparaba don Pedro —único modo de que saliese a su gusto —en una maquinilla de hojalata toda desestañada, derrotadísima, con lágrimas de estaño colgando a lo largo de su cilindro superior; artefacto casi inservible, pero irreemplazable para don Pedro, habituado a semejante chisme y persuadido de que en una cafetera nueva no le saldría bien la operación. Se filtraba el café lentamente, gota a gota, y en realidad resultaba fuerte, oscuro, aromático, exquisito. El marqués de Ulloa era inteligente en la materia; porque merece notarse que aquel burdo hidalgote, ajeno no sólo a la idea de lo que espiritualmente embellece y poetiza, sino de lo que hace materialmente grata la existencia, tenía en dos o tres ramos afinadísimo el sentido y el conocimiento, hasta rayar en sibarita: nadie como él distinguía un legítimo habano de primera, de las imitaciones más o menos hábiles; nadie entendía mejor el intríngulis del café; nadie conocía tan perfectamente dos o tres clases de licores y vinos; y así como entendía fallaba, y que no le viniesen con cigarros del estanco ni con Jerez de marcas inferiores. Ni él mismo podía decir dónde había adquirido esta ciencia: acaso le venía de casta, como el gitano ser chalán y al árabe apreciar armas y caballos.

Mientras se destilaba el rico néctar, Gabriel, sin acritud ni severidad, antes con cierta blandura encaminada a hacerse los lares propicios, dijo a su cuñado:

—Oye tú… ¿No le habrá sucedido a Manuela cosa mala? ¿Estás seguro?

—Va con Perucho —respondió lacónicamente el marqués, dando vuelta a la llave, y acercando a la villa la taza de Gabriel, donde cayó un chorro negro, que despedía balsámicos efluvios.

—Perucho… —murmuró Gabriel Pardo como si se le atragantase el nombre— Perucho… es un muchacho de muy poca edad.

—Poca edad… ¡Quién me diera en la suya! —exclamó el hidalgo, respirando por la herida de su decadencia física—. ¡A esa edad, que le echen a uno encima disgustos y leguas de mal camino! A esa edad… salía yo para el monte a las cuatro de la mañana, que aún no se veía luz; y me estaba allí a pie firme hasta las ocho de la noche, que volvía para casa con el morral atacado de perdices… Y desde las cuatro de la madrugada hasta las ocho de la noche llevaba aguantada toda la lluvia, que se me había secado encima del cuerpo, y todo el sol, que maldito si le hacía yo más caso que a este café que bebo ahora, y todo el frío, y todas las brétemas, y los orvallos, y el pedrisco, y los demonios que me lleven… A veces no me contentaba con las horas del día… ¡buena gana de contentarme! ¡Cuántas noches de invierno tengo salido a las liebres, que andaban pastando en las viñas! Allí… con el tío Gabriel, tu tocayo… los dos escondiditos tras de un pino… tendidos boca abajo… con un papel tapando la boca de la carabina para que las condenadas no olfateasen la pólvora… ¿Quieres más azúcar?… No… ¡Lo que es del tiempo de Perucho… que me diesen a mí caza que matar y monte por donde andar y una empanada que comer y un jarro de mosto, que me sabía todo a gloria…! Ahora… ¡se acabó!… Ya no está uno de recibo más que para sentarse en una silla… o para que le tiren al basurero.

—Pues yo —declaró Gabriel, bebiendo aprisa el último sorbo de café— no estoy tan tranquilo como tú: a los enamorados (y aquí se sonrió) algunas impaciencias hay que perdonarnos. Si sabes poco más o menos hacia qué parte suele ir tu hija, me lo dices y salgo allá.

—¿Y quién es capaz de saberlo? Como son locos, si les dio la gana de no parar hasta el Pico-Medelo, allá se plantificaron… Tú bien conoces que tanto pudieron echar para Poniente como para Levante.

Gabriel Pardo se mordió el bigote estrujándolo con el pulgar contra los labios. Cualquier cristiano se da a Barrabás con semejantes respuestas en boca de un padre. Miró el artillero en derredor suyo, y al ver que no andaba por allí nadie, ni Sabel, ni la cocinera, estuvo a punto de vaciar el saco… Pero al fin el comedor era un sitio abierto, podía entrar gente de un momento a otro, y lo que a él se le asomaba a la lengua era para dicho privadamente. Siguió preguntando de un modo indirecto.

—Y… ¿acostumbra Manuela salir así muchas mañanas, y no volver a la hora de la comida?

—Pocas… ¡Hombre!, ¿ha de vivir ella en el monte como vivía yo? No se le ocurre a nadie eso. Pero a veces, en tiempo de verano (ya se sabe) y estando Perucho, les ha sucedido cogerles lejos un chubasco, o una tormenta, y entonces, ¿sabes qué hacen? Se meten a comer en casa del cura de Naya, o del pobre de Boán, que en paz descanse, cuando vivía… ¡Cura más templado! Se defendió él solo contra una gavilla de más de veinte ladrones, que al fin me lo despacharon para el otro mundo; pero antes despachó él a uno de los galopines, y malhirió a media docena… ¡Era más perro!

—Hoy ni llueve ni hay señales de borrasca —insistió con firmeza Gabriel—. Manuela no se habrá ido a comer a casa de nadie.

—Eso es verdad… pero los chiquillos, viendo que ayer no pudieron andar juntos, tal día como hoy se habrán querido desquitar tomándolo por suyo todo.

El artillero sintió algo molesto, agudo y frío en el corazón; algo que era inquietud, pena y susto a la vez. Dominando su turbación involuntaria, dijo en voz reposada y entera:

—Yo, en tu caso, no lo consentiría. Parece mal que una señorita de los años de Manuela ande por los montes sin más compañía que un mocito poco mayor. Es inconveniente por todos estilos, y hasta es exponerla, con este sol de justicia, a que coja un tabardillo pintado.

No obstante la moderación con que hablaba Gabriel, fuese por estar el hidalgo en punto de caramelo o porque le moviese una secreta antipatía contra su cuñado, lo cierto es que exclamó casi a gritos, con bronca descortesía y despreciativo acento:

—¡Allá en los pueblos se educa a las muchachas de un modo y por aquí las educamos de otro!… Allá queréis unas mojigatas, unas mírame y no me toques, que estén siempre haciendo remilgos, que no sirvan para nada, que se pongan a morir en cuanto mueven un pie de aquí a la escalera de la cocina… y luego mucho de sí señor, de gran virtud y gran aquel, y luego sabe Dios lo que hay por dentro, que detrás de la cruz anda el diablo, y las que parecen unas santas… más vale callar. Y luego, al primer hijo, se emplastan, se acoquinan, y luego, revientan, ¡revientan de puro maulas!…

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