Read Los perros de Skaith Online
Authors: Leigh Brackett
Gerrith, la Mujer Sabia de Iman, profetizó que un Hombre Oscuro llegaría de las estrellas. Un lobo solitario, un Hombre Sin Tribu ni hogar, que destruiría la Ciudadela de los Señores Protectores. La Mujer Sabia pagó la predicción con la vida; y a Stark casi estuvo a punto de costársela. La descripción podía ser la suya: como mercenario, no tenía amo; como vagabundo de las rutas estelares, no tenía hogar; como huérfano del planeta Mercurio, no tenía pueblo, aunque fuera de origen terrestre.
Gelmar y sus Errantes hicieron lo imposible para matarle. La predicción se difundió entre todas las razas de Skaith. Los Perros del Norte le impidieron matar a los Señores Protectores. Pero la Mujer Sabia no reveló cuanto sabía acerca del cumplimiento de la profecía.
Leigh Brackett
Los perros de Skaith
Libro de Skaith - 2
ePUB v1.0
RufusFire30.08.12
Título original:
The Hounds of Skaith
Leigh Brackett, 1974
Francisco Arellano, 1989
Ilustración de portada: Rafael Estrada
Editor original: RufusFire (v1.0)
Corrección de erratas: arant
ePub base v2.0
Kell de Marg, Hija de Skaith, se encontraba en la inmensa Sala del Consejo, profundamente sumida bajo los picos montañosos de las Llamas Brujas. El trono, esculpido en una hermosa roca marrón, el color de la tierra fértil, tenía la forma de una mujer con túnica, sentada de tal modo que podía sostener a la Hija de Skaith en sus rodillas. Sus protectores brazos la rodeaban, e inclinaba la cabeza maternalmente hacia adelante. Las manos de Kell de Marg se apoyaban en las de Nuestra Madre Skaith, y su delgado cuerpo de piel de armiño brillaba contrastado sobre la piedra marrón.
A los pies del estrado, Yetko, el Harsenyi, sudaba bajo sus gruesas ropas; su mirada evitaba cuidadosamente posarse en la Presencia. Le aplastaba el peso agobiante de la montaña bajo la que se encontraba y el desconocimiento de laberinto de la Morada de la Madre, del que aquella nacarada sala constituía el corazón y el centro neurálgico. Todo cuanto albergaba la sala era increíble y maravilloso. Yetko y los suyos comerciaban desde hacía generaciones con los Hijos de Nuestra Madre Skaith; pero los intercambios se realizaban fuera de la Morada Sagrada y nunca en presencia de tan altos personajes como los que en aquel momento se encontraban allí: las Madres del Clan, los consejeros, los adivinos y la propia Hija de Skaith, reluciendo bajo los hermosos arneses brillantes y las diademas incrustadas de joyas que indicaban su rango. Ningún otro Harsenyi llegó nunca a donde llegó Yetko. Sabía que su presencia en aquel lugar no estaba justificada y no era natural, lo que le daba miedo. Pero la propia época en que vivían era una época de miedo y terribles acontecimientos. Había ya contemplando lo que tenía por impensable. El hecho de haber sido conducido a la Sala del Consejo no era más que una parte de la locura que invadía Skaith.
Kell de Marg habló; su voz era musical, cristalina, pero, no obstante, marcada por su intenso poder.
—¿Eres el jefe de la aldea?
Los dos sabían que la dama quería hablar del campamento permanente de los Harsenyi, al otro lado de la Llanura del Corazón del Mundo. Sólo existía aquél. Los Harsenyi, nómadas, trasladaban sus hogares a lo largo de sus viajes.
—Sí —respondió Yetko.
Aquellas criaturas le desazonaban. Y le aterrorizaba demostrarlo. Sus ancestros habían sido humanos, como él mismo; pero, por alguna magia perdida que estuvo en posesión de los Antiguos, sus genes fueron modificados para que pudieran vivir y ser felices en aquellas espléndidas catacumbas, lejos del sol, en la protectora matriz de la Diosa que veneraban. Yetko era un hijo del Viejo Sol y del cielo inmenso y cruel; no podía comprender la religión de los Hijos de Nuestra Madre Skaith. Su fino pelaje blanco turbaba al Harsenyi, así como su olor, ligero, seco, acre. Según las normas humanas, sus facciones aparecían deformadas sutilmente: nariz aplastada, mandíbulas demasiado prominentes, ojos excesivamente grandes y brillantes cuando reflejaban la luz de las velas.
—Desde los altos balcones septentrionales hemos visto llamas y humaredas al otro lado de la llanura, detrás de las brumas. Cuéntanos lo que ha pasado —ordenó Kell de Marg.
—Llegó un hombre —explicó Yetko—. Venció a los Señores Protectores. Huyó a través de los pasos de las Montañas Desnudas, dirigiéndose hacia Yurunna. El hombre quemó la poderosa Ciudadela que existía desde antes de la Gran Migración. Sólo sus muros permanecen todavía en pie.
El alarmado estupor de la sala se expresó con un suspiro colectivo.
—¿Viste a ese hombre? —preguntó Kell de Marg.
—Lo vi. Es muy alto, muy moreno, y sus ojos son como el hielo que se forma en aguas claras.
De nuevo, el suspiro, cargado en aquella nueva ocasión de un odio salvaje.
—¡Stark!
Yetko miró de soslayo a la Hija de Skaith.
—¿Le conoces?
—Llegó hasta aquí como prisionero del Heraldo Gelmar. Llevó la muerte a la Morada de la Madre, asesinando a dos de nuestros jóvenes cuando se evadió por la puerta norte.
—Y aún causará más muertes —dijo uno de los adivinos. El Ojo de la Madre lo ha visto.
El adivino se adelantó y le espetó a Yetko:
—¿Por qué los Perros del Norte no le mataron? ¿Por qué? ¿Por qué? Si desde siempre guardan la Ciudadela de los intrusos. ¿Por qué dejaron a Stark con vida?
Las Madres del Clan y los consejeros repitieron como un coro:
—¿Por qué?
Kell de Marg, lo exigió:
—Sí. Dinos por qué.
—No lo sé —contestó Yetko—. Los Señores Protectores nos dijeron que consiguió matar a Colmillos, el Perro Rey, y se convirtió en amo de la manada. Dicen que es más una bestia que un hombre. Lo cierto es que los perros le siguieron a la Ciudadela y allí mataron a muchos servidores.
Recordando lo que viera, Yetko se estremeció.
—Puedo afirmar que, cuando llegó a capturar nuestras monturas, los Perros del Norte le seguían como cachorros.
—No nació en Skaith —le explicó Kell de Marg—. Viene de otro mundo. Sus caminos no son los nuestros.
De nuevo, Yetko se estremeció. En parte a causa de las palabras; pero, sobre todo, a causa del tono con que las pronunció.
—¿Siguió a los Señores Protectores?
—Sí, con los perros. Él y otro hombre. El otro hombre había llegado mucho tiempo antes, por la ruta meridional de los Heraldos. Estaba prisionero en la Ciudadela.
Yetko sacudió la cabeza.
—Ese otro hombre, por lo que me han dicho, también venía de más allá del cielo. Nuestra Madre Skaith se ve rodeada de demonios.
—Es fuerte —confió Kell de Marg, apoyando la cabeza en el seno de piedra marrón de la madre—. Tengo entendido que se encuentran grandes peligros más allá de las Montañas Desnudas.
—Así es. Los Hombres Encapuchados no nos permiten llegar más que a la primera estación de reposo, pero se halla a una semana de viaje. Un viaje peligroso a causa de los Corredores, seres terribles, y las tormentas de arena. Los Hombres Encapuchados son, además, devoradores de hombres. Y los Ochars, que sostienen la ruta, constituyen una tribu muy poderosa.
—Así, que si la buena suerte lo permite, Stark podría morir en el desierto.
—Es probable —contestó Yetko.
—¿Y el Heraldo Gelmar? Salió de la Morada de la Madre con dos prisioneros.
—Atravesó las Montañas Desnudas antes del ataque contra la Ciudadela. Una mujer meridional le acompañaba, y un hombre herido, transportado en unas parihuelas. También vi a tres Heraldos de rango inferior y a sus servidores.
—Quizá me haya equivocado —continuó Kell de Marg, hablándose en voz alta— al permitir que Gelmar se fuese con Stark, como era su deseo. Pero Stark estaba encadenado. ¿Quién habría podido imaginar que escaparía de los grilletes y que sobreviviría a los Perros del Norte?
Por primera vez, Yetko comprendió que la Presencia tenía miedo, lo que a él mismo le asustó aún más que su fuerza y rareza. Humildemente, rogó:
—Te suplico que, si no me necesitas más...
Los ojos oscuros e inhumanos se clavaron en él.
—Ahora que la Ciudadela no existe, ¿abandonaréis la aldea?
—Si la manteníamos era sólo para servir a los Heraldos y a los Señores Protectores. Si vuelven, también nosotros regresaremos. Mientras tanto, nos limitaremos a volver para seguir con el comercio.
—¿Cuándo os marcháis?
—Cuando de nuevo se alce el Viejo Sol.
Kell de Marg inclinó la cabeza, alzó una fina mano en señal de despedida.
—Que le conduzcan a la caverna exterior, pero que se quede allí hasta que le haga saber mi voluntad.
Los dos seres medio humanos que habían guiado a Yetko desde el campamento hasta la gran sala le hicieron salir, acompañándole a lo largo de interminables corredores, labrados en la roca, de muros esculpidos, techos decorados y miríadas de puertas que daban a salas oscuras, llenas de cosas enigmáticas y terribles. Los gruesos pies de Yetko avanzaban cada vez más deprisa. Todo olía a polvo y al perfumado aceite de las lámparas. Tenía muchas ganas de salir de la Morada de la Madre.
Sentada en las rodillas de Nuestra Madre Skaith, Kell de Marg permanecía inmóvil y silenciosa. Y sus cortesanos esperaban envueltos por un silencio cargado de temor. Al fin, habló.
—Fenn. Ferdic.
Avanzaron dos Señores. Sus diademas brillaban. Al igual que sus ojos, de dolor, pues sabían lo que iba a decir. La Hija de Skaith se inclinó hacia adelante.
—La amenaza supera a Stark, pues es más fuerte que él. Debemos considerar la verdadera naturaleza del peligro en toda su extensión. Id con los Harsenyi hacia el sur tan lejos y tan deprisa como os sea posible. Id a Skeg. Descubrid cuanto se pueda saber sobre esos navíos estelares. Haced lo que esté en vuestra mano para que vuelvan a los soles de los que vinieron.
Guardó silencio durante un momento. Los hombres inclinaron las hermosas cabezas de pelaje de armiño.
—Buscad a Gelmar —pidió—. Él sabrá si Stark consiguió salir del desierto. Y si Stark ha sobrevivido, haced lo que sea, pagad cualquier precio, para que muera.
Fenn y Ferdic volvieron a inclinarse.
—Te oímos, Hija de Skaith—. Y haremos lo que sea para servir a la Madre.
Condenados a muerte, y sabiéndolo, se retiraron con el fin de prepararse para el viaje.
Lo primero que hicieron fue celebrar la ceremonia de la Sala del Feliz Reposo en la que dormían los Hijos su sueño eterno en brazos de la Madre. Hacía tanto tiempo que nadie se había visto obligado a abandonar la Morada Sagrada que el adivino que oficiaba la ceremonia se vio en serios problemas para encontrar los pergaminos rituales. El cuchillo de obsidiana y los cofrecillos con gemas incrustadas no se habían usado desde hacía siglos. Sin embargo, respetaron todos los pasos del rito. Los dedos cortados se enterraron en suelo sagrado. Si la muerte les alcanzaba, Fenn y Ferdic sabrían que una parte de sus cuerpos descansaría para siempre bajo la tierna protección de Nuestra Madre Skaith.
Gerd apoyó la maciza cabeza en la rodilla de Stark y le dijo:
«Hambre».
Los Perros del Norte precedían a los hombres por la pista. Telépatas de nacimiento, podían comunicarse de modo adecuado en casi cualquier ocasión. Pero sus mensajes, como sus cerebros, eran muy simples.