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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

Los Pilares de la Tierra (125 page)

BOOK: Los Pilares de la Tierra
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Aliena se agitaba inquieta mientras los demás sirvientes la miraban ya de forma descarada. Ni siquiera durante su interminable peregrinaje había adquirido el don de la paciencia; después de la decepción sufrida en Compostela, siguió su ruta por el interior de España, hacia Salamanca; allí nadie recordaba a un joven pelirrojo interesado en catedrales y trovadores. Pero un amable monje le dijo que en Toledo había una comunidad de eruditos ingleses; parecía una esperanza endeble. Sin embargo, Toledo no estaba demasiado lejos de allí, de manera que siguió adelante por el polvoriento camino.

Allí la esperaba otra torturadora decepción. Sí, Jack había estado allí, ¡vaya golpe de suerte!, pero, por desgracia, ya se había ido. No obstante, podría alcanzarle, pues sólo le llevaba un mes de adelanto. Pero, una vez más, nadie sabía a dónde pudo haber ido. En Compostela, cabía pensar que Jack habría tomado el camino del sur porque ella llegaba del este y porque, al norte y el oeste, estaba la mar. Pero, para su desdicha allí había más posibilidades.

Pudo haberse dirigido hacia el noroeste, de nuevo a Francia, hacia el oeste, a Portugal, o hacia el sur a Granada. Y desde la costa española pudo haber tomado un barco para Roma, Túnez, Alejandría o Beirut.

Aliena había decidido renunciar a la búsqueda si no recibía una información fidedigna sobre el camino tomado por Jack. Se sentía exhausta y muy lejos de casa. Prácticamente no le quedaban energías ni poder de decisión y no podía afrontar la perspectiva de seguir adelante con tan frías posibilidades de éxito. Se hallaba dispuesta a dar media vuelta, regresar a Inglaterra y tratar de olvidar para siempre a Jack.

De la blanca casa salió otro sirviente. Vestía una indumentaria más lujosa y hablaba francés. Miró a Aliena cauteloso, pero se dirigió a ella con cortesía.

—¿Sois amiga de Jack?

—Sí, una vieja amiga de Inglaterra. Me gustaría hablar con Raschid Alharoun.

El sirviente miró al chiquillo.

—Soy pariente de Jack —le dijo Aliena.

En realidad no dejaba de ser cierto, pues era la mujer separada del hermanastro de Jack, y eso era parentesco.

—Haced el favor de acompañarme —dijo el criado, abriendo más la puerta.

Aliena penetró agradecida en el interior. Si no la hubieran recibido, aquel habría sido el final del camino.

Siguió al servidor a través de un agradable patio, dejando atrás una cantarina fuente. Se preguntaba cómo habría llegado Jack hasta el hogar de esa próspera familia. No era creíble una amistad semejante. ¿Habría recitado narraciones en verso bajo aquellas umbrosas arcadas?

Entraron en el edificio. Era una mansión palaciega, con habitaciones frescas de techos altos, suelos de piedra y mármol, muebles primorosamente tallados, suntuosas tapicerías. El sirviente alzó una mano para indicarle que esperara, y luego tosió un poquito. Un instante después, entró sigilosa en la habitación una mujer sarracena, alta, con una túnica negra, sujetando una de las esquinas delante de la boca con un ademán que resultaba insultante en cualquier lugar.

—¿Quién eres? —preguntó en francés mirándola muy fijo.

Aliena se irguió todo lo alta que era.

—Soy Lady Aliena, hija del fallecido conde de Shiring —dijo con la mayor altivez que le fue posible—. Supongo que tengo el placer de estar hablando con la esposa de Raschid, el vendedor de pimienta.

Era capaz de practicar el juego tan bien como cualquiera.

—¿Y qué buscáis aquí?

—He venido a ver a Raschid.

—No recibe a mujeres.

Aliena comprendió que no había esperanza alguna de obtener su cooperación. Sin embargo, como no tenía otro sitio adonde ir, siguió intentándolo.

—Tal vez quiera recibir a una amiga de Jack —insistió.

—¿Jack es su marido?

—No. —Aliena vaciló un instante—. Es mi cuñado.

La mujer parecía escéptica. Al igual que la mayoría de la gente debía pensar que Jack había dejado embarazada a Aliena abandonándola luego y que ésta le perseguía con el fin de obligarle a casarse con ella y a mantener al niño.

La mujer se volvió y dijo algo en una lengua que Aliena no comprendió. Un momento después entraron en la habitación tres muchachas. Por el aspecto, era evidente que se trataba de sus hijas. Les habló en el mismo lenguaje, y las jóvenes se quedaron mirándola. Luego siguió una rápida conversación en la que se pronunció con frecuencia el nombre de Jack.

Aliena se sentía humillada. Estuvo tentada a dar media vuelta y marcharse. Pero eso significaría renunciar del todo a su búsqueda.

Aquella horrible gente era su última esperanza.

—¿Dónde está Jack? —preguntó en voz alta, interrumpiendo la conversación.

Su intención era mostrarse enérgica; pero se dio cuenta, desalentada, de que su voz sonaba doliente.

Las hijas guardaron silencio.

—No sabemos dónde está —dijo la madre.

—¿Cuándo le visteis por última vez?

La madre vaciló. Era evidente que no quería contestar; aunque, por otra parte, era imposible que pretendiera ignorar cuándo fue la última vez que lo vieron.

—Abandonó Toledo al día siguiente de Navidad —admitió reacia.

Aliena se forzó a sonreír con amabilidad.

—¿No recordáis si dijo algo acerca del lugar a que se dirigía?

—Ya te lo he dicho, no sabemos dónde está.

—Tal vez se lo comunicara a vuestro marido.

—No. No lo hizo.

Aliena perdió toda esperanza. Sentía de manera intuitiva que aquella mujer sí sabía algo. Sin embargo estaba claro que no tenía intención de revelarlo. De repente Aliena se sintió débil y rendida.

—Jack es el padre de mi hijo. ¿No creéis que le gustaría verlo? —dijo con lágrimas en los ojos.

La más joven de las tres hijas empezó a decir algo; pero su madre la interrumpió. Entre madre e hija hubo un violento intercambio. Al parecer, ambas tenían el mismo temperamento fuerte. Pero al final la hija calló.

Aliena esperaba. Sin embargo, no hubo nada más. Las cuatro se limitaron a mirarla. Estaba claro que le eran hostiles; pero era su curiosidad la que hacía que no tuvieran prisa por que se fuera. No merecía la pena seguir allí. Más le valdría irse, regresar a su alojamiento y hacer los preparativos para el largo viaje de retorno a Kingsbridge.

Respiró hondo y consiguió hablar con tono frío y firme.

—Os agradezco vuestra hospitalidad —dijo.

La madre tuvo la decencia de parecer levemente avergonzada.

Aliena salió de la habitación.

El servidor esperaba rondando afuera. Se acercó a ella y la acompañó a través de la casa. Aliena intentaba contener las lágrimas. Le resultaba de una frustración insoportable tener que reconocer que todo aquel viaje había fracasado por culpa de la malignidad de una mujer.

El servidor la conducía ya por el patio cuando, casi a punto de llegar a la puerta, Aliena oyó correr a alguien. Miró hacia atrás y vio que la hija más joven iba tras ella. Se detuvo y esperó. El servidor parecía incómodo.

La joven era pequeña y delgada. Y además muy bonita, con una tez dorada y ojos tan oscuros que casi parecían negros. Vestía un traje blanco que hizo sentirse a Aliena polvorienta y sucia. Habló en un francés vacilante.

—¿Le amáis? —preguntó de sopetón.

Aliena vaciló. Comprendió que ya no tenía dignidad que perder.

—Sí. Le amo —confesó.

—¿Y él os ama?

Aliena estuvo a punto de decir que sí, pero entonces se acordó de que hacía más de un año que no lo veía.

—Hubo un tiempo en que me quiso —dijo.

—Creo que os ama —afirmó la joven.

—¿Qué os hace decir eso?

A la joven se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Le quería para mí. Y casi lo logré. —Miró al bebé—. Pelo rojo y ojos azules.

Las lágrimas le corrían por las mejillas suaves y morenas.

Aliena se quedó mirándola. Aquello explicaba la acogida hostil que acababa de recibir. La madre quería que Jack se casara con aquella joven. No debía tener más de dieciséis años; pero su aspecto sensual la hacía parecer mayor. Aliena se preguntaba qué habría pasado entre ellos.

—¿Decís que "casi" lo lograsteis? —le preguntó.

—Si —afirmó la joven desafiante—. Yo sabía que le gustaba. Al irse me destrozó el corazón. Pero ahora lo comprendo.

Perdió la compostura y la pena contrajo su rostro.

Aliena podía sentir simpatía por una mujer que hubiera amado a Jack y le hubiera perdido. Dejó caer la mano sobre el hombro de la joven en un intento por consolarla. Pero había algo más importante que la compasión.

—Escuchad —dijo en tono apremiante—. ¿Sabéis a dónde ha ido?

La muchacha levantó la mirada y asintió sollozando.

—¡Decídmelo!

—A París —contestó.

¡París!

Aliena se sentía jubilosa. Había recuperado el rastro. París estaba muy lejos. Pero el viaje lo realizaría en su mayor parte a través de terreno familiar. Y Jack sólo le llevaba un mes de delantera. Se sentía rejuvenecida. "Al final le encontraré —se dijo—. ¡Sé que lo encontraré!"

—¿Vais ahora a París? —le preguntó la joven.

—Sí, claro —le respondió Aliena—. Después de haber llegado tan lejos, no voy a detenerme ahora. Gracias por decírmelo..., muchas gracias.

—Quiero que sea feliz —se limitó a responder Aysha.

El servidor se agitaba fastidiado. Parecía como si creyera que aquello le iba a crear dificultades.

—¿Dijo algo más? —preguntó Aliena a la joven—. ¿Qué camino seguiría o algo que pueda ayudarme?

—Quiere ir a París porque alguien le ha dicho que allí están construyendo hermosas iglesias.

Aliena asintió. Estaba convencida de que así era.

—Y se llevó la dama llorosa.

Aliena no supo qué quería decir con aquello.

—¿La dama llorosa? ¿Una dama?

La joven meneó la cabeza.

—No sé exactamente cómo se dice. Una dama. Llora. Por los ojos.

—¿Queréis decir un cuadro? ¿Una dama pintada?

—No entiendo —contestó Aysha y miró ansiosa por encima del hombro—. He de irme.

Quienquiera que fuese la dama llorosa no parecía tener demasiada importancia.

—Gracias por ayudarme —repitió Aliena.

Aysha se inclinó y besó al chiquillo en la frente. Sus lágrimas le cayeron sobre los sonrosados mofletes. Miró a Aliena.

—Quisiera estar en vuestro lugar.

Luego, dando media vuelta entró corriendo en la casa.

Jack tenía su alojamiento en la Rue de la Boucherie, un suburbio de París en la orilla izquierda del Sena. Al apuntar el alba ensilló su caballo. Al final de la calle, torció a la derecha y pasó a través de la puerta de la torre que protegía el Petit Pont, el puente que conducía hasta la ciudad-isla en medio del río.

A cada lado, las casas de madera se proyectaban sobre los bordes del puente. En los trechos existentes entre casa y casa, había bancos de piedra, donde, a última hora de la mañana, maestros famosos daban clase al aire libre. El puente condujo a Jack hasta la Juiverie, la calle mayor de la isla. Las panaderías a lo largo de la calle estaban atestadas de estudiantes comprando su desayuno. Jack eligió una empanada con anguila ahumada.

Torció a la izquierda frente a la sinagoga; luego, a la derecha hacia el palacio real y cruzó el Grand Pont, el puente que conducía a la orilla derecha. Ya empezaban a abrir las pequeñas y bien construidas tiendas de los prestamistas y de los orfebres. Al final del puente, atravesó otro portillo y entró en el mercado de pescado, que se encontraban ya en plena actividad. Se abrió camino entre la multitud y empezó a andar por la enfangada calle que conducía a la ciudad de Saint-Denis.

Cuando todavía estaba en España, oyó hablar a un albañil viajero del abad Suger y de la nueva iglesia que estaba construyendo en Saint-Denis. Aquella primavera, mientras se dirigía hacia el norte, a través de Francia, trabajando de cuando en cuando siempre que necesitaba dinero, oyó con frecuencia mencionar a Saint-Denis. Al parecer, los constructores estaban utilizando ambas técnicas nuevas, la bóveda de nervios y los arcos ojivales, y la combinación resultaba asombrosa.

Cabalgó durante más de una hora a través de campos y viñedos. El pavimento no estaba empedrado pero tenía mojones. Dejó atrás la colina de Montmartre, con un templo romano en ruinas en la cima, y atravesó la aldea de Clignancourt. Recorridas tres millas, llegó a la pequeña ciudad amurallada de Saint-Denis.

Denis había sido el primer obispo de París. Fue decapitado en Montmartre, y luego siguió caminando, con la cabeza cortada entre las manos, a través del campo, hasta aquel sitio, donde al final cayó.

Lo enterró una mujer devota y después se erigió un monasterio sobre su tumba. La iglesia se convirtió en lugar de enterramiento de los reyes de Francia. Suger, el obispo actual, era un hombre poderoso y con mucha ambición que había reformado el monasterio, y empezaba ya a modernizar la iglesia.

Jack entró en la ciudad. Detuvo su caballo en el centro de la plaza del mercado para contemplar la fachada oriental de la iglesia. Allí no se veía nada revolucionario. Era una fachada al estilo antiguo, con dos torres gemelas y tres entradas de arcos redondeados. Le gustó bastante la forma atrevida en que los estribos se proyectaban del muro, pero no había cabalgado cinco millas para ver aquello.

Ató su caballo a una baranda que había frente a la iglesia y se acercó más. Lo esculpido alrededor de los tres portales era muy bueno. Temas rebosantes de vida cincelados con suprema exactitud.

Jack entró en la iglesia.

En el interior, se producía un cambio inmediato. Antes de la nave propiamente dicha había una entrada baja o nartex. Al mirar hacia el techo, no pudo evitar sentirse excitado. Allí los constructores habían recurrido a una combinación de bóveda de nervios y arcos ojivales.

Se dio cuenta de inmediato que ambas técnicas se emparejaban a la perfección. La gracia de los arcos ojivales se acentuaba con los nervios que seguían su línea.

Pero aún había más. Entre los nervios, aquel constructor había colocado piedras como en un muro en lugar de la usual maraña de argamasa y mampuesto. Jack comprendió que, al ser más fuerte la capa de piedras, podía ser más delgada y por lo tanto más ligera.

Mientras miraba hacia arriba ladeando el cuello hasta dolerle, descubrió que aquella combinación presentaba otro rasgo notable. Podía hacerse que dos arcos ojivales de anchos diferentes adquirieran la misma altura sólo con ajustar la curva del arco, lo cual daba al intercolumnio un aspecto más natural, en tanto que eso no era posible con arcos. La altura de un arco de medio punto era siempre la mitad de su ancho, de manera que un arco ancho había de ser más alto que otro estrecho. Eso significaba que, en un intercolumnio rectangular, los arcos estrechos habían de irrumpir desde un punto más alto del muro que los anchos, a fin de que, en la parte superior todos quedaran al mismo nivel y el techo resultara uniforme. El resultado siempre había sido sesgado. Ahora ya estaba solucionado ese problema.

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