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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

Los Pilares de la Tierra (141 page)

BOOK: Los Pilares de la Tierra
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Al caer la noche, los novios se retiraron a su cámara, dejando que los invitados continuaran la jarana. William había asistido a suficientes bodas para estar al tanto de las ideas que en aquellos momentos se les estaban ocurriendo a los invitados más jóvenes, de manera que hizo que Walter montara guardia delante de la puerta y la atrancó por dentro para evitar interrupciones.

Elizabeth se quitó la túnica y los zapatos y permaneció allí en pie con su camisola de lino.

—No sé qué hacer —se limitó a decir—. Tendrás que enseñarme.

Aquello no era del todo tal y como William se lo había imaginado.

Se acercó a ella. Elizabeth levantó la cara y él la besó en los suaves labios. Aquel beso no pareció despertar excitación alguna.

—Quítate la camisa y échate en la cama —le dijo

La joven se sacó la camisa por la cabeza. Estaba más bien rellena. Sus grandes senos tenían unos minúsculos pezones. El pubis estaba cubierto de un vello ralo color castaño. Se acercó a la cama y se tumbó, obediente, boca arriba.

William se quitó las botas. Se sentó en el lecho junto a ella y le estrujó los senos. Tenía la piel suave. Aquella joven dulce complaciente y risueña no se parecía en nada a la imagen que a él le hacía que la garganta se le quedara seca: la de una mujer atenazada por la pasión gimiendo y sudando debajo de su cuerpo. Se sintió engañado.

Le puso la mano entre los muslos y ella separó de inmediato las piernas; metió el dedo dentro de ella. La joven dolorida lanzó una exclamación entrecortada.

—Está bien, no te preocupes —se apresuró a decir Elizabeth.

Por un instante William se preguntó si no estaría siguiendo un camino equivocado. Tuvo una imagen fugaz de una escena diferente en la que los dos se encontraban tumbados uno al lado del otro tocándose, charlando y empezando a conocerse de forma gradual. Sin embargo, el deseo se había despertado al fin en él al oírla jadear dolorida. Se quitó aquellas estúpidas ideas de la cabeza y movió el dedo con mayor brusquedad, mientras miraba a la muchacha, que se esforzaba por soportar el sufrimiento en silencio.

William se subió a la cama y se arrodilló entre las piernas de ella. No estaba del todo excitado. Se frotó el miembro para que se le endureciese, pero lo consiguió sólo a medias. Estaba seguro de que era aquella condenada sonrisa de Elizabeth lo que provocaba su impotencia. Le metió dos dedos dentro y ella lanzó un grito de dolor. Eso estaba mejor. Y entones la estúpida zorra empezó de nuevo a sonreír. William llego a la conclusión de que tendría que borrarle aquella sonrisa de la cara. La abofeteó con fuerza. La joven gritó y el labio empezó a sangrarle. Eso ya estaba mejor.

Volvió a golpearla.

Elizabeth comenzó a llorar.

Después de aquello todo fue bien.

El domingo siguiente era el de Pentecostés, y se esperaba que una inmensa multitud acudiera a la catedral. El obispo Waleran celebraría el oficio. Incluso había más gente de la habitual, ya que todo el mundo quería ver los nuevos cruceros recién terminados. Según los rumores eran algo asombroso. Durante el servicio de ese día William mostraría su mujer a los ciudadanos corrientes del Condado. No había estado en Kingsbridge desde que levantaron las murallas. Pero Philip no podía impedirle que acudiera a la iglesia.

Su madre había muerto dos días antes de Pentecostés.

Rondaba los sesenta. Fue algo repentino. El viernes después de cenar sintió que no respiraba bien y se fue pronto a la cama. Poco antes de la madrugada su doncella fue a decir a William que su madre se encontraba mal. Levantóse de la cama y se dirigió vacilante hacia su dormitorio, frotándose la cara. La encontró haciendo terribles esfuerzos para respirar, sin poder hablar, con la mirada llena de terror.

William quedó espantado ante aquellos estremecidos y convulsos jadeos y también por su mirada. No apartaba los ojos de él como si esperara que hiciera algo. Estaba tan asustado que se dispuso a abandonar la habitación. Dio media vuelta. Pero entonces vio a la doncella en pie junto a la puerta, y se sintió avergonzado por su miedo. Se forzó a volver a mirar a madre. Su cara parecía cambiar de forma de manera incesante bajo la luz temblorosa de una vela. Su respiración, ronca y entrecortada, iba haciéndose cada vez más estentórea, hasta que pareció que iba a explotarle en la cabeza. William no podía comprender cómo no había despertado a todo el castillo. Se llevó las manos a los oídos para protegerse de aquel ruido. No obstante, seguía oyéndolo. Era como si le estuviera gritando igual que cuando era un chiquillo y le dirigía aquellas furiosas y demenciales filípicas. Su cara también parecía enfurecida, con la boca abierta, los ojos de mirada fija, el pelo enmarañado. Cada vez era más fuerte la certeza de que le estaba pidiendo algo. Él seguía sintiendo que iba haciéndose más joven y pequeño, hasta que llegó a poseerle un terror ciego que no sentía desde su infancia, un terror que emanaba del convencimiento de que la única persona a la que quería era un monstruo rabioso. Siempre había sido así. Siempre que ella le ordenaba, y lo hacía de continuo, que se acercara, o que se alejara, o que montara su pony o que se fuera, William se había mostrado lento en cumplir sus órdenes, y entonces su madre le gritaba, con lo que él se asustaba tanto que no podía comprender lo que le estaba pidiendo que hiciera. Entonces llegaban a un punto muerto, ella gritando cada vez más y él quedándose ciego, sordo y mudo por el terror.

Pero esa vez fue diferente.

Esa vez ella murió.

Primero cerró los ojos. Entonces William empezó a calmarse. La respiración de ella fue debilitándose poco a poco. El rostro adquirió un tono ceniciento a pesar de los granos. Incluso la llama de la vela parecía arder con menor intensidad y las sombras oscilantes ya no asustaban a William. Por ultimo dejó de respirar.

—Bueno, ahora ya se encuentra bien, ¿no? —comentó William.

La doncella prorrumpió en llanto.

Él se sentó junto a la cama y contempló el rostro inmóvil. La doncella fue en busca del sacerdote.

—¿Por qué no me habéis llamado antes? —preguntó éste indignado.

William apenas le oyó. Se quedó con ella hasta la salida del sol. Entonces, las sirvientas le pidieron que se fuera para que pudieran "prepararla". William bajó al vestíbulo donde los habitantes del castillo, caballeros, hombres de armas, clérigos y sirvientes estaban tomando el desayuno. Sentóse a la mesa junto a su joven esposa y bebió algo de vino. Uno o dos caballeros y el mayordomo de la casa le hablaron. Pero William no les contestó. Finalmente llegó Walter y se sentó a su lado. Había vivido con William muchos años y sabía cuándo permanecer callado.

—¿Están preparados los caballos? —preguntó William al cabo de un rato.

Walter pareció sorprendido

—¿Para qué?

—Para el viaje a Kingsbridge. Dura dos días, así que habremos de salir esta mañana.

—No creo que debiéramos ir, dadas las circunstancias.

Por alguna razón aquello disgustó a William.

—¿Acaso dije que no fuéramos a ir?

—No, Lord.

—¡Entonces iremos!

—Sí, Lord. —Walter se puso en pie—. Me ocuparé de inmediato.

Se pusieron en marcha mediada la mañana. El conde, Elizabeth y el séquito habitual de caballeros y escuderos. William tenía la sensación de caminar en sueños. Parecía como si el paisaje se alejara de él en lugar de ser él quien lo hacía. Elizabeth cabalgaba junto a su marido, magullada y en silencio. Cada vez que se detenían, Walter se ocupaba de todo. Y a cada comida William tomaba algo de pan y bebía varias copas de vino. Por la noche dormitaba a intervalos.

Cuando se aproximaban ya a Kingsbridge podían ver a cierta distancia, y a través de los campos, la catedral. La vieja catedral había sido una construcción ancha y achaparrada, con ventanas pequeñas como unos ojillos debajo de unas cejas de arcos redondeados. El aspecto de la nueva iglesia era radicalmente distinto, a pesar de que no estaba todavía terminada. Era alta y esbelta, y las ventanas tenían una altura que parecía inconcebible. Al acercarse más observó que empequeñecía los edificios alrededor del priorato como la vieja catedral nunca lo hizo.

El camino bullía de jinetes y caminantes. Todos ellos se dirigían a Kingsbridge. El oficio del domingo de Pentecostés era muy popular, porque tenía lugar a principios de verano, cuando el tiempo ya era muy bueno y los caminos estaban secos. Ese año había todavía más gente de la habitual, atraída por la novedad del nuevo edificio.

La última milla la recorrieron William y su grupo a medio galope, dispersando a los caminantes descuidados, y atravesaron ruidosamente el puente levadizo de madera que salvaba el río. Ahora ya, Kingsbridge era una de las ciudades más fortificadas de Inglaterra. Tenía un recio muro de piedra con un parapeto encastillado, y allí donde el anterior puente conducía directamente a la calle mayor, el camino estaba atravesado por una barbacana construida en piedra con unas puertas zunchadas enormes y pesadísimas que en aquellos momentos se encontraban abiertas pero que, por la noche, quedaban siempre cerradas a cal y canto.
Supongo que ya nunca me será posible volver a incendiar esta ciudad
, se dijo vagamente William.

La gente lo miraba mientras cabalgaba por la calle mayor en dirección al priorato. Claro que la gente siempre miraba a William. Era el conde. Aquel día se mostraban también interesados por la joven novia que cabalgaba a su izquierda. A su derecha lo hacía, como siempre, Walter.

Entraron en el recinto del priorato y desmontaron delante de las cuadras. William dejó su caballo al cuidado de Walter y se volvió a mirar la iglesia. El extremo oriental, la parte superior de la cruz, se encontraba en la zona más alejada del recinto, oculta a la vista. El extremo occidental, el pie de la cruz, aún no estaba construido; pero su forma se hallaba marcada en el suelo con estacas y cordel, y ya se habían lanzado algunos de los cimientos. Entre medias, se encontraba la parte nueva, los brazos de la cruz, consistente en los cruceros norte y sur, con el espacio entre ambos llamado crujía. Las ventanas eran tan grandes como le habían parecido. William jamás en su vida había visto un edificio semejante.

—Es fantástico —exclamó Elizabeth rompiendo su sumiso silencio.

William deseó haberla dejado en el castillo.

Un poco desconcertado, avanzó lento por la nave, entre las hileras de estacas y cordel, con Elizabeth a la zaga. El primer intercolumnio había sido construido en parte, y parecía como si sostuviera el inmenso arco ojival que formaba la entrada occidental en dirección al cruce. William atravesó aquel arco increíble y se encontró en la atestada crujía.

El nuevo edificio parecía irreal. Era demasiado alto, demasiado esbelto, demasiado airoso y frágil para mantenerse en pie. Daba la impresión de que no tuviera muros, nada que sostuviera el tejado salvo una hilera de curiosas pilastras alzándose expresivas. Al igual que todos los que se encontraban allí, William hubo de estirar el cuello para mirar hacia arriba, y vio que las pilastras continuaban hasta el techo curvado para encontrarse en el coronamiento de la bóveda, semejantes a las ramas más altas de un grupo de olmos entrelazados en el bosque.

Empezó el oficio. El altar había sido instalado en el extremo más próximo del presbiterio, con los monjes detrás de él de manera que la crujía y las dos naves de crucero quedaban libres para los fieles, pero, así y todo, la multitud invadía la nave todavía sin construir. William se abrió camino hasta la parte preferente, como era su prerrogativa, y quedó en pie, próximo al altar con los demás nobles del condado, quienes le hicieron una inclinación de cabeza y hablaron entre sí en voz baja.

El techo de madera pintada del viejo presbiterio se encontraba desmañadamente yuxtapuesto con el alto arco oriental del cruce, y era evidente que el constructor tenía la intención de acabar demoliendo el presbiterio y reconstruirlo a tono con el nuevo estilo.

Un momento después de que a William se le hubiera ocurrido aquella idea, su mirada tropezó con el constructor en cuestión: Jack Jackson. Era un apuesto diablo con abundante cabellera roja, y vestía una túnica granate, bordada en la parte inferior y en el cuello, igual que un noble. Parecía satisfecho de sí mismo, sin duda por haber construido los cruceros con tanta rapidez y porque todo el mundo hubiera quedado tan asombrado de su diseño. Llevaba cogido de la mano a un muchacho de nueve años que era su viva imagen. William comprendió, sobresaltado, que debía de tratarse del hijo de Aliena y le invadió un agudo sentimiento de envidia. Un momento después, descubrió a la propia Aliena. Se encontraba de pie al lado de Jack, un poco retrasada, con una leve sonrisa de orgullo. A William el corazón le dio un salto. Estaba tan encantadora como siempre. Elizabeth era una pobre sustituta, una pálida imitación de aquella mujer real y ardiente. Aliena llevaba en brazos a una niña de unos siete años, y William recordó que había tenido un segundo hijo con Jack a pesar de no estar casados.

William miró con más detenimiento a Aliena. Después de todo, no seguía tan encantadora como antes. Tenía arrugas alrededor de los ojos, seguramente por las preocupaciones, y detrás de su orgullosa sonrisa había una sombra de tristeza. Claro que, al cabo de todos aquellos años, todavía no había podido casarse con Jack, se dijo William con satisfacción. El obispo Waleran había mantenido su promesa, impidiendo una y otra vez la anulación. Aquella idea solía reconfortar a menudo a William.

Entonces William se apercibió de que era Waleran quien en ese momento estaba en pie ante el altar, alzando la hostia sobre su cabeza para ofrecerla a la mirada de los fieles. Centenares de personas cayeron de rodillas. En ese instante, el pan ya se había convertido en Cristo, una transformación que nunca dejaba de admirar a William, aunque no tuviera ni idea de lo que representaba.

Durante un rato, se concentró en el servicio, observando los gestos místicos de los sacerdotes, escuchando las incomprensibles frases en latín y farfullando fragmentos familiares de las respuestas. Persistía en él la sensación de aturdimiento que había tenido en el último día. La nueva iglesia mágica, con la luz del sol jugueteando en sus increíbles columnas, contribuía a intensificar la impresión de que se encontraba en un sueño.

El oficio estaba a punto de terminar. El obispo Waleran se volvió y se dirigió a los fieles.

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