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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

Los Pilares de la Tierra (170 page)

BOOK: Los Pilares de la Tierra
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Llegaron a la abadía a las doce del mediodía. Allí se encontraban esperando los hombres convocados por Ranulf. El abad les dio de almorzar. El vino era muy bueno y bebieron hasta saciarse. Ranulf dio la orden a los hombres de armas que rodearan todo el recinto de la catedral e impidieran que nadie saliera de ella.

William seguía temblando, incluso cuando se encontraba allí de pie, junto al fuego de la casa de invitados. Había de ser una operación sencilla. Pero si llegaran a fracasar, el castigo sería la muerte, con toda probabilidad. El rey encontraría una manera de justificar el asesinato de Thomas. Lo que jamás respaldaría sería un intento de asesinato. Habría de negar todo conocimiento respecto al hecho y ahorcar a quienes lo hubieran perpetrado. William había ahorcado a mucha gente en su calidad de sheriff de Shiring. Pero la idea de su propio cuerpo colgando del extremo de una cuerda todavía le hacía estremecerse.

Desvió sus pensamientos al Condado que le cabía esperar como recompensa por el éxito. Sería agradable volver a ser conde y pasar la vejez respetado, considerado y obedecido sin excusa alguna. Tal vez Richard, el hermano de Aliena, muriera en Tierra Santa y el rey Henry diera a William otra vez sus antiguas propiedades. Aquella idea le caldeó más que el fuego.

Al dejar la abadía eran ya un pequeño ejército. Sin embargo, no encontraron dificultad alguna para entrar en Canterbury. Gozaba de más preponderancia que Thomas, lo que sin duda alguna había inducido a éste a presentar su amarga queja al Papa. Tan pronto como estuvieron dentro los hombres de armas se dispersaron por todo el recinto de la catedral bloqueando las salidas.

Había empezado la operación.
Hasta aquel instante se podía, teóricamente, suspenderla sin sufrir menoscabo alguno. Pero a partir de ese momento la suerte estaba echada
, se dijo William con un escalofrío de temor.

Dejó a Ranulf a cargo del cerco, llevó consigo un grupo de caballeros y hombres a una casa situada enfrente de la entrada principal del recinto catedralicio. Luego atravesó la puerta con el resto de ellos. Reginald Fitzurse y los otros tres conspiradores cabalgaron hasta el patio de la cocina como si fueran visitantes oficiales y no intrusos armados. Pero William corrió hasta la casa de guardia, manteniendo quieto al aterrado portero a punta de espada.

El ataque estaba en marcha.

Con el corazón en la boca William ordenó a uno de los hombres de armas que maniatara al portero. A los demás les dejó que se metieran en la casa de guardia y cerraran la puerta. Ya nadie podía entrar ni salir. Había tomado un monasterio por las armas. Siguió a los cuatro conspiradores hasta el patio de la cocina. En la parte norte había cuadras, pero los cuatro habían atado sus caballos a una morera que había en el centro. Se quitaron cintos y yelmos, pues habían de mantener por algún tiempo la actitud de una visita pacífica.

William los alcanzó y dejó caer sus armas debajo del árbol. Reginald lo miró inquisitivo.

—Todo marcha bien —aseguró William—. El lugar está aislado.

Atravesaron el patio y se dirigieron al palacio. Entraron en el pórtico. William dejó de guardia en el porche a un caballero local. Los otros penetraron en el gran salón.

Los servidores de palacio estaban sentados y se disponían a cenar, lo cual significaba que ya habían servido a Thomas así como a los sacerdotes y monjes que se encontraban con él. Uno de los servidores se puso en pie.

—Somos hombres del rey —le dijo Reginald.

En el salón se hizo el silencio.

—Bienvenidos, mis señores —dijo, el que se había levantado—. Soy William Fitzanel, el mayordomo del salón. Pasad, por favor. ¿Deseáis cenar algo?

Se mostraba muy cordial, se dijo William, teniendo en cuenta que su señor se andaba a la greña con el rey. Probablemente le habrían sobornado.

—Nada de cena. Gracias —respondió Reginald.

—¿Una copa para reponerse del viaje?

—Tenemos un mensaje del rey para su señor —dijo impaciente Reginald—. Anúncianos de inmediato, por favor.

—Muy bien— contestó el mayordomo inclinándose. Como no iban armados no tenía motivo para negarse. Dejó la mesa y se encaminó hacia el lado opuesto al salón.

William y los caballeros le siguieron. Las miradas de los silenciosos servidores no se apartaban de ellos. William estaba temblando como solía ocurrirle antes de las batallas y ansiaba que comenzara la lucha, ya que entonces se serenaba.

Subieron una escalera hasta el piso superior.

Al final se encontraron en una espaciosa sala de recepción con bancos adosados a las paredes, en el centro de una de las cuales había un gran sitial. En los bancos se encontraban sentados varios sacerdotes y monjes con vestiduras negras, pero el sitial aparecía vacío.

El mayordomo recorrió la habitación hasta llegar junto a una puerta abierta.

—Mensajeros del rey, mi señor arzobispo —dijo con voz fuerte.

No pudo oírse la respuesta pero el arzobispo debió de haber dado su permiso, porque el mayordomo les hizo ademán de que entraran. Los monjes y sacerdotes miraron con ojos asombrados a los caballeros que atravesaban la estancia y entraban en la cámara interior. Thomas Becket, con sus ropajes de arzobispo, estaba sentado en el borde de la cama. Sólo había otra persona en la habitación, un monje sentado a los pies de Thomas y escuchando. William encontró la mirada del monje y se sobresaltó al reconocer al prior Philip de Kingsbridge. ¿Qué estaba haciendo allí? Adulando sin duda y buscando favores. Philip había sido elegido obispo de Kingsbridge pero aún no le habían confirmado.
Ahora ya jamás lo será
, pensó William con brutal regocijo.

Philip también se sobresaltó al ver a William. Sin embargo, Thomas seguía hablando sin dar muestras de haber visto a los caballeros. Aquello era un alarde de descortesía calculada, se dijo William. Los caballeros tomaron asiento en los taburetes bajos y en los bancos alrededor de la cama. William hubiera preferido que no lo hicieran ya que así parecía que la visita era social y tuvo la impresión que, de alguna manera, habían perdido ímpetu. Tal vez fuera ése el propósito de Thomas.

El arzobispo los miró al fin. No se levantó para saludarles. Los conocía a todos salvo a William y sus ojos se detuvieron en Hugh Morville, el de más alta graduación.

—¡Ah, Hugh! —dijo.

William había encargado aquella parte de la operación a Reginald, de manera que fue él y no Hugh quien habló.

—Nos envía el rey desde Normandía. ¿Queréis oír su mensaje en público o en privado?

Thomas miró irritado de Reginald a Hugh y de nuevo al primero, como si le molestara tratar con un miembro de inferior rango a la delegación.

—Déjame, Philip —dijo suspirando.

Philip se levantó, pasando junto a los caballeros con aspecto preocupado.

—Pero no cierres la puerta —le advirtió Thomas mientras salía.

—Os requiero en nombre del rey para que nos acompañéis a Winchester a responder de acusaciones formuladas contra vos —expuso en cuanto Philip salió.

William tuvo la satisfacción de ver palidecer a Thomas.

—Así que ésas tenemos —comentó el arzobispo con calma, y alzó los ojos hacia el mayordomo que esperaba junto a la puerta—. Haz entrar a todos —le dijo Thomas—. Quiero que oigan esto.

Empezaron a desfilar monjes y sacerdotes, Philip entre ellos. Algunos se sentaron y otros se quedaron en pie recostados contra las paredes. William no tenía objeción alguna que hacer sino al contrario, cuanto más gente estuviera presente tanto mejor, ya que el objeto de ese encuentro era el de dejar establecido ante testigos que Thomas se había negado a cumplir una orden real.

Una vez todos se hubieron instalado, Thomas miró a Reginald.

—Repetidlo —le dijo.

—Os requiero en nombre del rey para que nos acompañéis a Winchester a responder de las acusaciones contra vos —repitió Reginald.

—¿De qué acusaciones se trata? —preguntó Thomas con tranquilidad.

—¡De traición!

Thomas movió la cabeza.

—Henry no me juzgará —aseguró con calma—. Bien sabe Dios que no he cometido delito alguno.

—Habéis excomulgado a servidores reales.

—No fui yo sino el Papa quien lo hizo.

—Habéis suspendido a otros obispos.

—He ofrecido restablecerlos en condiciones clementes. Lo han rechazado. Mi oferta sigue en pie.

—Habéis amenazado la sucesión al trono, menospreciando la coronación del hijo del rey.

—No he hecho semejante cosa. El arzobispo de York no tiene derecho a coronar a nadie y el Papa le ha reprendido por su desfachatez. Pero nadie ha sugerido que la coronación no sea válida.

—Una cosa conduce a la otra, condenado loco —exclamó Reginald exasperado.

—¡Ya he tenido suficiente! —clamó Thomas.

—Y nosotros ya te hemos aguantado bastante, Thomas Becket —gritó Reginald—. Por las llagas de Cristo que estamos hartos de ti, de tu arrogancia, de tus injurias y de tu traición.

Thomas se puso en pie.

—Los castillos del arzobispo están ocupados por los hombres del rey —clamó—. Las rentas del arzobispo las ha cobrado el rey. Se ha ordenado al arzobispo que no abandone la ciudad de Canterbury. ¿Y me dices que vosotros me habéis aguantado bastante?

—Mi señor, discutamos este asunto en privado —aconsejó uno de los sacerdotes a Thomas en un intento por calmar las cosas.

—¿Con qué fin? —replicó tajante Thomas—. Exigen algo que no debo hacer y no haré.

Los gritos habían atraído a todo el mundo en el palacio y ante la puerta de la cámara había un gran número de oyentes escuchando asombrados. La discusión se había prolongado lo suficiente. Nadie podía negar que Thomas se había resistido a cumplir una orden real. William hizo una seña a Reginald. Fue un ademán discreto, pero no pasó inadvertido para el prior Philip, que enarcó sorprendido las cejas, comprendiendo entonces que el jefe del grupo era William y no Reginald.

—Arzobispo Thomas, habéis dejado de estar bajo la paz y protección del rey —dijo Reginald con tono oficial, miró en derredor y se dirigió a los espectadores—. Desalojad la habitación —les ordenó.

Nadie se movió.

—A vosotros, monjes, os ordeno en nombre del rey que vigiléis al arzobispo e impidáis que se escape.

Claro que nadie lo haría. Y tampoco lo quería William, sino todo lo contrario. Lo que quería era que Thomas intentara realmente escapar ya que así les facilitaría su muerte.

Reginald se volvió hacia el mayordomo, William Fitzneal, quien, técnicamente, era el guardaespaldas del arzobispo.

—Quedas detenido —le dijo.

Cogió al mayordomo por el brazo y le hizo salir de la habitación.

El hombre no opuso resistencia. William y los demás caballeros les siguieron.

Bajaron las escaleras y atravesaron el salón. Richard, el caballero local, seguía de guardia en el pórtico. William se preguntó qué podía hacer con el mayordomo.

—¿Estás con nosotros? —le preguntó.

El hombre estaba aterrado.

—Lo estoy si estáis con el rey.

William consideró que, estuviera de un lado o del otro, se sentía demasiado asustado para representar peligro alguno.

—No lo pierdas de vista —dijo a Richard—. Nadie deberá abandonar el edificio. Mantén cerrada la puerta del pórtico.

Junto con los otros atravesó corriendo el patio hasta la morera.

Empezaron a ponerse presurosos los yelmos y las espadas.
Vamos a hacerlo ahora
, pensó William con temor.
¡Oh, Dios mío! Vamos a volver allí y a matar al arzobispo de Canterbury
. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que William se puso un yelmo, y el borde de la cota de malla que le protegía el cuello y los hombros le creaba dificultades. Maldijo sus dedos poco hábiles. Avistó a un muchacho que lo miraba con la boca abierta.

—¡Eh, tú! ¿Cómo te llamas? —le gritó.

El muchacho volvió la cabeza hacia la cocina, sin saber si contestar a William o salir corriendo.

—Robert, señor —dijo al cabo de un momento—. Me llaman Robert Pipe.

—Ven aquí, Robert Pipe y ayúdame con esto.

El muchacho titubeó de nuevo.

A William se le acabó la paciencia.

—Ven aquí ahora mismo o juro por la sangre de Jesús que te cercenaré la mano con esta espada.

El muchacho avanzó reacio. William le enseñó cómo sujetar la cota de malla mientras él se colocaba el yelmo. Al fin lo logró y Robert Pipe salió corriendo como alma que lleva el diablo.
Hablará a sus nietos de esto
, se le ocurrió por un instante a William. El yelmo tenía una abertura, con una faldilla de boca que podía correrse y sujetarla con una correa. Los demás habían cerrado las suyas con lo que sus caras quedaban ocultas y ya nadie podía reconocerles. William dejó la suya abierta todavía un momento. Cada uno de ellos blandía una espada en una mano y enarbolaba un hacha en la otra.

—¿Preparados? —preguntó William.

Todos asintieron.

En adelante apenas hablarían. No eran necesarias más órdenes como tampoco tomar nuevas decisiones. No tenían más que volver allí y matar a Thomas.

William se metió dos dedos en la boca y emitió un silbido agudo.

A continuación cerró su mirilla.

De la casa de guardia salió corriendo un hombre de armas que abrió la puerta principal de par en par.

Los caballeros apostados por William en la casa que había enfrente de la catedral cruzaron la calle, se dispersaron por el patio gritando tal como se les había dicho.

—¡Hombres del rey! ¡Hombres del rey!

William volvió corriendo en dirección al palacio.

El caballero Richard y el mayordomo William Fitzneal le abrieron la puerta del pórtico.

Mientras entraba, dos servidores del arzobispo aprovecharon la circunstancia de que Richard y William Fitzneal estaban distraídos y cerraron de golpe la puerta entre el pórtico y el salón.

William descargó todo su peso contra la puerta. Pero era demasiado tarde. La habían asegurado con una barra. Maldijo. ¡El primer contratiempo y demasiado pronto! Los caballeros empezaron a descargar sus hachas sobre la puerta, aunque con poco resultado. Estaba construida para resistir ataques. William empezó a sentir que perdía el control. Luchando contra el pánico que empezaba a embargarle, salió corriendo del pórtico mirando en derredor en busca de otra puerta. Reginald le siguió.

Por aquel lado del edificio no había nada. Se precipitaron hacia el lado oeste del palacio, más allá de la cocina apartada. Se encontraron en el huerto por el lado sur. William gruñó satisfecho. Allí, en el muro sur del palacio, había una escalera que conducía al piso superior. Parecía una entrada privada a las habitaciones del arzobispo. Se desvaneció la sensación del pánico.

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