Read Los refugios de piedra Online
Authors: Jean M. Auel
Si bien los demás permanecieron donde estaban, una joven corrió sendero abajo hacia él. Jondalar reconoció de inmediato a su hermana menor, pese a que en sus cinco años de ausencia la preciosa niña había crecido hasta convertirse en una muchacha hermosa.
–¡Jondalar! ¡Sabía que eras tú! –exclamó ella abalanzándose hacia él–. ¡Por fin has vuelto a casa!
Jondalar la estrechó con fuerza entre sus brazos y luego, en su entusiasmo, la levantó del suelo y dio vueltas con ella en volandas.
–¡Folara, cuánto me alegro de verte! –Tras dejarla en tierra, la contempló a distancia–. ¡Vaya si has crecido! Eras sólo una niña cuando me fui, y ahora eres una mujer hermosa… tan hermosa como yo imaginaba que serías –declaró con un brillo en los ojos no precisamente fraternal.
Ella sonrió, miró aquellos ojos de un azul increíblemente intenso, y se sintió atraída por su magnetismo. Se ruborizó, y no por el cumplido de Jondalar –aunque eso pensaron los circunstantes–, sino por la súbita atracción que le había despertado aquel hombre, hermano o no, a quien no veía desde hacía muchos años. Había oído anécdotas acerca de aquel apuesto hermano mayor de ojos poco comunes, capaz de cautivar a cualquier mujer; pero ella recordaba únicamente a un alto compañero de diversiones que la adoraba y se prestaba a participar en cualquier juego o actividad que ella le propusiera. Ésa era la primera vez en que, como mujer joven, se hallaba expuesta al efecto del carisma inconsciente de su hermano. Jondalar percibió la reacción de Folara y sonrió afectuosamente ante su encantador desconcierto.
Ella lanzó una ojeada hacia el pie del sendero, donde discurría junto al riachuelo.
–¿Quién es esa mujer, Jondé? –preguntó–. ¿Y de dónde han salido esos animales? Los animales huyen de las personas. ¿Por qué esos animales no huyen de ella? ¿Es una Zelandoni? ¿Los ha llamado? –de pronto frunció el entrecejo–. ¿Dónde está Thonolan?
Folara respiró hondo al ver la expresión de dolor que tensaba la frente de Jondalar.
–Thonolan viaja ahora por el otro mundo, Folara –respondió él–. Y yo no estaría aquí de no ser por esa mujer.
–¡Oh, Jondé! ¿Qué ha ocurrido?
–Es una larga historia, y éste no es momento para contarla –dijo Jondalar, pero no pudo reprimir una sonrisa al oírse llamar Jondé; era el apelativo personal de su hermana para dirigirse a él–. Nadie me había llamado Jondé desde que me marché. Ahora sé que he vuelto a casa. ¿Cómo están todos? ¿Se encuentra bien nuestra madre? ¿Y Willamar?
–Los dos están bien. Madre nos dio un susto hace un par de años, pero la Zelandoni aplicó su magia especial y parece que ahora goza de buena salud. Ven a verlo con tus propios ojos –propuso Folara cogiéndolo de la mano y tirando de él cuesta arriba.
Jondalar se volvió y con señas indicó a Ayla que no tardaría en regresar. No le gustaba la idea de dejarla allí sola con los animales, pero tenía que ver a su madre, ver con sus propios ojos que estaba bien. Ese «susto» le preocupaba, y tenía que hablar con la gente acerca de los animales. Ayla y él habían llegado a comprender la extrañeza y el temor que producía en la mayoría de las personas el hecho de que los animales no huyeran de ellos.
La gente conocía a los animales. Los cazaban todas las personas con quienes se habían cruzado a lo largo de su viaje, y muchas honraban o les rendían homenaje a ellos o a sus espíritus de un modo u otro. Los animales habían sido objeto de atenta observación desde tiempos inmemoriales. La gente conocía sus comidas y hábitats preferidos, sus pautas migratorias y desplazamientos estacionales, sus épocas de celo y alumbramiento. Pero nadie había intentado tocar de un modo amistoso a un animal que estuviera aún vivo y respirando. Nadie había intentado atar una cuerda en torno a la cabeza de un animal y llevarlo a rastras de un lado a otro. Nadie había intentado domar a un animal, ni imaginado siquiera que esto fuera posible.
Por más que a aquella gente le complaciera ver a un pariente regresar de un largo viaje –sobre todo tratándose de un pariente que pocos esperaban volver a ver–, los animales domados eran un fenómeno tan inusual que su primera reacción fue el miedo. Resultaba algo tan extraño, tan inexplicable, tan ajeno a su experiencia e inasequible a su imaginación que no podía ser natural. Tenía que ser antinatural, sobrenatural. Sólo una cosa impedía a muchos de ellos echarse a correr para esconderse o intentar matar a esos temibles animales: el hecho de que Jondalar, a quien conocían, hubiera llegado con ellos y en ese momento subiera con su hermana por el sendero desde el Río del Bosque, presentando un aspecto absolutamente normal bajo la intensa luz del sol.
Folara había demostrado cierto valor al precipitarse cuesta abajo tal como había hecho, pero era joven y tenía la temeridad propia de la edad. Además, estaba tan contenta de ver a su hermano predilecto que no había podido esperar. Jondalar nunca le causaría el menor daño, y a él no le asustaban aquellos animales.
Ayla observaba desde el pie del sendero mientras la gente se acercaba a él y le daba la bienvenida con sonrisas, abrazos, besos, palmadas, apretones de manos y muchas palabras. Se fijó en una mujer muy gruesa, en un hombre a quien Jondalar abrazó y en otra mujer de mayor edad a quien saludó afectuosamente y mantuvo rodeada con el brazo. Probablemente su madre, concluyó Ayla, preguntándose qué opinaría la mujer de ella.
Ésa era la gente con la que Jondalar había crecido: su familia, sus parientes, sus amigos. Ella, en cambio, era una desconocida, una desconocida inquietante que llegaba acompañada de animales y conocía a saber qué amenazadoras costumbres foráneas e ideas intolerables. ¿La aceptarían? ¿Y si no era así? Ayla no podía volver al lado de los suyos, que vivían a más de un año de viaje hacia el este. Jondalar había prometido que se iría con Ayla si ella quería marcharse –o se veía obligada a ello–; pero eso lo había dicho antes de verlos a todos, antes de recibir una acogida tan calurosa. ¿Seguiría pensando lo mismo?
Notó un ligero golpe en la espalda y echó atrás el brazo para acariciar el fuerte cuello de Whinney, agradeciendo que su amiga le recordara que no estaba sola. Cuando vivía en el valle, después de abandonar el clan, aquella yegua había sido durante mucho tiempo su única compañía. Ayla no había notado que el cabestro de Whinney perdía tensión en su mano al acercarse el animal, pero dio un poco más de cuerda a Corredor. Normalmente la yegua y su hijo se proporcionaban amistad y consuelo mutuos, pero el celo de la madre había alterado la relación habitual entre ambos.
Aumentaba el número de gente –¿cómo podían ser tantos?– que miraba en dirección a Ayla. Jondalar hablaba fervorosamente con un hombre de pelo castaño. De pronto hizo una seña a Ayla y sonrió. Cuando volvió a encaminarse cuesta abajo, lo seguían la joven, el hombre de pelo castaño y unos cuantos más. Ayla respiró hondo y aguardó.
A medida que se aproximaban, el gruñido del lobo subía de volumen. Ayla alargó la mano hacia el animal para mantenerlo junto a ella.
–Calma, Lobo. Son los parientes de Jondalar –dijo.
Aquel tranquilizador contacto era una señal para que dejara de gruñir, de mostrarse amenazador. Había sido difícil lograr que aprendiera esa señal, pero el esfuerzo había merecido la pena, y ese momento en especial era buena prueba de ello, pensó. Lamentó no conocer también alguna clase de contacto que la serenara a ella.
El grupo que acompañaba a Jondalar se detuvo a cierta distancia, procurando disimular su temor y no posar la mirada en los animales, que los miraban a ellos fijamente y permanecían en el sitio pese a la cercanía de los desconocidos. Jondalar salvó la situación.
–Creo que deberíamos empezar por las presentaciones formales, Joharran –sugirió volviéndose hacia el hombre de pelo castaño.
Cuando Ayla soltó los cabestros preparándose para la presentación formal, que exigía el contacto con ambas manos, los caballos retrocedieron, pero el lobo se quedó a su lado. Ella advirtió un asomo de miedo en los ojos del hombre –aunque tuvo la impresión de que pocas cosas lo intimidaban– y lanzó una mirada fugaz a Jondalar, preguntándose si tenía alguna razón para desear que las presentaciones formales se realizaran de inmediato. Observó con atención al hombre y de pronto le recordó a Brun, el jefe del clan con el que se había criado, un hombre poderoso, inteligente, orgulloso, capaz, sin miedo a prácticamente nada…, excepto al mundo de los espíritus.
–Ayla, te presento a Joharran, el jefe de la Novena Caverna de los zelandonii, hijo de Marthona, ex jefa de la Novena Caverna, nacida en el Hogar de Joconan, ex jefe de la Novena Caverna –dijo el hombre alto y rubio con seriedad. Sonriendo añadió–: Y por si fuera poco, hermano de Jondalar, viajero por tierras lejanas.
El comentario provocó sonrisas y alivió en cierta medida la tensión. Para presentarse formalmente, una persona podía, en rigor, enumerar su lista completa de nombres y lazos de parentesco a fin de dar validez a su estatus –todos sus títulos, designaciones y logros, y todos sus ancestros y parientes, junto con los títulos y logros de éstos–, y algunos así lo hacían. Pero por costumbre, salvo en las ocasiones más solemnes, bastaba con mencionar los principales. Sin embargo, no era infrecuente entre los jóvenes, especialmente entre hermanos, acabar el largo y a veces tedioso recitado del parentesco con un colofón jocoso, y Jondalar estaba recordándole a Joharran los tiempos pasados, cuando aún no cargaba con las responsabilidades del liderazgo.
–Joharran, ésta es Ayla de los Mamutoi, miembro del Campamento del León, hija del Hogar de los Mamuts, elegida por el espíritu del León Cavernario y protegida por el Oso Cavernario.
El hombre de pelo castaño recorrió la distancia que lo separaba de la joven y le tendió las dos manos, con las palmas hacia arriba, en el gesto protocolario de bienvenida y amistad sin reservas. No había identificado ninguno de sus lazos y no estaba, pues, muy seguro de cuáles eran los más importantes.
–En el nombre de Doni, la Gran Madre Tierra, te doy la bienvenida, Ayla de los Mamutoi, hija del Hogar de los Mamuts –dijo.
Ayla le cogió las dos manos.
–En el nombre de Mut, la Gran Madre de Todos, yo te saludo, Joharran, jefe de la Novena Caverna de los zelandonii –en este punto sonrió– y hermano del viajero Jondalar.
Joharran notó, en primer lugar, que Ayla hablaba bien su lengua, pero con un acento poco corriente, y luego tomó conciencia de su extraña vestimenta y su aspecto foráneo; pero cuando Ayla le sonrió, él le devolvió la sonrisa, en parte porque ella había demostrado comprender el comentario de Jondalar y dejado claro a Joharran que su hermano era importante para ella, pero sobre todo porque no pudo resistirse a su sonrisa.
Ayla era una mujer atractiva para cualquier hombre: alta, de cuerpo firme y bien formado, cabello largo y trigueño con tendencia a ondularse, ojos claros de un gris azulado y rasgos delicados, aunque algo distintos a los de las mujeres Zelandonii. Cuando sonreía daba la impresión de que el sol hubiera proyectado sobre ella un rayo especial que iluminaba desde dentro cada una de sus facciones. Parecía irradiar tan deslumbrante belleza que Joharran contuvo la respiración. Jondalar siempre decía que Ayla tenía una sonrisa excepcional, y al ver que su hermano no era inmune a ella, él mismo sonrió con expresión burlona.
A continuación Joharran advirtió que el corcel se acercaba a Jondalar con brincos nerviosos y echó una ojeada al lobo.
–Me ha dicho Jondalar que es necesario preparar algún tipo de… esto… alojamiento para los animales… En algún lugar cercano, supongo. –«No muy cercano», pensó.
–Los caballos sólo necesitan un campo con hierba y agua que no esté muy lejos –explicó Ayla–. Pero conviene avisar a la gente de que al principio nadie debe aproximarse a menos que Jondalar o yo estemos con ellos.
–No creo que eso sea un problema –dijo Joharran, advirtiendo el movimiento de la cola de Whinney, y mirando a Ayla añadió–: Pueden quedarse aquí si este pequeño valle es apropiado.
–Aquí estarán bien –afirmó Jondalar–. Pero los llevaremos río arriba, a cierta distancia.
–Lobo acostumbra a dormir a mi lado –continuó Ayla reparando en que Joharran fruncía el entrecejo–. Ha adoptado conmigo una actitud muy protectora, y podría causar un alboroto si no le permitimos quedarse cerca.
Ayla notó el parecido entre Joharran y Jondalar, sobre todo en la frente tensa a causa de la preocupación, y deseó sonreír. Pero el hombre estaba sinceramente alarmado. No era momento para sonrisas, pese a que la expresión de Joharran produjera a Ayla una sensación de cálida familiaridad.
También Jondalar había percibido la preocupación de su hermano.
–Probablemente éste sea un buen momento para hacer las presentaciones entre Joharran y Lobo –propuso.
Su hermano abrió los ojos desmesuradamente en un gesto de pánico, pero Ayla, sin darle tiempo a protestar, le cogió la mano y se agachó junto al carnívoro. Rodeó con el brazo el cuello del enorme lobo para aplacar un incipiente gruñido, segura de que Lobo olía el miedo del hombre, ya que incluso ella lo olía.
–Primero déjale oler tu mano –dijo Ayla–. Ésa es la presentación formal para Lobo.
A partir de experiencias anteriores, el lobo había aprendido que para Ayla era importante que él aceptara en su manada de humanos a aquellas personas que ella le presentaba de ese modo. Le disgustaba el olor del miedo, pero olfateaba al hombre para familiarizarse con él.
–¿Has acariciado alguna vez el pelaje de un lobo vivo, Joharran? –preguntó Ayla alzando la vista para mirarlo–. Notarás que es un poco áspero –acompañó la mano de Joharran por el enmarañado pelo del cuello del animal–. Aún está pelechando, y como le pica, le encanta que le rasquen detrás de las orejas –prosiguió mientras le mostraba cómo hacerlo.
Joharran palpó el pelaje; le llamó la atención su cálido contacto. De repente adquirió plena conciencia de que aquél era un lobo vivo, y al parecer no le importaba que lo tocaran.
Ayla observó que Joharran ya no tenía la mano tan agarrotada, y que hasta intentaba friccionar donde ella le había indicado.
–Déjale oler otra vez tu mano.
Joharran acercó la mano al hocico de Lobo y luego miró sorprendido a Ayla.
–¡Este lobo me ha lamido! –exclamó sin saber si eso era un primer paso hacia algo mejor… o peor. Vio entonces que Lobo lamía el rostro de Ayla, y ella parecía muy complacida.