Read Los rojos Redmayne Online
Authors: Eden Phillpotts
Peter simuló gran asombro.
—¡Cielos! ¡Lo toma usted con mucha calma!
—Por la excelente razón de que no estoy enamorado de mi mujer. No soy como el «perro del hortelano». Quiero paz y tranquilidad. No deseo participar en intrigas ni en conspiraciones. Soy hombre sencillo, Mr. Ganns. El misterio me aburre. Además, vivo temeroso de verme complicado en un lío. No comprendo qué tengo que ver con esto. Mi mujer y ese asesino persiguen algún fin. Si quiere llegar al fondo del asunto, vigílela a ella, no a mí. Lo que usted presiente puede producirse en cualquier momento.
—¿Me aconseja usted que haga seguir a Joanna?
—Eso es lo que yo haría. Tarde o temprano, hallará una disculpa para ir sola a las montañas. Déjela que vaya, y síganla, usted y Brendon. El problema es muy sencillo: atrapar al rojo Redmayne. Si no puede hacerlo usted, pida ayuda a la policía y a los aduaneros. Hay siempre aquí a mano un destacamento que persigue a los contrabandistas. Descríbales a ese zorro mitad humano y mitad salvaje y ofrézcales una buena recompensa si lo cazan. Entonces sí que lo capturarán en seguida.
Ganns asintió con la cabeza y detuvo el paso.
—No me extrañaría que tuviésemos que hacer lo que dice; pero preferiría que lo capturáramos nosotros. De todos modos, me veo obligado a partir en esta quincena, porque no puedo permanecer más tiempo en Italia. Pero me inquieta marcharme, dejando a mi viejo amigo a merced de esta amenaza. Cuando me encuentro aquí me parece que está a salvo; pero, ¿qué ocurrirá cuando vuelva la espalda?
—¿No quiere que le ayude?
Ganns movió negativamente la cabeza.
—No puedo trabajar asociado con usted, muchacho, porque empiezo a temer que tenga razón cuando me asegura que su mujer está contra nosotros; es absurdo creer que un hombre quiera hundir a su propia mujer.
—Si eso es todo...
Siguieron avanzando sin apresurarse y Peter mantuvo la conversación, mientras simulaba estar muy preocupado por sus planes y proyectos. Prometió que cuando Joanna fuera sola a las montañas, él y Brendon la seguirían sigilosamente.
Y en aquel instante ocurrió algo muy extraño. Al iluminarse en la penumbra la primera luciérnaga, y cuando llegaban el templete en ruinas situado junto al camino, apareció de pronto, delante del nicho, un hombre de alta estatura. Un segundo antes no había nadie allí, y ahora se destacaba, corpulento, en la luz purpúrea del atardecer; la oscuridad no era tanta como para no distinguir sus inconfundibles rasgos: Robert Redmayne, con su gran cabeza roja y su enorme bigote, surgía de la oscuridad. Completamente inmóvil, los miraba con fijeza. Sus brazos colgaban a ambos costados del cuerpo, y eran visibles las rayas de su chaqueta de tweed y los botones dorados del familiar chaleco rojo.
Doria se estremeció violentamente; luego sus músculos se endurecieron. Durante un segundo no consiguió ocultar su sorpresa y lanzó a la aparición una mirada de evidente horror y asombro. Era obvio que reconocía al personaje; pero en la mirada de azoramiento que le clavó no había amistad ni connivencia. Se pasó rápidamente la mano por los ojos, como para borrar de ellos la imagen; luego volvió a mirar... y halló el sendero desierto. Ganns lo observaba con sorpresa.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—¡Dios mío! ¿Lo ha visto usted... ahí en medio del sendero... a Robert Redmayne?
Pero el otro seguía mirándolo sin comprender, y luego se esforzó en escudriñar la oscuridad.
—No he visto nada —aseguró; y, repentinamente, la actitud del italiano cambió. Desapareció su preocupación y se echó a reír.
—Yo tampoco he visto nada —dijo—; era una sombra.
—Me parece que el pelirrojo le ha alterado los nervios. No me extraña. ¿Qué ha sido lo que ha creído ver?
—No he visto nada —repitió el italiano—; era una sombra.
Ganns cambió en seguida de tema e hizo como si no diera importancia al episodio; pero el estado de ánimo de Doria se había modificado. Se mostraba menos expansivo y más alerta.
—Volvamos —propuso media hora más tarde—. Es usted listo y me ha dado varias buenas ideas. Tenemos que aleccionar a Marc. Será mejor que usted, como marido de Joanna, disimule un poco aunque le cueste. Avíseme discretamente cuando su mujer vaya a la montaña.
Se detuvo y, con la mirada fija en Giuseppe, tomó rapé.
—Mañana daremos, tal vez, un paso hacia delante —observó.
Dueño de sí otra vez, aunque taciturno, Doria le sonrió, y sus dientes blancos brillaron en la penumbra.
—Nadie puede predecir lo que sucederá mañana —contestó—. El hombre que lo supiese sería dueño del mundo.
—Sin embargo, tengo esperanza en el día de mañana.
—Los detectives nunca deberían dejar escapar la esperanza —repuso Giuseppe—, porque es muy frecuente que sea lo único que no dejan escapar.
Y, dirigiéndose mutuamente amables burlas, regresaron juntos.
El último de los Redmayne
En las horas de la noche que siguieron al episodio acaecido a Doria junto al viejo templete, Albert Redmayne y su amigo Virgilio Poggi acudieron al Hotel Victoria, donde se hospedaba Marc, invitados a cenar por éste. Ganns le había pedido que los invitara; y, aunque suponía que la reunión despertaría las sospechas de Giuseppe, no daba, en el punto en que estaban las cosas, gran importancia a tal posibilidad.
Al hacer que Albert Redmayne se ausentara aquella noche de su casa, perseguía un doble propósito: hablar a solas con Marc Brendon y tener la seguridad de que, en adelante, su amigo el bibliófilo no estaría ni un segundo cerca de su temible enemigo. Por consiguiente, a fin de vigilar de cerca a Albert mientras hablaba con Brendon, había propuesto a este último que invitara a comer a los dos amigos en cuanto Albert regresara.
Sin advertir estas combinaciones, Albert y Poggi se presentaron, luciendo impecables camisas blancas y trajes de etiqueta algo anticuados. En su honor había sido preparada una comida especial, que fue compartida por los cuatro comensales en un salón privado del hotel. Luego pasaron al salón de fumar y, a poco, mientras Poggi y su amigo se enfrascaban en un absorbente tema bibliográfico, Peter, sentado algo más lejos junto a Marc, comentó con éste el episodio del fantasma aparecido a Giuseppe.
—Fue una maravilla, muchacho —dijo—. Es usted un actor nato; llegó y desapareció en la mejor forma en que un mortal puede hacerlo, y mucho mejor de lo que esperaba. El resultado fue estupendo. Le dimos un buen susto a Doria. Cuando creyó ver al verdadero Robert Redmayne recibió un golpe en el plexo solar..., estoy segurísimo de ello. Durante un segundo se vendió; y, en realidad, ¿cómo hubiese podido evitarlo?
»Es fácil adivinar el dilema en que se encontró: de haber sido inocente, se habría lanzado contra usted; pero no lo es. Sabía muy bien que su Robert Redmayne, el falso, no saldría esa noche a buscar pendencia; y cuando le dije que nada había visto, se dominó y juró que él tampoco había visto nada. ¡Pero, en seguida, comprendió lo que había hecho! Era demasiado tarde. ¡Le aseguro que después de esto no dejé de empuñar constantemente el revólver dentro del bolsillo! Nuestro hombre estaba deseando devolver el golpe..., lo está ahora, y no va a desperdiciar esta noche. Pero lo que importa, por el momento, es que lo hemos hecho caer en la celada, y él lo sabe.»
—Tal vez huya antes de que volvamos a «Villa Pianezzo».
—No. Está en su carácter hacer hasta el fin lo que se ha propuesto, si no se lo impedimos nosotros. Y tampoco perderá más tiempo. Ha estado jugando y divirtiéndose, con nosotros y con Albert, como un gato con un ratón. Pero dejará de jugar. A partir de esta noche se lanzará de cabeza contra nosotros tres. Está furioso consigo mismo porque cometió la tontería de aplazar los acontecimientos. Es un personaje asombroso, Marc; pero, a fin de cuentas, es hombre...; no superhombre.
—¿Qué ocurrió exactamente y qué piensa Doria de lo que vio?
—No puedo asegurarlo; pero le diré lo que creo. Observé atentamente a Giuseppe con lo que llamo mi tercer ojo: una especie de receptor colocado en mi cerebro, que extrae y absorbe como una esponja lo que piensan las demás personas. En el primer momento se sintió perplejo, perdió la sangre fría y hasta es posible que haya creído que veía un fantasma. Gritó: «¡Es Robert Redmayne!», e instantáneamente me preguntó si también lo había visto. Lo miré asombrado, y contesté que no; entonces su actitud cambió y, riéndose, dijo que sólo había sido la sombra del templete. Pero, al reflexionar, comprendió perfectamente que no había sido una sombra y, al rato, sumido en sus pensamientos, guardó silencio mientras yo charlaba de cualquier tontería, como había hecho desde el principio del paseo. Adopté una actitud confidencial, ¿comprende?; y le oí decir exactamente lo que había previsto que me diría: que estaba usted enamorado de su mujer, que él no la quería, que ella sabía lo concerniente al pelirrojo, y varias cosas por el estilo.
»Ahora bien, ¿qué pasó por su mente? Debe de haber llegado a una de dos conclusiones: o supuso que había sido víctima de una alucinación y que sólo había visto un engendro de su propia mente y, por ende, me creyó, o bien adivinó la verdad. Si hubiese interpretado el hecho en la primera forma, no habría habido razón para preocuparse. Pero no lo interpretó así y, después de reflexionar, comprendió que le había mentido. Nadie mejor que él mismo sabe que no acostumbra ver fantasmas; recordó que usted había pasado dos días en Milán, y se dio cuenta, en cuanto recobró la tranquilidad, de que era una emboscada urdida entre usted y yo para sorprenderlo y descubrir algo. Y comprendió que, al jurar que nada había visto, me daba la información que yo deseaba obtener.
»Y así quedó la cosa. En consecuencia, va a estar muy atareado; pero nosotros debemos estarlo más aún. Él y su cómplice piensan suprimir a Albert, tratando de que no podamos asociarlos con su muerte; pondrán en práctica, si se lo permitimos, los mismos métodos que usaron en Inglaterra. Albert desaparecería... y, lo mismo que en el caso de los otros dos, veríamos, tal vez, su sangre; pero no lo veríamos a él. El lago de Como es la tumba que, seguramente, le preparan.»
—¿Quiere decir que piensa usted atacar a Doria abiertamente.
—Sí. En este momento traza sus planes, como lo estamos haciendo nosotros; y de nosotros depende que los nuestros desbaraten los suyos. ¿Comprende usted? Somos dos y ellos son dos: la próxima jugada tiene que ser nuestra; de no ser así, nos darán jaque mate. Tenemos una gran ventaja: la de que Albert esté a nuestra disposición y no a la de ellos; y mientras él se encuentre a salvo vamos ganando la partida. Giuseppe lo sabe; pero sospecha que él no está a salvo; por consiguiente, en las próximas veinticuatro horas arriesgará su suerte.
—¿Todo gira en torno a la seguridad de Mr. Redmayne?
—Efectivamente; y debemos vigilarlo como dos halcones. Para mí el aspecto más interesante de este caso es el factor personal que ha desenmascarado al genial asesino. Este factor es la vanidad: una vanidad dominante, monstruosa, aunque pueril, que lo tentó a aplazar la realización de su propósito por el simple placer de jugar primero con usted y después conmigo. Él mismo se ha vendido; nuestro crédito se ha reducido mucho, Marc. Doria ha sido derribado por su orgullosa inteligencia. Si consiguiera ganar la partida, creo que me sentiría capaz de perdonarlo.
—Todo el crédito será suyo, Ganns, si acierta en sus conjeturas; desde el principio hasta el final, no merezco ninguno —repuso Brendon tristemente—. Sin embargo —añadió—, puede ser que se equivoque usted. Las convicciones de un hombre no se desarraigan con facilidad; el amor no es siempre ciego, y sigo creyendo que, aunque haya perdido mi reputación, ganaré tal vez, algo mejor... después de que hayamos puesto punto final a esta desgraciada historia.
Bondadosamente, Ganns le dio varias palmaditas en el brazo.
—Le suplico que no se haga ilusiones —instó—. Luche contra esa esperanza; pronto comprobará que está basada en una quimera..., en algo que no existe y que nunca existió. Ahora bien; su reputación es otro asunto, y le ruego que no permita que, mañana a estas horas, sus espléndidos antecedentes profesionales sean barridos por el viento.
—¿Mañana?
—Sí; mañana por la noche le colocaremos las esposas.
A renglón seguido, Peter explicó sus planes.
—Doria no creerá que nos movemos con tanta rapidez; si entramos en seguida en acción, nos adelantaremos al golpe que está a punto de asestar. Por lo menos, esto es lo que intentaré con la ayuda de usted. Esta noche y mañana temprano no me separaré de Albert; luego hará usted lo mismo; porque, después del almuerzo, iré a la policía local de Como. Tendrán pronto la orden de detención, y regresaré al anochecer en uno de los barquitos negros de los aduaneros. Navegaremos con las luces apagadas y arribaremos a «Villa Pianezzo» sin que nos vean. A usted le corresponderá no perder de vista a Albert y vigilar a los demás. Doria creerá, probablemente, que mi viaje a Como es un pretexto, y sin duda aprovechará la ocasión para realizar su propósito. Existe la posibilidad de que empleen veneno. No quiero que Albert cruce a casa de Poggi, porque allí lo atacarán con mayor facilidad.
—¿Está enterado Albert de lo crítico de la situación?
—Sí, se lo he expuesto claramente, y me ha prometido no comer ni beber nada, salvo lo que lleve conmigo de aquí esta noche. Hemos proyectado que mañana finja una indisposición y que no salga de sus habitaciones. Simulará que hoy ha comido demasiado. Me quedaré junto a él..., esta noche no dormiré; haré las veces de centinela. Mañana su desayuno bajará intacto..., y el mío también. Ambos comeremos lo que tendremos escondido.
»Después de mediodía las cosas dependerán de usted. Ignoro lo que hará Doria, pero no debe darle ninguna ocasión de hacer algo. Si Giuseppe desea ver a Albert, haga valer su autoridad y dígale que no puede verlo hasta mi regreso. Écheme la culpa; y, si insiste, utilice su arma.»
—Es posible que escape cuando comprenda que ha perdido la partida —sugirió Marc—. Quizá haya huido ya.
—No —repuso Peter—. No es razonable pensar que haya adivinado lo que sé. El concepto que tiene de mí es demasiado inferior para creerme capaz de tanto. No escapará; seguirá fanfarroneando hasta que sea tarde. No temo perderlo, temo perder a Albert.
—Por lo menos en esto tenga confianza en mí.
—Así lo haré. Y quiero planear alguna pequeña sorpresa para que Albert, sin saberlo, nos ayude. No podemos pedirle que haga nada raro; no está en su carácter; pero como tenemos que cuidar al rey, ganaríamos si el rey favoreciera una jugada inesperada. Conviene estar alerta y ver las posibilidades. Si, por ejemplo, intentaran envenenarlo y advirtieran el fracaso...