Los señores de la instrumentalidad (34 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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Todo parecía correcto.

—Y luego —continuó la voz— nos atacó la enfermedad aracosiana. No aterrices. Aléjate. Háblanos. Cuéntanos cosas de medicina. Nuestros jóvenes mueren sin razón. Nuestras granjas son ricas, y el trigo crece más dorado que en la Tierra, las ciruelas más rojas, las flores más blancas. Todo anda bien, salvo la gente.

»Nuestros jóvenes mueren... —repitió la voz de mujer, rompiendo a llorar.

—¿Hay síntomas? —preguntó Suzdal, pero la cápsula continuó como si no hubiera oído la pregunta.

—Se mueren de nada. Nada que nuestra medicina pueda detectar, nada que nuestra ciencia pueda mostrar. Mueren. Nuestra población disminuye. ¡No nos olvidéis! ¡Hombre, quienquiera que seas, ven deprisa, ven ahora, trae auxilio! Pero, por tu propio bien, no aterrices. ¡Mantente alejado del planeta y míranos por pantallas para que puedas llevar a la Cuna del Hombre esta noticia acerca de los hijos perdidos de la humanidad entre extrañas y remotas estrellas!

¡Realmente extraño!

La verdad era aún más extraña, y realmente desagradable.

Suzdal estaba convencido de que el mensaje era auténtico. Lo habían escogido para el viaje porque era generoso, inteligente y valiente; este mensaje afectaba a sus tres cualidades.

Después, mucho después, cuando lo arrestaron, le preguntaron:

—Suzdal, estúpido, ¿por qué no comprobó el mensaje? ¡Ha arriesgado la seguridad de todas las humanidades por un tonto hallazgo!

—¡No era tonto! —protestó Suzdal—. La cápsula de emergencia tenía una triste y maravillosa voz de mujer y la historia era coherente.

—¿Con qué? —inquirió severamente el investigador. Suzdal respondió fatigado y triste:

—Coherente con mis libros. Con mi conocimiento. —Y añadió de mala gana—: Y con mi propio juicio.

—¿Fue atinado ese juicio? —preguntó el investigador.

—No —reconoció Suzdal, y dejó colgar la palabra en el aire como si fuera lo último que diría.

Pero Suzdal mismo rompió el silencio para añadir:

—Antes de fijar el curso y dormirme, activé a mis oficiales de seguridad y les hice comprobar la historia. Descubrieron la verdadera historia de Aracosia, desde luego. La descifraron de ciertos patrones de la cápsula de emergencia y me contaron la verdad muy deprisa, mientras yo despertaba.

—¿Y qué hizo usted?

—Hice lo que hice. Hice aquello por lo que espero que me castiguen. Los aracosianos ya se paseaban por el exterior de mi casco. Habían capturado mi nave y a mí mismo ¿Cómo iba a saber que sólo los primeros veinte años de esa maravillosa y triste historia que había contado la mujer eran ciertos? Y ni siquiera era una mujer. Sólo un klopt. Sólo los primeros veinte años...

Las cosas habían ido bien para los aracosianos durante los primeros veinte años. Luego sobrevino el desastre, pero la cápsula de emergencia no contaba esa historia.

No lo entendían. No sabían por qué había ocurrido. No sabían por qué había ocurrido sólo al cabo de veinte años, tres meses y cuatro días. Pero el momento llegó.

Nosotros creemos que debió de ser algún factor en la radiación del sol del planeta. O tal vez una combinación de la radiación de ese sol con una reacción química, que ni siquiera las completas máquinas de la nave-caparazón habían analizado del todo, y que se extendía desde dentro. El desastre llegó. Fue simple e inexorable.

Tenían médicos. Habían construido hospitales. Incluso contaban con una limitada capacidad de investigación.

Pero no pudieron investigar con la suficiente rapidez. No la suficiente para hacer frente al desastre. Fue simple, monstruoso, descomunal.

La feminidad se volvió cancerígena.

Todas las mujeres del planeta empezaron a desarrollar cáncer al mismo tiempo, en los labios, los senos, la ingle, a veces en el borde de la mandíbula o el labio, las partes blandas del cuerpo. El cáncer tenía muchas formas, pero era siempre el mismo. Había algo en la radiación que les llegaba, algo que se internaba en el cuerpo humano y convertía una forma de desoxicorticosterona en una subforma —desconocida en la Tierra— de preñandiol, que infaliblemente causaba cáncer. El avance fue rápido.

Las niñas pequeñas murieron primero. Las mujeres se aferraban sollozando a sus padres y esposos. Las madres intentaban despedirse de los hijos.

Una mujer fuerte, una médica, tuvo el coraje de cortar tejido vivo de su propio cuerpo, ponerlo bajo el microscopio y tomar muestras de su orina, su sangre, su saliva, y obtuvo el resultado.
No hay solución.
Pero había algo mejor y peor que una solución.

Si el sol de Aracosia mataba todo lo femenino, si las hembras de los peces flotaban vientre arriba en la superficie del mar, si las hembras de las aves cantaban una canción más estridente y salvaje al morir sobre los huevos que nunca empollarían, si las hembras de los animales gemían en las guaridas donde se ocultaban del dolor, las mujeres no tenían que aceptar la muerte con tanta docilidad. El nombre de esa médica era Astarté Kraus.

La magia de los Klopts

Las hembras humanas podían hacer lo que no estaba al alcance de las hembras de los animales. Podían cambiar de sexo. Con la ayuda del instrumental de la nave, se elaboraron grandes cantidades de testosterona, y cada muchacha y mujer sobreviviente se convirtió en hombre. Les inyectaron dosis masivas. Se les agrandaron las caras, volvieron a crecer un poco, les disminuyó el pecho, se les fortalecieron los músculos, y en menos de tres meses fueron hombres.

Algunas formas inferiores de vida habían sobrevivido porque no estaban lo bastante polarizadas hacia las formas masculina y femenina, que dependían de esa particular química orgánica para la supervivencia. Los peces desaparecieron, las plantas ocuparon los océanos, los pájaros se extinguieron, pero los insectos sobrevivieron; libélulas, mariposas, versiones muladas de los saltamontes y escarabajos se extendieron por el planeta. Los hombres que habían perdido sus mujeres trabajaron codo a codo con los hombres que habían sido mujeres.

Cuando se reconocían, el encuentro era inefablemente triste. Marido y mujer, ambos barbados, fuertes, pendencieros, desesperados y ocupados. Los niños empezaban a comprender que nunca tendrían novia ni esposa, que no se casarían ni tendrían hijas. Pero ¿qué era un mero mundo para detener el agudo cerebro y el apasionado intelecto de la doctora Astarté Kraus? Se convirtió en el líder de su pueblo, los hombres y las mujeres-hombre. Los condujo a la supervivencia con fría racionalidad. (Quizá, si hubiera sido una persona compasiva, los habría dejado morir. Pero la compasión no formaba parte de la personalidad de la doctora Kraus. Sólo era brillante, implacable, inexorable contra el universo que había intentado acabar con ella.)

Antes de morir, la doctora Kraus elaboró un sistema genético cuidadosamente programado. Pequeños fragmentos de tejido de los hombres se podían implantar mediante un procedimiento quirúrgico en el abdomen, dentro de la pared peritoneal, cerca de los intestinos; una matriz artificial, química artificial e inseminación artificial por radiación, por calor, permitieron que los hombres engendraran hijos varones.

¿De qué servía tener hijas si todas morían? La población de Aracosia siguió adelante. La primera generación sobrevivió a la tragedia, medio loca de pena y decepción. Enviaron cápsulas con mensajes sabiendo que sus relatos llegarían a la Tierra al cabo de seis millones de años.

Como nuevos exploradores, habían apostado a llegar más lejos que otras naves. Habían hallado un buen mundo, pero no estaban muy seguros de dónde vivían. ¿Estaban todavía dentro de la galaxia conocida, o habían saltado más allá, hacia una de las galaxias cercanas? No lo sabían. Formaba parte de la política de la Vieja Tierra no equipar en exceso a los contingentes de exploradores, por temor a que algunos, después de adoptar cambios culturales violentos o de convertirse en imperios agresivos, se volvieran contra la Tierra y la destruyeran. La Tierra siempre se aseguraba de tener las de ganar.

La tercera, cuarta y quinta generación de aracosianos todavía eran personas. Todos eran varones. Tenían memoria humana, tenían libros humanos, conocían las palabras «mamá», «hermana», «novia», pero ya no entendían lo que significaban.

El cuerpo humano, que en la Tierra había tardado cuatro millones de años en desarrollarse, tiene inmensos recursos, subterfugios mayores que los del cerebro, la personalidad o las esperanzas del individuo. Y los cuerpos de los aracosianos tomaron sus propias decisiones. Como la química de la feminidad significaba la muerte al instante, y como de vez en cuando una niña nacía muerta y era sepultada, los cuerpos decidieron adaptarse. Los hombres de Aracosia se convirtieron en hombres y mujeres. Se dieron el feo apodo de «klopt». Como no tenían las gratificaciones de la vida familiar, se convirtieron en gallos de pelea que mezclaban el amor con el asesinato, que combinaban las canciones con duelos, que afilaban las armas y se ganaban el derecho a la reproducción en el ámbito de un extraño sistema familiar que ningún hombre decente de la Tierra habría encontrado comprensible.

Pero sobrevivieron.

Y su método de supervivencia fue tan drástico, tan contundente, que realmente resultaba difícil de comprender.

En menos de cuatrocientos años, los aracosianos se habían dividido en grupos de clanes rivales. No tenían más que un único planeta que giraba alrededor de una sola estrella. Vivían en un solo lugar. Tenían unas pocas naves espaciales que habían construido. Su ciencia, su arte y su música oscilaba con extraños espasmos de genio neurótico e inspirado, porque carecían de los elementos fundamentales de la personalidad humana, el equilibrio entre lo masculino y lo femenino, la familia, la función del amor, de la esperanza, de la reproducción. Sobrevivieron, pero se habían convertido en monstruos y no lo sabían.

A partir de sus recuerdos humanos, crearon una leyenda acerca de la Vieja Tierra. En ese recuerdo las mujeres eran monstruos que merecían la muerte, seres deformes que debían extinguirse. La familia, en ese recuerdo, era una obscenidad y una abominación que estaban dispuestos a exterminar dondequiera que la encontraran.

Ellos eran homosexuales barbados, con labios pintarrajeados, pendientes trabajados, cuidadas melenas y muy pocos viejos. Se deshacían de sus hombres antes de que éstos envejecieran; lo que no podían conseguir mediante el amor, el reposo o la comodidad, lo compraban con la batalla y la muerte. Compusieron canciones proclamándose los últimos hombres antiguos y los primeros hombres nuevos, y proclamaron su odio hacia la humanidad, y cantaron «Ay de la Tierra cuando la encontremos», pero algo dentro de ellos les hacía añadir en casi todas las canciones un estribillo que incluso a ellos los desconcertaba:

¡Y lloro por el hombre!
Lloraban por el hombre, pero conspiraban para atacarlo.

La trampa

La cápsula de mensajes había engañado a Suzdal. Regresó al compartimiento para dormir y ordenó a los hombres-tortuga que llevaran el crucero a Aracosia, dondequiera que se hallara. No lo hizo a tontas y a locas. Fue una decisión calculada y meditada. Una decisión por la que después fue interrogado, juzgado y condenado a algo peor que la muerte.

Lo merecía.

Buscó Aracosia sin detenerse a pensar en la principal regla:

¿cómo impedir que los aracosianos, esos monstruos cantores, lo siguieran para causar la ruina a la Tierra? ¿No cabía en lo posible que la enfermedad fuera contagiosa, o que su feroz sociedad destruyera las otras organizaciones humanas y dejara la Tierra y los otros mundos humanos en ruinas? No pensó en ello, así que fue sometido a inquisición, juicio y castigo mucho después. Ya volveremos sobre esto.

La llegada

Suzdal despertó en órbita de Aracosia. Y despertó sabiendo que había cometido un error. Extrañas naves se aferraban a su nave-caparazón como lapas malignas de un océano desconocido adheridas a un barco. Ordenó a sus hombres-tortuga que activaran los controles, pero los mandos no funcionaban.

Los que lo rodeaban, fueran quienes fuesen, hombres o mujeres o bestias o dioses, tenían la suficiente tecnología para inmovilizar la nave. Suzdal comprendió su error de inmediato. Desde luego, pensó en matarse y destruir la nave, pero si él desaparecía y no atinaba a destruir todo el crucero, un modelo nuevo con armas avanzadas, su instrumental podía caer en manos de quienes andaban por el casco exterior de la nave. No podía arriesgarse a un mero suicidio individual. Tenía que tomar una medida más drástica. No era momento para seguir las normas de la Tierra.

Su oficial de seguridad —un fantasma con forma humánale susurró toda la historia en jadeos rápidos e inteligentes:

—Son personas, señor.

»Son más humanos que yo.

»Yo soy un fantasma, un eco procedente de un cerebro muerto.

»Éstas son personas verdaderas, comandante Suzdal, pero son la peor gente que puedan andar sueltas entre las estrellas. ¡Debes destruirlos!

—No puedo —objetó Suzdal, tratando de despertar del todo—. Son
personas.

—Entonces, debes derrotarlos. Por cualquier medio. Por cualquier medio que se te ocurra. Salva la Tierra. Destrúyelos. Avisa a la Tierra.

—¿Y yo? —preguntó Suzdal, y de inmediato se arrepintió de haber formulado esa pregunta egoísta y personal.

—Tú morirás o serás castigado —dijo compasivamente el oficial de seguridad—, y no sé qué será peor.

—¿Ahora?

—Ahora. No te queda tiempo. Se ha acabado el tiempo.

—Pero, las normas...

—Ya te has apartado de las normas. Había normas, pero Suzdal las descartó todas. Normas, normas para casos comunes, para lugares comunes, para peligros comprensibles.

Ésta era una pesadilla creada por la carne del hombre, motivada por el cerebro del hombre. Los monitores ya le informaban quiénes eran esas personas, esos aparentes maniáticos, esos niños criados en medio de la lujuria y la guerra, que tenían una estructura familiar que el cerebro humano normal no podía aceptar, creer ni tolerar. Verdaderamente esas cosas que había fuera eran personas, pero no lo eran. Esas cosas que había fuera tenían cerebro humano, imaginación humana y la capacidad humana para la venganza, pero Suzdal, un oficial valiente, estaba tan asustado ante lo que significaban que no respondió a sus intentos de comunicación.

Advirtió que las mujeres-tortuga de su tripulación estaban aturdidas de espanto al comprender quién golpeaba la nave y quiénes cantaban por estentóreas máquinas que querían
entrar, entrar, entrar.

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