Los señores de la instrumentalidad (40 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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La carne humana, más vieja que la historia, más terca que la cultura, tiene su propia sabiduría. Los cuerpos de la gente están marcados con las arcaicas tretas de la supervivencia, de modo que en Fomalhaut III, Elena conservaba las aptitudes de ancestros en quienes jamás había pensado, antepasados que en el increíble y remoto pasado habían dominado la terrible Tierra. Elena estaba loca. Pero una parte de ella lo sospechaba.

Tal vez este conocimiento la iluminó cuando caminaba desde Waterrocky Road hasta las brillantes llanuras del Shop-ping Bar. Vio una puerta olvidada. Los robots podían limpiar los alrededores pero, dada el antiguo y extraño diseño arquitectónico, no podían barrer
y
frotar al pie de la puerta. Una dura y delgada franja de polvo viejo y cera endurecida se extendía como un sello en el umbral. Era obvio que nadie lo había atravesado desde hacía mucho tiempo.

La regla civilizada establecía que las zonas prohibidas estuvieran marcadas con indicaciones telepáticas y con símbolos. En las más peligrosas había robots o subpersonas que montaban guardia. Pero lo que no estaba prohibido estaba permitido. Elena no tenía derecho a abrir la puerta, pero tampoco se lo habían prohibido. La abrió.

Por mero capricho.

O eso creyó.

Esto no tenía nada que ver con el motivo «Seré una bruja» que la balada le atribuyó más tarde. Aún no estaba frenética ni desesperada, aún ni siquiera era noble.

Al abrir esa puerta cambió su mundo y cambió la vida en miles de planetas durante muchas generaciones, pero el acto de abrirla no fue extraño. Fue el cansado capricho de una mujer totalmente frustrada y vagamente desgraciada. Nada más. Cualquier otra descripción es una idealización, modificación o falsificación.

Se sobresaltó al abrir la puerta, pero no por las razones que le atribuyen retrospectivamente los juglares e historiadores.

Se sobresaltó porque la puerta daba a una escalera que conducía a un paisaje soleado, un espectáculo inesperado en cualquier mundo. Ella miraba desde la ciudad nueva hacia la ciudad antigua. La ciudad nueva se elevaba sobre la antigua, y cuando ella miró «hacia dentro» vio el poniente en la ciudad inferior.

Jadeó ante la belleza de esa visión imprevista.

Allí, la puerta abierta que daba a
otro mundo.
Aquí, la vieja calle familiar, limpia, bonita, apacible e inútil donde ella había paseado mil veces su propia inutilidad.

Allí, algo. Aquí, el mundo que conocía. Ignoraba las palabras «país de nunca jamás» o «lugar mágico», pero si las hubiera conocido las habría pronunciado.

Miró a izquierda y derecha.

Los transeúntes no repararon en ella ni en la puerta. El poniente empezaba en la ciudad alta. En la ciudad baja ya era rojo como la sangre, con pendones de oro que parecían llamas congeladas, Elena no supo que olisqueaba el aire; no supo que temblaba al borde del llanto; no supo que una tierna sonrisa, la primera sonrisa en años, le distendía la boca e iluminaba con pasajero encanto su expresión cansada y tensa. Estaba demasiado absorta mirando alrededor.

La gente caminaba ocupada en sus quehaceres. Calle abajo, una subpersona —hembra, tal vez gata— se alejaba de un humano verdadero que andaba más despacio. A lo lejos, un ornitóptero de la policía aleteaba alrededor de una torre; a menos que los robots usaran un telescopio o tuvieran uno de los raros subhombres-halcón que a veces usaba la policía, no podrían verla.

Atravesó la entrada y cerró la puerta.

No lo sabía, pero en ese instante desaparecieron futuros por venir, la rebelión ardió en siglos venideros, personas y subpersonas murieron por extrañas causas, muchas madres cambiaron el nombre de señores no nacidos y muchas naves estelares regresaron de sitios que los hombres nunca habían imaginado. El espacio tres, que siempre había estado allí, esperando a que los hombres lo descubrieran, se detectaría antes: todo por su causa, por culpa de la puerta, y de sus siguientes pasos, de lo que ella diría y de la muchacha que conocería. (Los trovadores dieron a conocer después toda la historia, pero la contaron al revés, a partir del conocimiento de lo que P'Juana 7 Elena habían hecho para inflamar los mundos. La sencilla verdad es que una mujer solitaria atravesó una puerta misteriosa. Eso es todo. Todo lo demás ocurrió más tarde.)

Estaba en lo alto de la escalera, la puerta cerrada a sus espaldas, el dorado poniente de la ciudad desconocida llameando ante ella. La gran cúpula de la nueva ciudad de Kalma se arqueaba hacia el cielo; aquí los edificios eran más viejos y menos armoniosos que los que dejaba atrás. No conocía el concepto «pintoresco», de lo contrario lo habría usado. No disponía de ningún término para describir la apacible escena que se extendía a sus pies.

No había nadie a la vista.

A lo lejos, un detector de incendios palpitó en lo alto de una vieja torre. Al margen de eso, sólo había la ciudad áurea que se extendía por debajo, y un pájaro —¿era un pájaro, o una gran hoja barrida por la tormenta?— a cierta distancia.

Llena de temor, esperanza, ansiedad y el presentimiento de extraños apetitos, bajó con serena y desconocida resolución.

3

Al pie de la escalera, que tenía nueve tramos, la esperaba una niña de unos cinco años. La niña llevaba un vestido azul brillante, tenía el cabello rojizo y ondulado, y las manos más delicadas que Elena hubiera visto.

El corazón de Elena fue hacia la niña, quien la miró y se encogió. Elena conocía el significado de esos bellos ojos castaños, de esa muscular súplica de confianza, ese retroceso ante los demás. No era una niña, sino un animal con forma de persona, tal vez un perro, a quien más tarde le enseñarían a hablar, trabajar y realizar tareas útiles.

La niña se levantó como dispuesta a echar a correr. Elena tuvo la sensación de que la niña-perro aún no había decidido si acercarse a ella o escapar. Elena no deseaba enredarse con una subpersona —¿qué mujer lo hubiera deseado?— pero tampoco quería asustar a la criatura. A fin de cuentas, era una pequeña.

Las dos permanecieron cara a cara un instante; la niña, insegura; Elena, tranquila. Luego la niña-animal habló.

—Pregúntale —dijo, y sonó como una orden.

Elena se sorprendió. ¿Desde cuándo los animales daban órdenes?

—¡Pregúntale! —insistió la niña. Señaló una ventana con la inscripción AYUDA PARA VIAJEROS. Luego la niña echó a correr. Un relampagueo azul de su vestido, un parpadeo blanco de sus sandalias, y desapareció.

Elena se quedó atónita e intrigada en la desolada y desierta ciudad.

La ventana le habló:

—¿Por qué no te acercas? Tarde o temprano lo harás.

Era la voz sabia y madura de una mujer experimentada, con una burbuja risueña por debajo del límite fónico, con una nota de compasión y entusiasmo. La orden no era una mera orden. Era, ya en el comienzo, una broma cómplice entre dos mujeres sabias.

Elena no se sorprendió de que una máquina le hablara. Durante toda su vida las grabaciones le habían dicho cosas. Pero en esta situación titubeó.

—¿Hay alguien ahí? —preguntó.

—Sí y no —respondió la voz—. Soy «Ayuda para viajeros» y auxilio a todos los que vienen aquí. Te has perdido, de lo contrario no estarías aquí. Pon la mano en mi ventana.

—Quiero decir si eres una persona o una máquina —preguntó Elena.

—Depende —dijo la voz—. Soy una máquina, pero hace mucho tiempo fui una persona. Una dama de la Instrumentalidad, para ser concretos. Pero llegó mi hora y me dijeron: «¿Te molestaría que hiciéramos una impresión de tu personalidad? Sería muy útil para las cabinas de información.» De modo que acepté. Ellos hicieron esta copia, y cuando morí, lanzaron mi cuerpo al espacio con todos los honores habituales. Y aquí estaba yo. Me daba una sensación rara estar en este aparato, contemplando las cosas, hablando con la gente, ofreciendo buenos consejos, trabajando, hasta que construyeron la ciudad nueva. ¿Qué opinas, pues? ¿Soy yo o no soy yo?

—No lo sé —respondió Elena con aprensión.

La cálida voz perdió el buen humor y se volvió prepotente.

—Dame la mano, pues, para que pueda identificarte e indicarte qué hacer.

—Creo que volveré arriba —rechazó Elena— y regresaré a la ciudad nueva.

—¿Privándome de mi primera conversación con una persona verdadera en cuatro años? —exclamó la voz de la ventana. El tono era exigente, pero aún conservaba la calidez y el buen humor. También revelaba soledad, y este sentimiento conmovió a Elena. Se acercó a la ventana y apoyó la mano en el antepecho.

—Eres Elena —exclamó la ventana—. ¡Eres
Bienal
Los mundos te esperan. ¡Eres de An-fang, donde todo comienza, la plaza de la Paz de An-fang, en la Vieja Tierra!

—Sí —dijo Elena.

La voz vibró de entusiasmo.

—El te está esperando. Oh, ha esperado mucho, mucho tiempo. Y la niña que conociste...
es nada menos que P'Juana.
La historia ha empezado. «La gran era del mundo recomienza.» Y podré morir cuando termine. Lo lamento, querida. No quiero confundirte. Soy la dama Pane Ashash. Tú eres Elena. Tu número terminaba originalmente en 783, y ni siquiera tendrías que estar en este planeta. Aquí todas las personas importantes terminan con los números 5 y 6. Eres terapeuta lega y estás en el lugar equivocado, pero tu amante ya está en camino, y nunca has estado enamorada, y todo esto es tan excitante.

Elena miró alrededor. La ciudad vieja estaba adquiriendo un color más rojo, un tono menos dorado al avanzar el poniente. La escalera que tenía a sus espaldas le parecía terriblemente alta; y la puerta de arriba, muy pequeña. Quizá se hubiera trabado al cerrarse. Quizá no pudiera dejar nunca la ciudad baja.

La ventana debía de estar observándola, porque la voz de la dama Pane Ashash se volvió tierna.

—Siéntate, querida —recomendó la voz de la ventana—. Cuando yo era yo, era mucho más amable. No he sido yo durante mucho tiempo. Soy una máquina, aunque todavía me parece que soy yo. Siéntate y discúlpame.

Elena miró alrededor. Detrás de ella había un banco de mármol. Se sentó, obediente. La felicidad que había experimentado en lo alto de la escalera burbujeó de nuevo en su interior. Si esta vieja y sabia máquina conocía tantas cosas sobre ella, quizá pudiera decirle qué debía hacer. ¿Qué había querido decir con «lugar equivocado», «amante», «ya está en camino», si es que había dicho esto?

—Descansa, querida —incitó la voz de la dama Pane As-hash. Tal vez hubiera muerto cientos o miles de años atrás, pero aún hablaba con la autoridad y la amabilidad de una gran dama.

Elena respiró hondo. Vio una gran nube roja, parecía una ballena preñada, disponiéndose a embestir el borde de la ciudad alta, muy por encima de ella y a gran distancia sobre el mar. Se preguntó si las nubes tendrían sentimientos.

La voz le hablaba de nuevo. ¿Qué había dicho?

Por lo visto decidió repetir la pregunta:

—¿Sabías que venías? —dijo la voz de la ventana.

—Claro que no. —Elena se encogió de hombros—. Vi la puerta, no tenía mucho que hacer y la abrí. Y encontré todo un nuevo mundo dentro de una casa. Me pareció extraño y hermoso, así que bajé. ¿No hubieras hecho lo mismo?

—No lo sé —respondió francamente la voz—. Soy una máquina. No he sido yo durante mucho tiempo. Quizá lo hubiera hecho cuando estaba con vida. No sé eso, pero sé muchas otras cosas. Quizá pueda ver el futuro, o quizá la parte de mí que es una máquina haga tan buenos análisis probabilísticos que es casi como ver el futuro. Sé quién eres y lo que te ocurrirá. Será mejor que te cepilles el cabello.

—¿Para qué? —preguntó Elena.

—Él viene —indicó la voz vieja y feliz de la dama Pane As-hash.

—¿Quién
viene? —preguntó Elena con cierto fastidio.

—¿Tienes un espejo? Tendrías que arreglarte el cabello. Te quedaría más bonito, aunque ya es bonito tal como está ahora, Tienes que mostrar tu mejor aspecto. El que viene es tu amante, desde luego.

—No tengo amante —dijo Elena—. No se me ha autorizado ninguno hasta que haya cumplido con algunas de mis tareas, y aún no he encontrado mis tareas. No soy de esas muchachas que van a pedir ensoñaciones a un subjefe cuando no tengo derecho al hecho real. No seré gran cosa, pero tengo cierto amor propio.

—Elena se irritó tanto que cambió de posición en el banco y apartó la cara de la ventana.

Las siguientes palabras le pusieron la carne de gallina en los brazos, pues subyacía en ellas una gran intensidad y una conmovedora franqueza:

—Elena, Elena, ¿no tienes idea, de quién eres?

Elena giró en el banco y miró hacia la ventana. Los rayos del poniente le ruborizaron la cara. Sólo pudo jadear:

—No sé a qué te refieres...

—Piensa, Elena, piensa —continuó la inexorable voz—. ¿El nombre P'Juana no significaba nada para ti?

—Supongo que es una subpersona, un perro. Para eso es la P, ¿verdad?

—Es la niña que conociste —señaló la dama Pane Ashash, como si la afirmación tuviera un gran peso.

—Sí —concedió Elena. Era una mujer educada, y nunca contradecía a los extraños.

—Espera un momento —dijo la dama Pane Ashash—. Voy a sacar mi cuerpo. Dios sabrá cuándo lo usé por última vez, pero hará que te sientas más cómoda conmigo. Perdona la ropa. Es anticuada, pero creo que el cuerpo funcionará. Éste es el principio de la historia de P'Juana, y quiero que tengas el cabello cepillado aunque lo deba hacer yo misma. Espera ahí, muchacha, espera ahí. Sólo tardaré un momento.

Las rojas nubes estaban adquiriendo el oscuro color del hígado. ¿Qué podía hacer Elena? Se quedó en el banco. Pateó la acera con el zapato. Se sobresaltó cuando las anticuadas luces de la ciudad baja se encendieron con repentina y geométrica precisión; no tenían los tonos sutiles de la iluminación nueva de la ciudad alta, donde el día se difuminaba en una noche clara y brillante sin cambios repentinos de color.

La puerta que había junto a la ventana se abrió con un chirrido. Cáscaras de plástico antiguo se desmigajaron cayendo en la acera. Elena quedó atónita.

Sabía que inconscientemente esperaba un monstruo, pero se le apareció una encantadora mujer de su misma estatura, que llevaba ropa extraña y anticuada. La extraña mujer tenía el cabello negro y lustroso, no evidenciaba una enfermedad reciente ni actual, ni indicios de lesiones graves en el pasado; no tenía defectos en la vista, el desplazamiento ni la capacidad visual. (Elena no podía examinar al instante el olfato ni el gusto, pero éste era el chequeo médico que llevaba incorporado desde su nacimiento, el chequeo a que había sometido a cada persona adulta que había conocido. Estaba diseñada como «terapeuta lego de sexo femenino» y era eficiente, aunque no hubiera nadie a quien tratar)

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