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Authors: Andreas Eschbach

Los tejedores de cabellos (11 page)

BOOK: Los tejedores de cabellos
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—Estoy terriblemente cansado —explicó evasivo—. Voy a intentar dormir un poco. Mucha suerte. Corto.

—Gracias. Corto —respondió Nillian. Se escuchó un perceptible chasquido y la grabadora se desconectó de nuevo.

Nargant se quedó sentado, echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. Se sentía como si le vibraran los glóbulos oculares. Con toda seguridad no iba a ser capaz de dormir, pensó. Pero se quedó dormido antes de que pudiera abrir siquiera una vez más los ojos y cayó en un sueño intranquilo.

Cuando se despertó de nuevo, necesitó un buen rato para darse cuenta de dónde estaba y de lo que estaba pasando. Con el cerebro embotado, miró fijamente las cifras del reloj de a bordo e intentó averiguar sin éxito cuánto tiempo había dormido. En cualquier caso, el contador de la grabadora no se había movido y esto significaba que Nillian no había vuelto contactar.

Se acercó a una escotilla y miró hacia afuera, a la tremenda esfera del planeta. Una interminable zona de día que alcanzaba de polo a polo discurría a través de la superficie de color pardo sucio. Recibió una fuerte impresión cuando se dio cuenta de inmediato de que en la región donde se hallaba Nillian era ya temprano por la mañana. Había dormido toda la noche.

Y Nillian no había contactado.

Tomó el micrófono y activó la emisora con un movimiento excesivo. —¿Nillian?

Esperó, pero todo estaba en silencio. Adoptó un tono más formal:

—¡
Kalyt 9
llamando a Nillian Jegetar Cuain, por favor, informa! Tampoco sucedió nada.

Transcurrió el tiempo y Nillian no contactó. Nargant se sentó en su sillón de piloto y dijo una y otra vez el nombre de Nillian en la radio, durante horas. Hizo retroceder la grabadora y escuchó lo grabado, pero no había nada, ninguna llamada de Nillian. No fue consciente de que se mordía sin pausa el labio inferior y de que éste había comenzado a sangrar.

Se sentía por así decirlo desgarrado por dos impulsos que tiraban de él como dos fuerzas de la naturaleza. Por un lado estaba la orden clara, precisa e irrebatible de que no aterrizaran en el planeta observado, y la obediencia, de la que él había estado tan orgulloso. Desde el principio había sabido que esta historia saldría mal, desde el mismo principio. Una única persona, sola en un planeta desconocido, en una cultura desconocida, con la que el Imperio no había tenido contacto desde hacía decenas de miles de años. ¿Qué otra cosa podría hacer un solo hombre que no fuera correr hacia su propia muerte?

Por el otro lado estaba aquel nuevo sentimiento de la amistad, de saber que en algún lugar allá abajo había un hombre que quizás estaba en una situación peligrosa y ponía todas sus esperanzas en él, un hombre que creía en él y que se había esforzado en ganar su amistad pese a que sabía que al antiguo soldado imperial le resultaban difíciles esas cosas. Quizás ahora, en aquel preciso instante, dirigía Nillian sus ojos al oscuro cielo sobre el cual sabía que había una nave espacial pequeña y frágil y esperaba de ella la salvación.

Nargant respiró profundamente y se tensó. Había llegado a una conclusión y la decisión le daba nuevas fuerzas. Con movimientos bien ejercitados preparó todo para una transmisión múltiple.

—Al habla Nargant, piloto de la nave expedicionaria
Kalyt 9
. Llamo al acorazado
Trikood
, bajo mando del comandante Jerom Karswant. ¡Atención, esto es una emergencia!

Pausa. Sin percibir lo que hacía, Nargant se limpió las gotas de sudor de la frente. Se sentía como si no sólo se tratara de una emisión de radio sino que también tuviera que efectuar lo que tenía que decir y lo que tenía que hacer con todo su cuerpo, con el uso de todas sus fuerzas. Sabía que no tenía que pensar demasiado, si no al final no enviaría el mensaje. Simplemente hablar y enviar en el acto y que luego venga lo que tenga que venir. Desconectó el botón de pausa.

—Desobedeciendo nuestras órdenes, mi compañero Nillian Jegetar Cuain ha bajado hace más de tres días de tiempo estándar a la superficie del planeta G-101/2. Su intención era realizar más investigaciones entre sus habitantes. Su último contacto se produjo hace más de ocho horas. Los siguientes hechos son de interés…

Hizo un informe escueto, completo y sin hacer caso a los temblores de sus piernas.

—Pido se me envíen órdenes. Nargant, a bordo de la
Kalyt 9
. Tiempo estándar 18-3-178002, última medición 4-2. Posición de cuadrícula 2014-BQA-57, en órbita alrededor del segundo planeta del sol G-101, corto.

Estaba mojado de sudor cuando emitió la grabación. Ahora todo llevaba su camino. El mensaje volaba a toda prisa, dividido en partículas de información, a través de una dimensión incomprensible, hacia su objetivo, y nadie podía hacerlo retroceder. Nargant dejó caer el micrófono y se preparó para esperar largo tiempo. Estaba cansado, pero sabía que no podría dormir.

En las horas que siguieron, pronunció una y otra vez el nombre de Nillian a través del aparato de radio electromagnético. Sus nervios estaban como ardiendo y el presentimiento de una desgracia le atormentaba.

De repente se encendió el anaranjado piloto de entrada de la emisora y la grabadora se puso en marcha automáticamente. Nargant se despertó de un intranquilo sueño matutino. ¡La nave comandante de la flota de Gheera contactaba!

—Aquí habla el acorazado
Trikood
.
Kalyt 9
, confirmamos la recepción de su mensaje de tiempo estándar 18-3-178002. La dirección de la expedición le imparte la orden de interrumpir sus exploraciones y regresar lo más rápidamente posible. Corto.

Parecía que el tiempo se había detenido. Nargant ya no escuchaba más que el salvaje latir de su corazón y el zumbido de la sangre que le bullía en los oídos. ¡Error! ¡Error! ¡Error!, creía oír, gritaba interminablemente el ritmo de su pulso. Había cometido un error. Había permitido que se cometiera un fallo. Había desobedecido y ahora sería castigado rigurosamente. Todo lo que aún podía hacer por su honor era volver tan rápido y sumiso como pudiera para recibir su castigo.

Las manos de Nargant volaron sobre los mandos.

El susurro y el murmullo de los instrumentos del cuadro de mandos se apagó cuando se despertaron los colosales motores en las entrañas de la nave se hicieron vibrar el casco. El miedo había borrado todos los pensamientos, incluso el recuerdo de Nillian. Una aguja pasó de la zona roja a la verde mientras macizos grupos bombeaban rabiosamente energía en el motor y entonces Nargant aceleró, hizo que la pequeña nave se lanzara contra la oscura cúpula de estrellas. Cada uno de sus movimientos atestiguaba la rutina de toda una vida. Incluso medio muerto hubiera podido hacer volar la nave. Sin un solo movimiento de más, preparó la fase de vuelo más rápido que la luz y poco después hizo entrar a la
Kalyt 9
en una dimensión en la que rigen otras leyes. En esta dimensión no hay límites para la velocidad pero se está completamente solo. Ninguna señal de radio puede alcanzar una nave que esté viajando por ese incomprensible ultraespacio.

Así sucedió que Nargant, por sólo unos minutos, no pudo recibir la verdadera respuesta a su llamada de emergencia.


Kalyt 9
, al habla el comandante Jerom Karswant, a bordo de la
Trikood
. Atención, anulo la última orden que ha recibido. Esa orden es un mandato estándar dirigido a todas las naves expedicionarias. Nargant, quédense en órbita sobre G-101/2 e intente contactar por radio de nuevo con Nillian. Le envío el acorazado ligero
Salkantar
. Por favor, mida el siguiente punto de salida para una nave de ese tamaño y envíe las coordenadas exactas para que el
Salkantar
pueda alcanzarle lo más deprisa posible. Repito: no vuelva a la base, mantenga su posición y ayude al
Salkantar
a llegar allí. La ayuda va de camino.

Sólo mucho más tarde, después de que la nave expedicionaria
Kalyt 9
hubiera llegado a la base de la expedición de Gheera y después de múltiples conversaciones con el
Salkantar
, que había intentado encontrar sin éxito la estrella G-101 sobre la base de cartas estelares imprecisas y llenas de fallos, comprendió Nargant que a causa del pánico no se había dado cuenta de que el mensaje que había tomado por la respuesta a su llamada de emergencia había llegado mucho antes de lo que, según las leyes de la física, debiera haberlo hecho, y de que en realidad se trataba de un mandato de rutina dirigido a todas las naves. Además se dio cuenta de que con su apresurado regreso había dejado a su camarada Nillian en la estacada y de que seguramente era responsable de su muerte.

Mantuvo una desagradable entrevista con el fornido comandante de la flota expedicionaria, pero el antiguo general rebelde no le castigó. Y ésa era quizás la pena más dura.

A partir de entonces, Nargant se decía cada mañana, cuando estaba delante del espejo en voz alta: «Ya no hay Emperador». Y cada vez, cuando pronunciaba estas palabras, sentía un hondo miedo en su interior, que le hacía doblarse y le recordaba al hombre que le había regalado su confianza y su amistad. Le hubiera gustado tanto haber podido corresponder a ambas. Pero no había sido capaz.

7. El recaudador de impuestos

Llevaba siguiendo las marcas del camino de comerciantes desde hacía días y en realidad no tenía motivo alguno para preocuparse: las piedras miliares, esculpidas de forma rústica, estaban dispuestas a distancias regulares y eran fáciles de reconocer. Pocas veces había desvíos de aquella ruta cubierta de pisadas. Pese a ello, suspiró involuntariamente cuando por fin apareció Yahannochia en el horizonte.

A su jibarat le daba igual. La montura no cambió su paso regular y pesado, tampoco cuando él, contra toda razón, intentó azuzarlo a base de golpes con la mano extendida. En lo que respecta a la velocidad adecuada para acometer largos viajes por tierra, los jibarat eran más razonables que los seres humanos.

Ahora veía las aisladas viviendas de los tejedores de cabellos entre las colinas. Llamativas y coloreadas las unas, sencillas, parduscas y pegadas a las rocas las otras, dependiendo del estilo y la época de la construcción de las casas. Había casas con tejados picudos y paredes de color rojo ardiente, otras, por su parte, eran planas y construidas a base de piedras labradas. Incluso vio una casa que era completamente negra y que desde lejos parecía como quemada.

Nadie le prestó atención cuando cabalgó a través de la puerta de la ciudad. Los chiquillos corrían alrededor, discutiendo a voz en grito y algunas mujeres charlaban junto a una esquina. Sólo un par de veces vio el miedo inconfundible en los ojos cuya mirada había recaído sobre las insignias en las albardas: las señales del recaudador de impuestos imperial.

Conocía bien el camino. No había cambiado mucho desde su última visita, que había sido hacía ya más de tres años. Todavía era capaz de encontrar el camino hasta el ayuntamiento a través de callejones estrechos, pasando junto a polvorientos y míseros talleres y oscuras tabernuchas, paredes sucias y pilares de madera llenos de hongos.

Una leve sonrisa se formó en sus labios. No le iban a engañar. Les iba a tasar y a gravar, sin piedad. Por supuesto, habían sabido que vendría. Lo sabían siempre. Y él llevaba al servicio del Emperador desde hacía décadas, conocía todos los trucos. No necesitaban creer que le iban a poder engañar con aquellas miserables fachadas. Si se miraba con cuidado, se podían ver los gruesos jamones colgados en los sótanos y los finos paños que yacían en los armarios.

¡Pandilla de ateos! Toda su lamentable existencia no daba para nada más que un puñado de impuestos y hasta de esto querían escabullirse.

Hizo detenerse a su jibarat delante del ayuntamiento y, sin desmontar, llamó a una de las ventanas. Un joven sacó la cabeza y le preguntó qué deseaba.

—Soy Kremman, el recaudador de impuestos y juez imperial. Anúnciame a las autoridades de la ciudad.

El joven abrió mucho los ojos al ver el sello imperial, asintió con la cabeza a toda prisa y desapareció.

Lo intentaban con toda clase de trucos. Allí de donde venía justamente ahora, habían quemado el libro mayor. Por supuesto no lo habían reconocido, nunca reconocían algo así: afirmaban que había sido un fuego en el ayuntamiento el que había destruido el libro. ¡Como si con ello pudieran librarse de los impuestos! Todo lo que habían conseguido era que él tuviera que quedarse más tiempo. Hubo que preparar un nuevo libro mayor, todos los ciudadanos hubieron de ser tasados de nuevo. Había habido lamentos y rechinar de dientes y las lágrimas habituales, pero él no se había dejado impresionar por ello y había cumplido con su deber. Sabía que en el futuro tendrían más cuidado. Esto no se lo harían a él de nuevo.

La puerta del ayuntamiento se abrió de golpe y un hombre viejo y gordo salió a trompicones, mientras se introducía las mangas de una túnica de ceremonias ricamente adornada. Jadeando, quedó de pie delante de Kremman, se metió por fin del todo en su túnica y miró entonces al recaudador de impuestos, con finas gotitas de sudor sobre su frente.

—¡Sed bienvenido en nombre del Emperador, Kremman! —gritó, nervioso—. Es bueno que hayáis venido, muy bueno, incluso, pues desde ayer tenemos a un sacrílego en las mazmorras y no sabemos qué hacer con él. Pero ahora podréis vos emitir un juicio de magistrado…

Kremman miró al hombre con desprecio.

—No me hagas perder el tiempo. Si es un sacrílego, entonces cuélgalo como manda la ley.

El alcalde asintió dando fuertes resoplidos, con tanto empeño que se podría haber creído que se iba a derrumbar en cualquier momento.

—Jamás os incomodaría con ello, magistrado, si se tratara de un sacrílego habitual, jamás. Pero no se trata de un sacrílego corriente, incluso diría que se trata de un sacrílego muy poco corriente y creo firmemente que…

¡Lo que se les ocurría! ¡Si toda esa inventiva la aplicaran a su trabajo en vez de a intentar engañarle!

Frenó la cháchara del otro con un movimiento de la mano.

—Primero quiero ocuparme de los libros, pues para eso he venido.

—Cierto, por supuesto. Perdonad mi falta de respeto. Debéis de estar cansado de vuestro viaje. ¿Queréis ver los libros inmediatamente o debo daros primero un alojamiento y procuraros un refresco?

—Primero los libros —continuó obstinadamente Kremman, y se dejó caer de su silla.

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