Jordan corrió la cremallera del bolsillo exterior de su chaqueta deportiva Las Vegas Ganador y echó un montón de fichas negras de cien dólares en el compartimento de su mesa. Apostó inmediatamente doscientos, respaldó su número y luego compró todos los números por quinientos dólares cada uno. Retuvo el dado casi una hora. Después de los primeros quince minutos, la electricidad de su racha de suerte recorrió el casino y la mesa se abarrotó. Forzó sus apuestas hasta el límite de quinientos dólares y los mágicos números siguieron saliendo de su mano. Borró de su mente el siete fatal. Prohibió que apareciese. El compartimento de su mesa se llenó a rebosar de fichas negras. Los abultados bolsillos de la chaqueta no podían contener más fichas. Por fin, su cabeza no pudo soportar la concentración, no podía borrar ya el siete fatal y el dado pasó de sus manos al siguiente jugador. Los jugadores de la mesa le vitorearon. El jefe de sector le dio recipientes metálicos para llevar sus fichas a la caja del casino.
—¿Os unisteis a mi ola? —preguntó.
Cully movió la cabeza.
—Entré en los últimos diez minutos —dijo—. Gané algo.
Merlyn se echó a reír:
—Yo no creía en tu suerte. No intervine.
Merlyn y Cully acompañaron a Jordan a la caja para ayudarle en el cambio. Jordan se quedó asombrado al ver cómo las cajas metálicas daban un total de algo más de cincuenta mil dólares. Y todavía tenía los bolsillos llenos de fichas.
Merlyn y Cully estaban sobrecogidos. Cully dijo muy en serio:
—Jordy, ahora es el momento de que te largues de esta ciudad. Si te quedas aquí, te lo sacarán otra vez.
Jordan se echó a reír.
—La noche es joven todavía.
Le divertía que sus dos amigos lo considerasen tan gran ganador. Pero la tensión se reflejaba en él. Se sentía cansadísimo.
—Voy a subir a mi habitación a echar una cabezada —dijo—. Luego os veré y os invitaré a una gran cena. Hacia medianoche. ¿De acuerdo?
El cajero había terminado de contar y le dijo a Jordan:
—¿Prefiere usted en metálico o en cheque, señor? ¿O prefiere que se lo guardemos aquí en la caja?
—Pide un cheque —dijo Merlyn.
Cully frunció el ceño con pensativa codicia, pero luego advirtió que los bolsillos interiores secretos de Jordan aún rebosaban fichas, y sonrió.
—Un cheque es más seguro —dijo.
Esperaron los tres, Cully y Merlyn flanqueando a Jordan, que miraba más allá de ellos, a las áreas resplandecientes del salón del casino. Por fin reapareció el cajero con el cheque amarillo de bordes en sierra. Se lo entregó a Jordan.
Los tres se volvieron al mismo tiempo en una inconsciente pirueta. Sus chaquetas relampaguearon púrpura y azul bajo los tableros iluminados de lotería que había sobre ellos. Luego Merlyn y Cully cogieron a Jordan por los hombros y le empujaron por uno de los pasillos hacia su habitación.
Una habitación chillona, cara y ostentosa. Lujosas cortinas doradas, una inmensa cama de plateado cobertor. Exactamente a tono con el juego. Jordan se dio un baño caliente y luego intentó leer. Era incapaz de dormir. A través de las ventanas, las luces de neón del Vegas Strip enviaban relampagueos color arco iris, coloreando las paredes de la habitación. Cerró del todo las cortinas, pero en su cerebro aún oía el rumor desmayado que se difundía por todo el inmenso casino como oleaje de una playa distante. Luego apagó las luces de la habitación y se metió en la cama. Era una buena trampa, pero su cerebro se negaba a dejarse engañar. No podía dormir.
Luego Jordan sintió el miedo familiar y la terrible angustia. Si se durmiese, moriría. Deseaba desesperadamente dormir, y sin embargo no podía. Estaba demasiado asustado, demasiado aterrado. Pero nunca podía entender por qué estaba tan terriblemente asustado.
Sintió la tentación de probar de nuevo con los somníferos, los había utilizado a principios de mes y había dormido, pero con insoportables pesadillas. Pesadillas que le dejaban deprimido al día siguiente. Prefería pasar sin sueño. Como ahora.
Jordan encendió la luz, saltó de la cama y se vistió. Vació todos los bolsillos y la cartera. Abrió las cremalleras de todos los bolsillos exteriores e interiores de su chaqueta deportiva Las Vegas Ganador y los vació por completo, vertiendo todas las fichas rojas y verdes y negras sobre el cobertor de seda. Los billetes de cien dólares formaban una inmensa pila, las fichas negras y rojas formaban curiosas espirales y ajedrezadas figuras. Para pasar el rato, empezó a contar el dinero y a separar las fichas. Tardó casi una hora.
Tenía más de cinco mil dólares en efectivo. Ocho mil en fichas negras de cien dólares y otros seis mil en fichas verdes de veinticinco, más casi mil en rojas de cinco. Estaba asombrado. Sacó el gran cheque de bordes en sierra del hotel Xanadú de la cartera y examinó la escritura en negro y rojo y los números en verde. Cincuenta mil dólares. Lo examinó atentamente. Había tres firmas distintas en el cheque. Se fijó en especial en una de ellas por lo grande y clara que era: Alfred Gronevelt.
Y aún seguía desconcertado. Recordaba haber cambiado algunas fichas por dinero en metálico a lo largo del día, pero no se había dado cuenta de que habían sido más de cinco mil dólares. Se dio la vuelta en la cama y todas las fichas cuidadosamente apiladas se desmoronaron en confuso montón.
Y ahora se sentía satisfecho. Estaba contento de tener dinero suficiente para quedarse en Las Vegas, de no tener que seguir a Los Angeles a iniciar su nuevo trabajo. A iniciar su nueva carrera, su nueva vida, quizás una nueva familia.
Contó de nuevo el dinero y añadió el cheque. Eran setenta y un mil dólares. Podía jugar eternamente.
Apagó la luz de la mesa de noche para estar tumbado allí en la oscuridad rodeado de su dinero, sintiéndolo rozar su cuerpo.
Quiso dormir para combatir el terror que siempre caía sobre él en aquella habitación a oscuras. Pudo oír los latidos de su corazón cada vez más apresurados, pero por fin hubo de encender de nuevo la luz y levantarse.
Arriba, dominando la ciudad, en su apartamento con terraza, el propietario del hotel, Alfred Gronevelt, descolgó el teléfono. Llamó a la sección de dados y preguntó cuánto había ganado Jordan. Le dijeron que Jordan había liquidado los beneficios de la mesa de aquella noche. Luego volvió a llamar a la telefonista y le dijo que localizase a Xanadú Cinco. Esperó. La llamada tardaría unos cuantos minutos en cubrir todas las áreas de hotel y en penetrar en las mentes de los jugadores. Gronevelt miró perezosamente por la ventana y pudo ver la larga y gruesa pitón rojiverde de neón que culebreaba por Las Vegas Strip abajo. Y, más allá, el círculo de las oscuras montañas del desierto, que cercaban, junto con él, a miles de jugadores que intentaban ganar a la casa, que sudaban por aquellos millones de dólares que tan burlonamente descansaban en las cajas de cambio. Aquellos jugadores habían dejado sus huesos año tras año en aquel chillón Strip de neón.
Luego oyó la voz de Cully al teléfono. Cully era Xanadú Cinco. Gronevelt era Xanadú Uno.
—Cully, tu camarada nos ha atizado una buena —dijo Gronevelt—. ¿Estás seguro de que es legal?
Cully hablaba en voz baja.
—Sí, señor Gronevelt. Es amigo mío y es un tipo cabal. Lo perderá todo otra vez antes de irse.
—Dale lo que quiera —dijo Gronevelt—. No le dejes que se vaya por el Strip, a dar nuestro dinero a otros. Consíguele una buena tía.
—No se preocupe —dijo Cully.
Pero Gronevelt captó algo extraño en su voz. Por un instante, dudó de Cully. Cully era su espía, comprobaba el funcionamiento del casino e informaba de los talladores de veintiuno que se asociaban con él para engañar a la casa. Gronevelt tenía grandes planes para Cully cuando aquella operación terminase. Pero ahora dudaba.
—¿Qué me dices del otro tipo de tu grupo, el Niño? —dijo Gronevelt—. ¿Cuál es su enfoque? Lleva ya tres semanas aquí.
—Ése es calderilla —dijo Cully—. Pero es un buen chico. No se preocupe, señor Gronevelt. Sé muy bien lo que me hago.
—De acuerdo —dijo Gronevelt.
Cuando colgó el teléfono, sonreía. Cully no sabía que los jefes de sector se habían quejado de que se permitiese a Cully seguir en el casino porque era un artista en el cuenteo. Que el director del hotel se había quejado de que se permitiese a Merlyn y a Jordan retener habitaciones tan desesperadamente necesarias para nuevos jugadores con dinero fresco que llegaban todos los fines de semana. Lo que nadie sabía era que a Gronevelt le intrigaba la amistad de los tres hombres, el cómo acabase sería la auténtica prueba de Cully.
Jordan luchaba en su habitación contra el impulso de volver a bajar al casino. Se sentó en uno de los mullidos sillones y encendió un cigarrillo. Todo iba perfectamente ahora. Tenía amigos, había tenido suerte, era libre. Sólo estaba cansado. Necesitaba un largo descanso en algún sitio lejos de allí.
Pensó en Cully y Diane y Merlyn. Eran ahora sus tres mejores amigos. Sonrió al pensarlo.
Sabían muchísimas cosas sobre él, se habían pasado horas juntos en el bar del casino, hablando, descansando entre juego y juego. Jordan nunca se mostraba reticente. Contestaba a cualquier pregunta, aunque él nunca hiciera ninguna. El Niño formulaba siempre sus preguntas con tanta seriedad, con un interés tan patente, que Jordan jamás se ofendía.
Sólo por hacer algo, sacó la maleta del armario para hacer el equipaje. Lo primero con que tropezó su mirada fue un pequeño revólver que había comprado hacía tiempo. Nunca les había hablado a sus amigos del arma. Su esposa le había abandonado y se había llevado a los niños. Le había dejado por otro hombre, y la primera reacción de Jordan había sido matar al otro hombre. Una reacción tan ajena a su verdadero carácter que aún seguía sorprendiéndose cuando pensaba en ello. No había hecho nada, por supuesto. El problema era librarse del revólver. Lo mejor era desmontarlo y tirarlo pieza a pieza. No quería ser responsable de que nadie resultase herido por él. Pero de momento lo dejó a un lado y echó unas prendas de ropa en la maleta. Luego se sentó otra vez.
No estaba tan seguro de querer dejar Las Vegas. La cueva brillantemente iluminada de su casino. Allí estaba cómodo. Estaba seguro. Su despreocupación por si ganaba o perdía era su capa mágica contra el destino. Y sobre todo, su cueva del casino expulsaba y mantenía a raya a todos los demás dolores y trampas de la vida.
Sonrió de nuevo, pensando en la preocupación de Cully por sus ganancias. ¿Qué iba a hacer, después de todo, con el dinero? Lo mejor sería enviárselo a su mujer. Era una buena mujer, una buena madre. Una mujer de calidad y de carácter. El hecho de que le hubiese abandonado después de veinte años para casarse con su amante, no alteraba estos hechos, no podía alterarlos. Pues en aquel momento, después de haber pasado los meses, Jordan veía claramente la justicia de la decisión que ella había tomado. Tenía derecho a ser feliz. A vivir su vida del modo más pleno. Con él había estado asfixiando su vida. No es que hubiese sido un mal marido. Sólo un marido inadecuado. Había sido un buen padre. Había cumplido con su deber en todos los sentidos. Su única falta era que después de veinte años ya no hacía feliz a su esposa.
Sus amigos conocían la historia. Las tres semanas que habían pasado juntos en Las Vegas parecían años. Podía hablar con ellos como jamás había hablado con nadie. Todo había salido entre copa y copa en el bar, después de cenas de medianoche en la cafetería.
Sabía que le consideraban hombre de mucha sangre fría. Cuando Merlyn le preguntó si podía visitar a sus hijos, Jordan se encogió de hombros. Merlyn le preguntó si volvería a ver a su mujer y a sus hijos, y Jordan procuró contestar honradamente:
—No lo creo —dijo—. Están magníficamente.
Entonces, Merlyn el Niño le replicó de inmediato:
—¿Y tú? ¿Estás tú magníficamente?
Y entonces Jordan se echó a reír, al ver cómo le acosaba Merlyn el Niño. Sin dejar de reír, dijo:
—Sí, estoy magníficamente.
Y entonces, sólo por una vez, compensó al Niño por ser tan chismoso. Le miró directamente a los ojos y dijo con frialdad:
—No hay nada más que ver. Sólo hay lo que ves. No hay ninguna complicación. La gente no es tan importante para otra gente. Cuando te hagas más viejo, verás como es así.
Merlyn le miró a su vez y luego bajó los ojos y dijo con suavidad:
—Es sólo que no eres capaz de dormir de noche, ¿no?
—Así es —dijo Jordan.
—Nadie duerme en esta ciudad —dijo Cully con impaciencia—. Lo que tienes que hacer es tomar un par de píldoras para dormir.
—Me dan pesadillas —dijo Jordan.
—No, hombre, no —dijo Cully—. Me refiero a ésas.
Señaló a tres busconas que estaban sentadas en una mesa bebiendo. Jordan se echó a reír. Era la primera vez que oía la jerga de Las Vegas. Ahora entendía por qué a veces Cully dejaba de jugar proclamando que iba a tomar un par de pastillas para dormir.
Y qué momento más adecuado para pastillas de dormir ambulantes que aquella noche... Pero Jordan había probado ya aquello la primera semana en Las Vegas. No tenía problemas, pero tampoco conseguía aliviar la tensión. Una noche, una buscona que era amiga de Cully, le había convencido de que hiciese «parejas» llevándose con ella a su amiga. Sólo eran cincuenta más y prometían hacerle servicios especiales porque era un chico simpático. Y él dijo que de acuerdo. Había sido bastante alegre y confortante el asunto, tantos pechos rodeándole. Un confort infantil. Una de las chicas reclinó por fin la cabeza de Jordan sobre sus pechos y la otra le montó. Y en el momento final de tensión, cuando por fin él sintió, rindiendo al fin su carne, advirtió que la chica que le montaba lanzaba una tímida sonrisa a la chica sobre cuyos pechos apoyaba la cabeza. Comprendió que ahora que estaba ya fuera del camino, liquidado, ellas podrían pasar a lo que realmente querían. Contempló a la chica que le había montado colocarse debajo de la otra con una pasión mucho más convincente que la que había mostrado con él. No se enfadó. Ya que él había acabado tan pronto, que ellas sacasen algo en limpio. En cierto modo, le parecía natural que fuese así. Luego les dio cien dólares extra. Ellas creyeron que había sido por lo bien que lo habían hecho, pero en realidad era por aquella tímida sonrisa secreta... por aquella traición reconfortante, dulcemente confirmadora. Y sin embargo, la chica que estaba debajo en la exaltación final de su orgasmo traidor había extendido la mano ciegamente hacia la de Jordan para estrechársela, y esto le había conmovido hasta ponerle al borde de las lágrimas.