Y así, arreglaron todo lo necesario para el viaje de Charlie a Las Vegas, a fin de mes. Cuando Cully terminó con él, Charlie creía estar comiendo miel en vez de tragar aceite de ricino.
Cully volvió primero al Plaza para lavarse y cambiarse. Despidió la limusina. Bajaría andando al centro de confección. Se puso su mejor traje, camisa de seda y una tradicional corbata marrón. Y gemelos. Tenía una imagen bastante precisa de Eli Hemsi a través de su hermano Charlie, y no quería causarle mala impresión.
En su paseo hasta el centro de confección, Cully sentía repugnancia por la suciedad de las calles y los rostros atormentados y demacrados de la gente con la que se cruzaba. Carretillas de mano, cargadas con vestidos de brillantes colores colgados de perchas metálicas, empujadas por negros o viejos de rojizos y arrugados rostros de alcohólicos. Empujaban las carretillas por las calles como vaqueros, parando el tráfico, derribando casi a los peatones. Como la arena y las plantas rodadoras de un desierto, la basura de los periódicos tirados, los restos de comida, las botellas vacías destrozadas por las ruedas de las carretillas, salpicaban los zapatos y los pantalones. Las aceras estaban tan atestadas de gente que apenas se podía respirar, ni siquiera al aire libre. Los edificios parecían grises tumores cancerosos creciendo hacia el cielo. Cully lamentó por un momento el afecto que sentía por Merlyn. Odiaba aquella ciudad. Le asombraba que alguien quisiera vivir en ella. Y la gente protestaba de Las Vegas. Y del juego. Mierda. Por lo menos el juego mantenía limpia la ciudad.
La entrada del edificio de Hemsi parecía más limpia que las otras. La alfombra del vestíbulo del ascensor parecía tener una capa más fina de mugre sobre las habituales baldosas blancas. Dios mío, pensó Cully, qué negocio más miserable. Pero cuando salió al rellano de la sexta planta, cambió de opinión. La recepcionista y la secretaria no estaban al nivel de Las Vegas, pero la suite de oficinas de Eli Hemsi sí. Y Eli Hemsi, Cully lo percibió inmediatamente, era un hombre con quien no se podía andar con bromas.
Eli Hemsi vestía su habitual traje de seda oscuro con corbata gris perla asentada en una relumbrante camisa blanca. Su inmensa cabeza se inclinaba atenta y alerta mientras Cully hablaba. Sus ojos profundamente hundidos en las cuencas, parecían tristes. Pero poseía una fuerza y una energía incontenibles. Pobre Merlyn, pensó Cully, relacionándose con este tipo.
Cully fue todo lo breve que podía, dadas las circunstancias. Y habló con la gravedad de un hombre de negocios. Intentar engatusar a Eli Hemsi sería perder el tiempo.
—He venido aquí a ayudar a dos personas —dijo Cully—. A su hermano Charles y a un amigo mío que se llama Merlyn. Créame cuando le digo que es mi único propósito. Para que yo les ayude, tendrá usted que hacerme un pequeño favor. Si me dice que no, asunto zanjado. Y aunque me diga que no, no haré nada por perjudicar a nadie. Todo seguirá igual.
Hizo una momentánea pausa, para dejar que Eli Hemsi dijese algo, pero la gran cabeza bufalesca estaba inmovilizada en tensa atención. Sus ojos sombríos ni siquiera pestañearon.
Cully continuó:
—Su hermano Charles debe a mi hotel de Las Vegas, el Xanadú, cincuenta mil dólares. Debe otros doscientos cincuenta mil por Las Vegas. Quiero decir, ante todo, que mi hotel nunca le presionará. Ha sido demasiado buen cliente y es muy buena persona. Los otros casinos pueden molestarle un poco, aunque en realidad no pueden obligarle a pagar si usted usa sus contactos, que sé que los tiene. Pero en tal caso, les deberá usted a sus contactos un favor que puede costarle luego más de lo que yo pido.
Eli Hemsi suspiró y preguntó, con su voz suave pero potente:
—¿Es mi hermano un buen jugador?
—No, la verdad —dijo Cully—. Pero eso no significa nada. Todo el mundo pierde.
Hemsi suspiró de nuevo.
—No es mucho mejor en el negocio. Voy a tener que echarle, que librarme de él. Voy a tener que despedir a mi propio hermano. No trae más que problemas, siempre jugando y con esas mujeres. De joven era un gran vendedor, el mejor, pero se ha hecho viejo y no tiene interés. No sé si podré ayudarle. Sé que no voy a pagar sus deudas de juego. Yo no juego, no me permito ese placer. ¿Por qué voy a pagarle eso?
—No le pido que lo haga —dijo Cully—. Pero esto es lo que yo puedo hacer: mi hotel saldará sus deudas en los otros casinos. Él no tendrá que pagarlas a menos que venga y juegue y gane en nuestro casino. No le daremos más crédito. Y haré que ningún otro casino de Las Vegas se lo dé. No podrá perder mucho si sólo juega en efectivo. Será una seguridad. Para él, una ventaja. Lo mismo que dar crédito a determinadas personas es una ventaja para nosotros. Puedo proporcionarle esa protección.
Hemsi aún seguía observándole muy atentamente.
—¿Pero mi hermano aún sigue jugando?
—Nunca conseguirá usted que deje de hacerlo —dijo Cully—. Hay muchos hombres como él, y muy pocos como usted. La vida real ya no le emociona, ya no le interesa. Es muy corriente.
Eli Hemsi cabeceó, pensando en todo aquello, dándole vueltas en su testa de búfalo.
—Bueno, no hace usted tan mal negocio —le dijo a Cully—. Nadie va a poder cobrar las deudas de mi hermano, como usted mismo dice, así que no da usted nada. Y luego el imbécil de mi hermano llegará con diez, veinte mil dólares en el bolsillo, y usted se los ganará. Por tanto, sale usted ganando, ¿no?
—Podría ser de otro modo —dijo Cully con cautela—. Su hermano podría contraer nuevas deudas y llegar a deber muchísimo dinero. Lo suficiente para que algunas personas considerasen que merecía la pena cobrarlo o esforzarse más por cobrarlo. Quién sabe las tonterías que puede hacer un hombre... Créame cuando le digo que su hermano no podrá pasarse sin ir a Las Vegas. Es algo que lleva en la sangre. Vienen hombres como él de todo el mundo. Tres, cuatro, cinco veces al año. No sé por qué, pero vienen. Para ellos significa algo que ni usted ni yo podemos entender. Y recuerde, tengo que cancelar sus deudas; eso me costará algo.
Al decir esto, se preguntó cómo acogería Gronevelt la proposición. Pero ya se preocuparía de eso más tarde.
—¿Y cuál es el favor?
La pregunta fue formulada en aquel mismo tono de voz suave pero potente. Era realmente la voz de un santo, parecía desprender serenidad espiritual. Cully quedó impresionado y, por primera vez, se sintió un poco preocupado. Quizás aquello no resultase.
—Se trata de su hijo Paul —dijo Cully—. Hizo una declaración en contra de mi amigo Merlyn. Recordará a Merlyn. Prometió usted hacerle feliz para el resto de su vida.
Cully dejó que el acero tintinease en su voz. Le irritaba la sensación de poder que emanaba de aquel hombre. Un poder nacido de su tremendo éxito con el dinero, del subir de la pobreza a los millones en un mundo adverso, de las batallas victoriosas de su vida mientras arrastraba a un hermano imbécil.
Pero Eli Hemsi no picó el anzuelo del reproche irónico. Ni siquiera sonrió. Seguía escuchando.
—El testimonio de su hijo es la única prueba que hay contra Merlyn. Por supuesto, comprendo muy bien que Paul estuviese asustado.
Captó de pronto un relampagueo peligroso en aquellos ojos oscuros que le miraban. Cólera ante el hecho de que un extraño conociese el nombre de su hijo y lo utilizase con tanta familiaridad y casi despectivamente. Cully esbozó una dulce sonrisa.
—Tiene usted un chico muy majo, señor Hemsi. Todos piensan que le engañaron, que le amenazaron, para que hiciese esa declaración al FBI. He consultado con algunos buenos abogados. Dicen que puede retractarse en la declaración ante el gran jurado. Prestar testimonio de tal modo que no convenza al jurado y sin que por ello tenga problemas con el FBI. Puede también retractarse completamente del testimonio anterior.
Estudió el rostro que tenía ante sí. Era imposible leer nada en él.
—Doy por supuesto que su hijo tendrá inmunidad —dijo Cully—. No podrá ser procesado. Tengo entendido también que usted probablemente tenga las cosas arregladas para que no tenga que hacer el servicio militar. Saldrá de este asunto sin el menor problema. Supongo que usted ya lo tiene todo previsto. Pero si él hace este favor, le prometo que nada cambiará.
Eli Hemsi habló entonces con una voz distinta. Más fuerte, no tan suave; persuasiva, sin embargo. Un vendedor vendiendo.
—Me gustaría poder hacerlo —dijo—. Ese chico, Merlyn, es muy buen muchacho. Me ayudó, le estaré eternamente agradecido.
Cully se dio cuenta de que aquel hombre utilizaba con mucha frecuencia la palabra «eternamente». Para él no había puntos intermedios. Le había prometido a Merlyn que le haría feliz para el resto de su vida. Ahora prometía eterno agradecimiento. Un agente de reclamación astuto y hábil que intentaba eludir sus obligaciones. Por segunda vez, Cully sintió cierta cólera ante el hecho de que aquel tipo estuviese tratando a Merlyn como a un perfecto imbécil. Pero siguió escuchando con una suave sonrisa.
—Nada puedo hacer —dijo Hemsi—. No puedo poner en peligro a mi hijo. Mi esposa jamás me lo perdonaría. Para ella es toda su vida. Mi hermano es un ser adulto. ¿Quién puede ayudarle? ¿Quién puede guiarle, quién puede cambiar su vida ya? Es de mi hijo de quien he de preocuparme. Él es mi primera preocupación. Aparte de eso, créame, haré lo que sea por el señor Merlyn. Dentro de diez, veinte, treinta años. Nunca le olvidaré. Luego, cuando esto acabe, puede pedirme cualquier cosa.
El señor Hemsi se levantó y extendió la mano, inclinando su corpulenta estructura con grata solicitud.
—Ojalá mi hijo tuviese un amigo como usted.
Cully le sonrió, le estrechó la mano.
—No conozco a su hijo, pero su hermano es amigo mío. Irá a visitarme a Las Vegas a fin de mes. Pero no se preocupe, yo me ocuparé de él. No tendrá problemas.
Vio que Eli Hemsi le miraba calculadoramente. Sí, era el momento de contárselo todo.
—Ya que no puede usted ayudarme —dijo Cully—, tendré que proporcionarle a Merlyn un buen abogado. Supongo que el fiscal del distrito le habrá dicho que Merlyn se confesará culpable y obtendrá una condena condicional. Y se descubrirá todo el pastel, con lo que su hijo no sólo obtendrá inmunidad sino que nunca tendrá que volver al ejército. Puede ser que suceda eso. Pero Merlyn no se declarará culpable. Habrá un juicio. Su hijo deberá comparecer ante un tribunal público. Y tendrá que declarar. Habrá mucha publicidad. Sé que eso a usted no le molesta, pero los periódicos querrán saber dónde está su hijo Paul y qué hace. Me da igual quién le haya prometido lo que le hayan prometido, su hijo tendrá que ir al ejército. La prensa presionará demasiado. Y luego, además de todo eso, usted y su hijo tendrán enemigos. Utilizando su propia frase: «Le haré a usted desgraciado el resto de su vida».
Una vez expuesta abiertamente la amenaza, Hemsi se retrepó en la silla y miró fijamente a Cully. Su rostro macizo y arrugado revelaba más tristeza que cólera. Así que Cully insistió:
—Usted tiene contactos. Hable con ellos y escuche sus consejos. Infórmese sobre mí. Dígales que trabajo para Gronevelt, del Hotel Xanadú. Si ellos están de acuerdo con usted y llaman a Gronevelt, nada podré hacer yo, pero estará en deuda con ellos.
—¿Dice usted que todo irá bien si mi hijo hace lo que usted pide?
—Se lo garantizo —dijo Cully.
—¿No tendrá que volver al ejército? —volvió a preguntar Hemsi.
—Le garantizo también eso —dijo Cully—. Tengo amigos en Washington, igual que usted. Pero mis amigos pueden hacer cosas que los suyos no pueden hacer. Aunque sólo fuese porque no pueden tener contactos con usted.
Eli Hemsi acompañó a Cully hasta la puerta.
—Gracias —dijo—. Muchísimas gracias. Tengo que pensar detenidamente todo lo que me ha dicho. Le tendré informado.
Volvieron a estrecharse la mano.
—Estoy en el Plaza —dijo Cully—. Y salgo para Las Vegas mañana por la mañana. Le agradecería que me dijese algo esta noche.
Pero fue Charlie Hemsi quien le llamó. Estaba borracho y muy contento.
—Cully, viejo cabrón. No sé cómo te las arreglaste, pero mi hermano me ha dicho que te diga que no habrá problema. Está totalmente de acuerdo contigo.
Cully se tranquilizó. Eli Hemsi había hecho sus llamadas telefónicas para comprobar. Gronevelt debía haber respaldado la operación. Sintió gran afecto y gratitud hacia Gronevelt.
—Eso está muy bien —le dijo a Charlie—. Te veré en Las Vegas a fin de mes, Charlie. Lo pasarás como nunca.
—No me lo perderé —dijo Charlie Hemsi—. Y no te olvides de esa bailarina.
—No me olvidaré —dijo Cully.
Tras esto, se vistió y salió a cenar. Llamó a Merlyn desde el teléfono automático del vestíbulo del restaurante.
—Todo está resuelto, no era más que un mal entendido. No te preocupes de nada, no habrá ningún problema.
La voz de Merlyn parecía muy lejana, remota, y no había en ella el agradecimiento que a Cully le hubiese gustado percibir.
—Gracias —dijo Merlyn—. Te veré pronto en Las Vegas. Y luego colgó.
Cully Cross me resolvió todos los problemas, pero el pobre Frank Alcore, pese a su patriotismo, fue procesado, condenado, retirado del servicio activo y expulsado del ejército y condenado a un año de cárcel. Una semana después, el comandante me llamó. No estaba enfadado conmigo, ni indignado; en realidad, sonreía burlón.
—No sé cómo lo hiciste, Merlyn —me dijo—. Pero conseguiste librarte. Te felicito. Y no me importa nada todo este asunto, es como un chiste. Deberían haber metido a aquellos chicos en la cárcel. Me alegro por ti, pero he recibido órdenes de controlar este asunto y de cerciorarme de que lo ocurrido no se repita. Te hablo como amigo. No quiero presionarte. Pero te aconsejo que dimitas de tu cargo en el gobierno. Inmediatamente.
Esto me sorprendió y me conmovió un poco. Creí que no tendría ya ningún problema y de pronto me veía sin trabajo. ¿Cómo demonios iba a pagar todas mis facturas? ¿Cómo iba a mantener a mi mujer y a mis hijos? ¿Cómo iba a pagar la hipoteca de la nueva casa de Long Island, a la que me iba a trasladar en unos meses?
Procuré mantenerme impasible cuando dije:
—El gran jurado me declaró inocente. ¿Por qué he de dimitir?
El comandante pareció leer el pensamiento. Recordé que Jordan y Cully se burlaban de mí en Las Vegas diciéndome que cualquiera podía darse cuenta de lo que yo pensaba. Porque el comandante me miraba con lástima mientras me decía: