La acción se sitúa durante el reinado de Luis XIII, en Francia. D’Artagnan es un joven de 18 años, hijo de un noble gascón, antiguo mosquetero, de escasos recursos económicos. Se dirige a París con una carta de su padre para el señor de Treville, jefe de los Mosqueteros del Rey. En una posada, durante su ruta, D’Artagnan desafía a un caballero que acompaña a una bella y misteriosa dama.
Alexandre Dumas
Los tres mosqueteros
Las novelas de D’Artagnan 1
ePUB v1.4
Perseo04.08.12
Título original:
Les Trois Mousquetaires
Alexandre Dumas, 1844
Diseño/retoque portada: Perseo
Editor original: Perseo (v1.0 a v1.4)
Corrección de erratas: Uyulala y Marisan
ePub base v2.0
EN EL QUE SE HACE CONSTAR QUE,
PESE A SUS NOMBRES EN «OS» Y EN «IS»,
LOS HÉROES DE LA HISTORIA QUE VAMOS
A TENER EL HONOR DE CONTAR
A NUESTROS LECTORES
NO TIENEN NADA DE MITOLÓGICO
H
ace aproximadamente un año, cuando hacía investigaciones en la Biblioteca Real para mi historia de Luis XIV
[1]
, di por casualidad con las Memorias del señor D’Artagnan, impresas —como la mayoría de las obras de esa época, en que los autores pretendían decir la verdad sin ir a darse una vuelta más o menos larga por la Bastilla— en Ámsterdam, por el editor Pierre Rouge
[2]
. El título me sedujo: las llevé a mi casa, con el permiso del señor bibliotecario por supuesto, y las devoré.
No es mi intención hacer aquí un análisis de esa curiosa obra, y me contentaré con remitir a ella a aquellos lectores míos que aprecien los cuadros de época. Encontrarán ahí retratos esbozados de mano maestra; y aunque esos bocetos estén, la mayoría de las veces, trazados sobre puertas de cuartel y sobre paredes de taberna, no dejarán de reconocer, con tanto parecido como en la historia del señor Anquetil
[3]
, las imágenes de Luis XIII, de Ana de Austria, de Richelieu, de Mazarino y de la mayoría de los cortesanos de la época.
Mas, como se sabe, lo que sorprende el espíritu caprichoso del poeta no siempre es lo que impresiona a la masa de lectores. Ahora bien, al admirar, como los demás admirarán sin duda, los detalles que hemos señalado, lo que más nos preocupó fue una cosa a la que, por supuesto, nadie antes que nosotros había prestado la menor atención.
D’Artagnan cuenta que, en su primera visita al señor de Tréville
[4]
, capitán de los mosqueteros del rey, encontró en su antecámara a tres jóvenes que servían en el ilustre cuerpo en el que él solicitaba el honor de ser recibido, y que tenían por nombre los de Athos, Porthos y Aramis.
Confesamos que estos tres nombres extranjeros nos sorprendieron, y al punto nos vino a la mente que no eran más que seudónimos con ayuda de los cuales D’Artagnan había disimulado nombres tal vez ilustres, si es que los portadores de esos nombres prestados no los habían escogido ellos mismos el día en que, por capricho, por descontento o por falta de fortuna, se habían endosado la simple casaca de mosquetero.
Desde ese momento no tuvimos reposo hasta encontrar, en las obras coetáneas, una huella cualquiera de esos nombres extraordinarios que tan vivamente habían despertado nuestra curiosidad.
Sólo el catálogo de los libros que leímos para llegar a esa meta llenaría un folletón entero
[5]
cosa que quizá fuera muy instructiva, pero a todas luces poco divertida para nuestros lectores. Nos contentaremos, pues, con decirles que en el momento en que, desalentados de tantas investigaciones infructuosas, íbamos a abandonar nuestra búsqueda, encontramos por fin, guiados por los consejos de nuestro ilustre y sabio amigo Paulin París
[6]
, un manuscrito in-folio, con la signatura núm. 4772 ó 4773, no lo recordamos exactamente, titulado así:
Memorias del señor conde de la Fère
[7]
, referentes a algunos de los sucesos que pasaron en Francia hacia finales del reinado del rey Luis XIII y el comienzo del reinado del rey Luis XIV.
Adivínese si fue grande nuestra alegría cuando, al hojear el manuscrito, última esperanza nuestra, encontramos en la vigésima página el nombre de Athos, en la vigésima séptima el nombre de Porthos y en la trigésima primera el nombre de Aramis.
El descubrimiento de un manuscrito completamente desconocido, en una época en que la ciencia histórica es impulsada a tan alto grado, nos pareció casi milagroso. Por eso nos apresuramos a solicitar permiso para hacerlo imprimir con objeto de presentarnos un día con el bagaje de otros a la Academia de inscripciones y bellas letras, si es que no conseguimos, cosa muy probable, entrar en la Academia francesa con nuestro propio bagaje
[8]
. Debemos decir que ese permiso nos fue graciosamente otorgado; lo que consignamos aquí para desmentir públicamente a los malévolos que pretenden que vivimos bajo un gobierno más bien poco dispuesto con los literatos
[9]
.
Ahora bien, lo que hoy ofrecemos a nuestros lectores es la primera parte de ese manuscrito, restituyéndole el título que le conviene, comprometiéndonos a publicar inmediatamente la segunda si, como estamos seguros, esta primera parte obtiene el éxito que merece.
Mientras tanto, como el padrino es un segundo padre, invitamos al lector a echar la culpa de su placer o de su aburrimiento a nosotros y no al conde de La Fère.
Sentado esto, pasemos a nuestra historia.
E
l primer lunes del mes de abril de 1625
[10]
, el burgo de Meung
[11]
, donde nació el autor del Roman de la Rose, parecía estar en una revolución tan completa como si los hugonotes hubieran venido a hacer de ella una segunda Rochelle
[12]
. Muchos burgueses, al ver huir a las mujeres por la calle Mayor, al oír gritar a los niños en el umbral de las puertas, se apresuraban a endosarse la coraza y, respaldando su aplomo algo incierto con un mosquete o una partesana, se dirigían hacia la hostería del
Franc Meunier
, ante la cual bullía, creciendo de minuto en minuto, un grupo compacto, ruidoso y lleno de curiosidad.
En ese tiempo los pánicos eran frecuentes, y pocos días pasaban sin que una aldea a otra registrara en sus archivos algún acontecimiento de ese género. Estaban los señores que guerreaban entre sí; estaba el rey que hacía la guerra al cardenal
[13]
; estaba el español que hacía la guerra al rey
[14]
. Luego, además de estas guerras sordas o públicas, secretas o patentes, estaban los ladrones, los mendigos, los hugonotes, los lobos y los lacayos que hacían la guerra a todo el mundo. Los burgueses se armaban siempre contra los ladrones, contra los lobos, contra los lacayos, con frecuencia contra los señores y los hugonotes, algunas veces contra el rey, pero nunca contra el cardenal ni contra el Español. De este hábito adquirido resulta, pues, que el susodicho primer lunes del mes de abril de 1625, los burgueses, al oír el barullo y no ver ni el banderín amarillo y rojo
[15]
ni la librea del duque de Richelieu, se precipitaron hacia la hostería del
Franc Meunier
.
Llegados allí, todos pudieron ver y reconocer la causa de aquel jaleo.
Un joven…, pero hagamos su retrato de un solo trazo: figuraos a don Quijote a los dieciocho años, un don Quijote descortezado, sin cota ni quijotes, un don Quijote revestido de un jubón de lana cuyo color azul se había transformado en un matiz impreciso de heces y de azul celeste. Cara larga y atezada; el pómulo de las mejillas saliente, signo de astucia; los músculos maxilares enormemente desarrollados, índice infalible por el que se reconocía al gascón, incluso sin boina, y nuestro joven llevaba una boina adornada con una especie de pluma; los ojos abiertos e inteligentes; la nariz ganchuda, pero finamente diseñada; demasiado grande para ser un adolescente, demasiado pequeña para ser un hombre hecho, un ojo poco acostumbrado le habría tomado por un hijo de aparcero de viaje, de no ser por su larga espada que, prendida de un tahalí de piel, golpeaba las pantorrillas de su propietario cuando estaba de pie, y el pelo erizado de su montura cuando estaba a caballo.
Porque nuestro joven tenía montura, y esa montura era tan notable que fue notada: era una jaca del Béarn, de doce a catorce años, de pelaje amarillo, sin crines en la cola, mas no sin gabarros en las patas, y que, caminando con la cabeza más abajo de las rodillas, lo cual volvía inútil la aplicación de la martingala, hacía pese a todo sus ocho leguas diarias. Por desgracia, las cualidades de este caballo estaban tan bien ocultas bajo su pelaje extraño y su porte incongruente que, en una época en que todo el mundo entendía de caballos, la aparición de la susodicha jaca en Meung, donde había entrado hacía un cuarto de hora más o menos por la puerta de Beaugency, produjo una sensación cuyo disfavor repercutió sobre su caballero.
Y esa sensación había sido tanto más penosa para el joven D’Artagnan (así se llamaba el don Quijote de este nuevo Rocinante) cuanto que no se le ocultaba el lado ridículo que le prestaba, por buen caballero que fuese, semejante montura; también él había lanzado un fuerte suspiro al aceptar el regalo que le había hecho el señor D’Artagnan padre. No ignoraba que una bestia semejante valía por lo menos veinte libras; cierto que las palabras con que el presente vino acompañado no tenían precio.
—Hijo mío —había dicho el gentilhombre gascón en ese puro
patois
de Béarn del que jamás había podido desembarazarse Enrique IV—, hijo mío, este caballo ha nacido en la casa de vuestro padre, tendrá pronto trece años, y ha permanecido aquí todo ese tiempo, lo que debe llevaros a amarlo. No lo vendáis jamás, dejadle morir tranquila y honorablemente de viejo; y si hacéis campaña con él, cuidadlo como cuidaríais a un viejo servidor. En la corte —continuó el señor D’Artagnan padre—, si es que tenéis el honor de ir a ella, honor al que por lo demás os da derecho vuestra antigua nobleza, mantened dignamente vuestro nombre de gentilhombre, que ha sido dignamente llevado por vuestros antepasados desde hace más de quinientos años
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. Por vos y por los vuestros (por los vuestros entiendo vuestros parientes y amigos) no soportéis nunca nada salvo del señor cardenal y del rey. Por el valor, entendedlo bien, sólo por el valor se labra hoy día un gentilhombre su camino. Quien tiembla un segundo deja escapar quizá el cebo que precisamente durante ese segundo la fortuna le tendía. Sois joven, debéis ser valiente por dos razones: la primera, porque sois gascón, y la segunda porque sois hijo mío. No temáis las ocasiones y buscad las aventuras. Os he hecho aprender a manejar la espada; tenéis un jarrete de hierro, un puño de acero; batíos por cualquier motivo; batíos, tanto más cuanto que están prohibidos los duelos, y por consiguiente hay dos veces valor al batirse. No tengo, hijo mío, más que quince escudos que daros, mi caballo y los consejos que acabáis de oír. Vuestra madre añadirá la receta de cierto bálsamo que supo de una gitana y que tiene una virtud milagrosa para curar cualquier herida que no alcance el corazón. Sacad provecho de todo, y vivid felizmente y por mucho tiempo. Sólo tengo una cosa que añadir, y es un ejemplo que os propongo, no el mío porque yo nunca he aparecido por la corte y sólo hice las guerras de religión como voluntario; me refiero al señor de Tréville, que fue antaño vecino mío, y que tuvo el honor siendo niño de jugar con nuestro rey Luis XIII, a quien Dios conserve. A veces sus juegos degeneraban en batalla, y en esas batallas no siempre era el rey el más fuerte. Los golpes que en ellas recibió le proporcionaron mucha estima y amistad hacia el señor de Tréville. Más tarde, el señor de Tréville se batió contra otros en su primer viaje a París, cinco veces; tras la muerte del difunto rey hasta la mayoría del joven, sin contar las guerras y los asedios, siete veces; y desde esa mayoría hasta hoy, quizá cien. Y pese a los edictos, las ordenanzas y los arrestos, vedle capitán de los mosqueteros, es decir, jefe de una legión de Césares a quien el rey hace mucho caso y a quien el señor cardenal teme, precisamente él que, como todos saben, no teme a nada. Además, el señor de Tréville gana diez mil escudos al año; es por tanto un gran señor. Comenzó como vos: idle a ver con esta carta, y amoldad vuestra conducta a la suya, para ser como él.