Read Lucía Jerez Online

Authors: José Martí

Tags: #Drama

Lucía Jerez (3 page)

BOOK: Lucía Jerez
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—Ana mía, Ana mía, aquí está Pedro Real. ¡Míralo qué arrogante!

—Arrodíllate, Adela: arrodíllate ahora mismo —le respondió dulcemente Ana, volviendo a ella su hermosa cabeza de ondulantes cabellos castaños—; mientras que Juan, que venía de hacer paces con Lucía refugiada en la antesala, salía a la verja del zaguán a recibir al amigo de la casa.

Adela se arrodilló, cruzados los brazos sobre las rodillas de Ana; y Ana hizo como que le vendaba los labios con una cinta azul, y le dijo al oído, como quien ciñe un escudo o ampara de un golpe, estas palabras:

—Una niña honesta no deja conocer que le gusta un calavera, hasta que no haya recibido de él tantas muestras de respeto, que nadie pueda dudar que no la solicita para su juguete.

Adela se levantó riendo, y puestos los ojos, entre curiosos y burlones, en el galán caballero, que del brazo de Juan venía hacia ellas, los esperó de pie al lado de Ana, que con su serio continente, nunca duro, parecía querer atenuar en favor de Adela misma, su excesiva viveza. Pedro, aturdido y más amigo de las mariposas que de las tórtolas, saludó a Adela primero.

Ana retuvo un instante en su mano delgada la de Pedro, y con aquellos derechos de señora casada que da a las jóvenes la cercanía de la muerte.

—Aquí —le dijo—, Pedro: aquí toda esta tarde a mi lado. —¡Quién sabe si, enfrente de aquella hermosa figura de hombre joven, no le pesaba a la pobre Ana, a pesar de su alma de sacerdotisa, dejar la vida! ¡Quién sabe si quería solo evitar que la movible Adela, revoloteando en torno de aquella luz de belleza, se lastimase las alas!

Porque aquella Ana era tal que, por donde ella iba, resplandecía. Y aunque brillase el sol, como por encima de la gran magnolia estaba brillando aquella tarde, alrededor de Ana se veía una claridad de estrella. Corrían arroyos dulces por los corazones cuando estaba en presencia de ella. Si cantaba, con una voz que se esparcía por los adentros del alma, como la luz de la mañana por los campos verdes, dejaba en el espíritu una grata intranquilidad, como de quien ha entrevisto, puesto por un momento fuera del mundo, aquellas musicales claridades que solo en las horas de hacer bien, o de tratar a quien lo hace, distingue entre sus propias nieblas el alma. Y cuando hablaba aquella dulce Ana, purificaba.

Pedro era bueno, y comenzó a alabarle, no el rostro, iluminado ya por aquella luz de muerte que atrae a las almas superiores y aterra a las almas vulgares, sino el ajuar de niño a que estaba poniendo Ana las últimas cintas. Pero ya no era ella sola la que cosía, y armaba lazos, y los probaba en diferentes lados del gorro de recién nacido: Adela súbitamente se había convertido en una gran trabajadora. Ya no saltaba de un lugar a otro, como cuando juntas conversaban hacía un rato ella, Ana y Lucía, sino que había puesto su silla muy junto a la de Ana. Y ella también, iba a estar sentada al lado de Ana toda la tarde. En sus mejillas pálidas, había dos puntos encendidos que ganaban en viveza a las cintas del gorro, y realzaban la mirada impaciente de sus ojos brillantes y atrevidos. Se le desprendía el cabello inquieto, como si quisiese, libre de redes, soltarse en ondas libres por la espalda. En los movimientos nerviosos de su cabeza, dos o tres hojas de la rosa encarnada que llevaba prendida en el peinado, cayeron al suelo. Pedro las veía caer. Adela, locuaz y voluble, ya andaba en la canastilla, ya revolvía en la falda de Ana los adornos del gorro, ya cogía como útil el que acababa de desechar con un mohín de impaciencia, ya sacudía y erguía un momento la ligera cabeza, fina y rebelde, como la de un potro indómito. Sobre las losas de mármol blanco se destacaban, como gotas de sangre, las hojas de rosa.

Se hablaba de aquellas cosas banales de que conversan en estas tertulias de domingo, la gente joven de nuestros países. El tenor, ¡oh el tenor! había estado admirable. Ella se moría por las voces del tenor. Es un papel encantador el de Francisco I. Pero la señora de Ramírez, ¡cómo había tenido el valor de ir vestida con los colores del partido que fusiló a su esposo!, es verdad que se casa con un coronel del partido contrario, que firmó como auditor en el proceso del señor Ramírez. Es muy buen mozo el coronel, es muy buen mozo. Pero la señora Ramírez ha gastado mucho, ya no es tan rica como antes; tuvo a siete bordadoras empleadas un mes en bordarle de oro el vestido de terciopelo negro que llevó a Rigoletto, era muy pesado el vestido. ¡Oh! ¿Y Teresa Luz? lindísima, Teresa Luz: bueno, la boca, sí, la boca no es perfecta, los labios son demasiado finos; ¡ah, los ojos! bueno, los ojos son un poco fríos, no calientan, no penetran: pero qué vaguedad tan dulce; hacen pensar en las espumas de la mar. Y, ¡cómo persigue a María Vargas ese caballerete que ha venido de París, con sus versos copiados de François Coppee, y su política de alquiler, que vino, sirviendo a la oposición y ya está poco menos que con el Gobierno! El padre de María Vargas va a ser Ministro y él quiere ser diputado. Elegante sí es. El peinado es ridículo, con la raya en mitad de la cabeza y la frente escondida bajo las ondas. Ni a las mujeres está bien eso de cubrirse la frente, donde está la luz del rostro. Que el cabello la sombree un poco con sus ondas naturales; pero ¿a qué cubrir la frente, espejo donde los amantes se asoman a ver su propia alma, tabla de mármol blanco donde se firman las promesas puras, nido de las manos lastimadas en los afanes de la vida? Cuando se padece mucho, no se desea un beso en los labios sino en la frente. Y ese mismo poetín lo dijo muy bien el otro día en sus versos «A una niña muerta», era algo así como esto: las rosas del alma suben a las mejillas; las estrellas del alma, a la frente. Hay algo de tenebroso y de inquietante en esas frentes cubiertas. No, Adela, no, a usted le está encantadora esa selva de ricitos: así pintaban en los cuadros de antes a los cupidos revoloteando sobre la frente de las diosas. No, Adela, no le hagas caso: esas frentes cubiertas, me dan miedo. Es que ya se piensan unas cosas, que las mujeres se cubren la frente de miedo de que se las vean. Oh, no, Ana: ¿qué han de pensar ustedes más que jazmines y claveles? Pues que no, Pedro: rompa usted las frentes, y verá dentro, en unos tiestitos que parecen bocas abiertas, unas plantas secas, que dan unas florecitas redondas y amarillas. Y Ana iba así ennobleciendo la conversación, porque Dios le había dado el privilegio de las flores: el de perfumar. Adela, silenciosa hacía un momento, alzó la cabeza y mantuvo algún tiempo los ojos fijos delante de sí, viendo como el perfil céltico de Pedro, con su hermosa barba negra, se destacaba, a la luz sana de la tarde, sobre el zócalo de mármol que revestía una de las anchas columnas del corredor de la casa. Bajó la cabeza, y a este movimiento, se desprendió de ella la rosa encarnada, que cayó deshaciéndose a los pies de Pedro.

Juan y Lucía aparecieron por el corredor, ella como arrepentida y sumisa, él como siempre, sereno y bondadoso. Hermosa era la pareja, tal como se venían lentamente acercando al grupo de sus amigas en el patio. Altos los dos, Lucía, más de lo que sentaba a sus años y sexo, Juan, de aquella elevada estatura, realzada por las proporciones de las formas, que en sí misma lleva algo de espíritu, y parece dispuesta por la naturaleza al heroísmo y al triunfo. Y allá, en la penumbra del corredor, como un rayo de luz diese sobre el rostro de Juan, y de su brazo, aunque un poco a su zaga, venía Lucía, en la frente de él, vasta y blanca, parecía que se abría una rosa de plata: y de la de Lucía se veían solo, en la sombra oscura del rostro, sus dos ojos llameantes, como dos amenazas.

—Está Ana imprudente —dijo Juan con su voz de caricia—: ¿cómo no tiene miedo a este aire del crepúsculo?

—¡Pero si es ya el mío natural, Juan querido! Vamos, Pedro: deme el brazo.

—Pero pronto, Pedro, que esta es la hora en que los aromas suben de las flores, y si no la haces presa, se nos escapa.

—¡Este Juan bueno! ¿No es verdad, Juan, que Lucía es una loca? Ya Adela y Pedro me están al lado cuchicheando, de apetito. Vamos, pues, que a esta hora la gente dichosa tiene deseo de tomar el chocolate.

El chocolate fragante les esperaba, servido en una mesa de ónix, en la linda antesala. Era aquel un capricho de domingo. Gustan siempre los jóvenes de lo desordenado e imprevisto. En el comedor, con dos caballeros de edad, discutía las cosas públicas el buen tío de Lucía y Ana, caballero de gorro de seda y pantuflas bordadas. La abuelita de la casa, la madre del señor tío, no salía ya de su alcoba, donde recordaba y rezaba.

La antesala era linda y pequeña, como que se tiene que ser pequeño para ser lindo. De unos tulipanes de cristal trenzado, suspendidos en un ramo del techo por un tubo oculto entre hojas de tulipán simuladas en bronce, caía sobre la mesa de ónix la claridad anaranjada y suave de la lámpara de luz eléctrica incandescente. No había más asientos que pequeñas mecedoras de Viena, de rejilla menuda y madera negra. El pavimento de mosaico de colores tenues que, como el de los atrios de Pompeya, tenía la inscripción «Salve» en el umbral, estaba lleno de banquetas revueltas, como de habitación en que se vive: porque las habitaciones se han de tener lindas, no para enseñarlas, por vanidad, a las visitas, sino para vivir en ellas. Mejora y alivia el contacto constante de lo bello. Todo en la tierra, en estos tiempos negros, tiende a rebajar el alma, todo, libros y cuadros, negocios y afectos, ¡aun en nuestros países azules! Conviene tener siempre delante de los ojos, alrededor, ornando las paredes, animando los rincones donde se refugia la sombra, objetos bellos, que la coloreen y la disipen.

Linda era la antesala, pintado el techo con los bordes de guirnaldas de flores silvestres, las paredes cubiertas, en sus marcos de roble liso dorado, de cuadros de Madrazo y de Nittis, de Fortuny y de Pasini, grabados en Goupil; de dos en dos estaban colgados los cuadros, y entre cada dos grupos de ellos, un estantillo de ébano, lleno de libros, no más ancho que los cuadros, ni más alto ni bajo que el grupo. En la mitad del testero que daba frente a la puerta del corredor, una esbelta columna de mármol negro sustentaba un aéreo busto de la Mignon de Goethe, en mármol blanco, a cuyos pies, en un gran vaso de porcelana de Tokio, de ramazones azules, Ana ponía siempre mazos de jazmines y de lirios. Una vez la traviesa Adela había colgado al cuello de Mignon una guirnalda de claveles encarnados. En este testero no había libros, ni cuadros que no fuesen grabados de episodios de la vida de la triste niña, y distribuidos como un halo en la pared en derredor del busto. Y en las esquinas de la habitación, en caballetes negros, sin ornamentos dorados, ostentaban su rica encuadernación cuatro grandes volúmenes: El Cuervo de Edgar Poe, el Cuervo desgarrador y fatídico, con láminas de Gustavo Doré, que se llevan la mente por los espacios vagos en alas de caballos sin freno: el Rubaiyat el poema persa, el poema del vino moderado y las rosas frescas, con los dibujos apodícticos del norteamericano Elihu Vedder; un rico ejemplar manuscrito, empastado en seda lila, de Las Noches, de Alfredo de Musset; y un Wilhelm Meister el libro de Mignon, cuya pasta original, recargada de arabescos insignificantes, había hecho reemplazar Juan, en París, por una de tafilete negro mate embutido con piedras preciosas: topacios tan claros como el alma de la niña, turquesas, azules como sus ojos; no esmeraldas, porque no hubo en aquella vaporosa vida; ópalos, como sus sueños; y un rubí grande y saliente, como su corazón hinchado y roto. En aquel singular regalo a Lucía, gastó Juan sus ganancias de un año. Por los bajos de la pared, y a manera de sillas, había, en trípodes de ébano, pequeños vasos chinos, de colores suaves, con mucho amarillo y escaso rojo. Las paredes, pintadas al óleo, con guirnaldas de flores, eran blancas. Causaba aquella antesala, en cuyo arreglo influyó Juan, una impresión de fe y de luz.

Y allí se sentaron los cinco jóvenes, a gustar en sus tazas de coco el rico chocolate de la casa, que en hacerlo fragante era famosa. No tenía mucho azúcar, ni era espeso. ¡Para gente mayor, el chocolate espeso! Adela, caprichosa, pedía para sí la taza que tuviese más espuma.

—Esta, Adela —le dijo Juan, poniendo ante ella, antes de sentarse, una de las tazas de coco negro, en la que la espuma hervía tornasolada.

—¡Malvado! —le dijo Adela, mientras que todos reían—; ¡me has dado la de la ardilla!

Eran unas tazas, extrañas también, en que Juan, amigo de cosas, patrias, había sabido hacer que el artífice combinara la novedad y el arte. Las tazas eran de esos coquillos negros de óvalo perfecto, que los indígenas realzan con caprichosas labores y leyendas, sumisas éstas como su condición, y aquellas pomposas, atrevidas y extrañas, muy llenas de alas y de serpientes, recuerdos tenaces de un arte original y desconocido que la conquista hundió en la tierra, a botes de lanza. Y estos coquillos negros estaban muy pulidos por dentro, y en todo su exterior trabajados en relieve sutil como encaje. Cada taza descansaba en una trípode de plata, formada por un atributo de algún ave o fiera de América, y las dos asas eran dos preciosas miniaturas, en plata también, del animal simbolizado en la trípode. En tres colas de ardilla se asentaba la taza de Adela, y a su chocolate se asomaban las dos ardillas, como a un mar de nueces. Dos quetzales altivos, dos quetzales de cola de tres plumas, larga la del centro como una flecha verde, se asían a los bordes de la taza de Ana: ¡el quetzal noble, que cuando cae cautivo o ve rota la pluma larga de su cola, muere! Las asas de la taza de Lucía eran dos pumas elásticos y fieros, en la opuesta colocación dedos enemigos que se acechan: descansaba sobre tres garras de puma, el león americano. Dos águilas eran las asas de la de Juan; y la de Pedro, la del buen mozo Pedro, dos monos capuchinos.

Juan quería a Pedro, como los espíritus fuertes quieren a los débiles, y como, a modo de nota de color o de grano de locura, quiere, cual forma suavísima del pecado, la gente que no es ligera a la que lo es.

Los hombres austeros tienen en la compañía momentánea de esos pisaverdes alocados el mismo género de placer que las damas de familia que asisten de tapadillo a un baile de máscaras. Hay cierto espíritu de independencia en el pecado, que lo hace simpático cuando no es excesivo. Pocas son por el mundo las criaturas que, hallándose con las encías provistas de dientes, se deciden a no morder, o reconocen que hay un placer más profundo que el de hincar los dientes, y es no usarlos. Pues, ¿para qué es la dentadura, se dicen los más; sobre todo cuando la tienen buena, sino para lucirla, y triturar los manjares que se lleguen a la boca? Y Pedro era de los que lucían la dentadura.

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