Madre Noche (17 page)

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Authors: Kurt Vonnegut

Tags: #Ciencia Ficción, Humor, Relato

BOOK: Madre Noche
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—México... Ese era mi sueño.

—Lo sé —dijo Wirtanen—. Hay un avión aguardándole en Ciudad de México, en este preciso momento. Si volase hasta allí, no podría poner pie en tierra por más de dos minutos. Y volaría de nuevo; pero esta vez en el último
jet
a Moscú, con todos los gastos pagados.

—¿El doctor Jones está en el plan?

—No. Es uno de los que le quiere bien. Uno de los pocos hombres en quien puede usted confiar.

—¿Para qué me quieren en Moscú? ¿Qué tienen que ver los rusos conmigo... con una pieza tan mohosa y tan vieja, excedente de la Segunda Guerra Mundial?

—Quieren exhibirlo ante los ojos del mundo como un ejemplo importante de los criminales de guerra fascistas que este país esconde —dijo Wirtanen—. Y también esperan que usted confiese toda clase de maniobras entre los norteamericanos y los nazis al iniciarse el régimen nazi.

—¿Por qué iba yo a confesar semejante cosa? ¿Con qué pensaban amenazarme?

—Muy simple —dijo Wirtanen—: sólo con la muerte.

—No la temo.

—OH, no con su muerte.

—¿La muerte de quién, entonces?

—De la joven que usted ama; la joven que lo ama a usted... la muerte, en caso de que usted no colaborase, sería para la pequeña Resi Noth.

35. Por cuarenta rublos más

—Y la misión de Resi era hacer que me enamorara de ella, ¿verdad? —dije.

—Así es.

—Lo hizo muy bien —dije tristemente—; no le fue difícil conseguirlo.

—Siento tener que darle esta noticia, Campbell.

—Aclara algunos misterios... No es que tuviera interés en explicármelos, pero ¿sabe qué llevaba en una maleta?

—¿Sus obras completas?

—¿También sabía usted eso? ¡Menudo trabajo se habrán tomado para informar a Resi sobre esos detalles! ¿Cómo supieron dónde buscar los manuscritos?

—No estaban en Berlín. Estaban bien guardados en Moscú —contestó Wirtanen.

—¿Y cómo fueron a parar a ella?

—Fueron la prueba principal en el juicio contra Stepan Bodovskov.

—¿Quién?

—Stepan Bodovskov. Un cabo del ejército ruso. Un intérprete que acompañó a las primeras tropas rusas que entraron en Berlín. Encontró el baúl que contenía sus escritos en el desván de un teatro. Se apropió del baúl como botín de guerra.

—¡Vaya botín!

—Resultó un botín notable, excelente —dijo Wirtanen—. Bodovskov sabía alemán perfectamente. Revisó el contenido de aquel baúl y decidió que había conseguido un tesoro en potencia para hacer una carera meteórica. Empezó modestamente por traducir algunos de los poemas al ruso y enviarlos a una revista literaria. Se publicaron y recibieron muy buena acogida crítica. Bodovskov probó con una de sus obras teatrales...

—¿Cuál?


La Copa de Cristal
. La tradujo al ruso y consiguió una villa sobre el mar Negro, prácticamente antes de que retiraran los sacos de arena que cubrían las ventanas del Kremlin...

—¿Se puso la obra en escena?

—No sólo se estrenó —dijo Wirtanen—, sino que todavía es un éxito en toda Rusia, tanto para los elencos profesionales como para los de aficionados
La Copa de Cristal
es algo así como
La tía de Carlos
del teatro ruso contemporáneo. Está usted más vivo de lo que pensaba, Campbell.

—Mi verdad sigue adelante —murmuré.

—¿Cómo dice? —se interesó Wirtanen.

—Ni siquiera podría contarle el argumento de
La Copa
en este momento.

Wirtanen sí lo sabía. Me lo contó:

—Una joven muy pura guarda el Santo Grial. Sólo lo entregará a un caballero que sea tan puro como ella. El caballero se presenta. Y es lo bastante puro como para ganar el Grial, la copa. Pero esto causa que la joven se enamore de él y que él se enamore de ella. ¿Tengo que contarle a usted, su autor, todo lo demás?

—Es... Es como si Bodovskov lo hubiese escrito de veras...; como si oyera todo eso por primera vez.

—El caballero y la joven —continuó Wirtanen— empiezan a tener pensamientos impuros el uno acerca del otro y quedan, involuntariamente, descalificados para tener contacto con el Grial. La heroína presiona al héroe para que huya con la copa, antes de que se haga indigno de ella. El héroe promete huir, pero sin el Grial, para permitir que la heroína siga siendo digna de guardarlo. El héroe decide por los dos, ya que ambos son ahora impuros de pensamiento. El Santo Grial desaparece. Y atónitos ante esta prueba incontestable de su depravación, los dos amantes confirman lo que según piensan habrá de ser su condenación, durante toda una tierna noche de amor. A la mañana siguiente, ya preparados para el fuego del infierno, se comprometen a darse uno al otro tanto placer en esta vida que el fuego del infierno será un precio muy bajo para pagar esta felicidad. Pero el Santo Grial se les aparece, indicándoles que el Cielo no desprecia un amor como el de ellos. Y después, el Grial desaparece de nuevo, esta vez para siempre, permitiendo que héroe y heroína vivan felices.

—¡Dios mío! ¿Yo escribí eso, de veras?

—Stalin se volvía loco por la obra —dijo Wirtanen.

—¿Y las demás obras?

—Todas se estrenaron con mucho éxito.

—Pero
La Copa de Cristal
fue el éxito mayor de Bodovskov, ¿verdad? —pregunté.

—No, el libro fue el mayor éxito.

—¿Bodovskov escribió un libro?

—Usted
lo escribió.

—Nunca lo hice —dije.

—¿Y las
Memorias de un Casanova monógamo
?

—¡Eso era impublicable! —exclamé.

—Cierta editorial de Budapest se asombraría de oírle decir eso. Me parece que ya ha editado más de medio millón de ejemplares.

—¿Y los comunistas permiten que ese libro circule abiertamente?

—Las
Memorias de un Casanova monógamo
es un capítulo curioso de la historia rusa —dijo Wirtanen—. No podía publicarse en Rusia con aprobación oficia!... Y sin embargo, constituía una muestra de pornografía tan atractiva, tan extrañamente moral, tan ideal para una nación que sufría escasez de todo, salvo de hombres y mujeres, que, de algún modo, se dio orden a las imprentas de Budapest para que comenzasen a trabajar en la edición del libro... Y esas imprentas no han recibido todavía la orden de cesar de editarlo.

Wirtanen me guiñó un ojo:

—Uno de los pocos crímenes astutos, juguetones e inocentes que un ruso puede cometer sin riesgos es contrabandear un ejemplar de las
Memorias de un Casanova monógamo
. ¿Y para quién se arriesga a pasarla de contrabando? ¿A quién puede mostrar ese material tan ardiente? A esa antigua compinche de actos indecorosos que es su esposa... Durante años, sólo existió una edición en ruso. Pero ahora puede leerse en húngaro, rumano, latviano, estoniano y, lo más asombroso, también en alemán.

—Bodovskov ganará prestigio como autor, supongo —dije.

—Es de conocimiento público que Bodovskov lo escribió, aunque el libro se imprime sin señalar editorial, autor o ilustrador.

—¿Ilustrador? —dije, horrorizado ante la idea de los dibujos que nos representarían a Helga y a mí corveteando desnudos.

—Catorce láminas en colores naturales —explicó Wirtanen—: se añaden a la edición común sólo por cuarenta rublos más.

36. Todo... salvo los berridos

—¡Si por lo menos no tuviera ilustraciones! —dije enfurecido a Wirtanen.

—¿Eso cambiaría las cosas?

—¡Es una mutilación! Los dibujos no pueden sino mutilar las palabras. ¡Esas palabras no estaban escritas para ir acompañadas de dibujos! ¡Ilustradas, ya no son las mismas palabras!

Wirtanen se encogió de hombros.

—Me temo que eso escapa por completo a su control, Campbell. A no ser que usted quiera declarar la guerra a Rusia.

Cerré los ojos.

—¿Cómo dicen en los mataderos de Chicago que hacen con los cerdos?

—No sé —dijo Wirtanen.

—Se jactan de utilizar todo lo que hay en un cerdo, salvo los berridos...

—¿Y qué?

—Así es como me siento en este momento: como un cerdo cortado en pedazos al que los expertos tratan de encontrar un uso para cada pedazo. ¡Dios! ¡Creo que han encontrado esta vez hasta cómo emplear mis berridos!. A la parte de mi ser que pugnaba por decir la verdad la convirtieron en un perfecto mentiroso. ¡A la parte que amó, la volvieron un pornógrafo! Al artista que hay en mí, la volvieron casi lo más desagradable que el mundo ha conocido... ¡Inclusive han convertido mis recuerdos más íntimos en comida para los gatos: gluten y embutido de hígado! —estallé.

—¿De qué recuerdos se trata?

—De Helga... De mi Helga.

Al decirlo, me eché a llorar: Resi los había matado, en interés de la Unión Soviética. Me hizo infiel a esos recuerdos y ya nunca podrían ser los mismos otra vez.

Abrí los ojos.

—¡Al carajo con todo! —dije en voz baja—. Supongo que los cerdos y yo deberíamos sentirnos honrados por los que comprueban nuestra utilidad. Me alegro por alguien...

—¿Sí?

—Me alegro por Bodovskov. Me alegro de que alguien, por lo menos, haya podido vivir como un artista con lo que yo poseí en otros tiempos. ¿Dijo usted que lo arrestaron y lo juzgaron?

—Y lo fusilaron —dijo Wirtanen.

—¿Por plagio?

—Por originalidad. La acusación de plagio es el más imbécil de los delitos menores. ¿Qué hay de malo en escribir lo que ya escribieron otros? La verdadera originalidad es un crimen de primer orden que con frecuencia exige un castigo cruel e inaudito, antes del tiro de gracia.

—No entiendo —dije.

—Su amigo Kraft-Potapov se dio cuenta de que usted era el autor de una cantidad de cosas que Bodovskov pretendía haber escrito. Envió un informe detallado a Moscú. Allanaron la villa de recreo de Bodovskov. Y descubrieron el baúl mágico que encerraba sus obras, escondido bajo el heno en el entrepiso del granero.

—¿Y qué pasó?

—Todo lo que usted escribió, todas las palabras en aquel baúl habían sido publicadas —dijo Wirtanen, -¿Y...?

—Bodovskov había empezado a rellenar el baúl con su propia magia. La policía encontró una sátira de dos mil páginas contra el Ejército Rojo, escrita en un estilo muy diferente del Bodovskov conocido. Y por esa conducta poco bodovskiana fusilaron a Bodovskov... Pero ¡basta del pasado! Dentro de una media hora —miró su reloj— se procederá al allanamiento de la casa de Jones. El lugar ya está rodeado. Yo quería apartarlo de allí porque ese allanamiento resultará un asunto complicado, tal como se presenta el panorama.

—¿Adonde sugiere usted que me vaya?

—No vuelva a su apartamento —dijo—. Los patriotas han hecho pedazos su casa. Sin duda también le harían pedazos a usted si lo agarraran allí.

—¿Qué le ocurrirá a Resi?

—Sólo la deportarán. No ha cometido ningún delito —dijo Wirtanen.

—¿Y a Kraft?

—Pasará un largo período en la cárcel. No es algo terrible para él. Creo que preferiría ir a la cárcel aquí que regresar a su patria. El reverendo Lionel J. D. Jones, dentista y teólogo, irá a la cárcel por tenencia ilegal de armas y por cualquier otra cosa de naturaleza claramente delictiva que podamos endilgarle. No hay planeado nada específico contra el padre Keeley; así es que me imagino que navegará otra vez a la deriva por los bajos fondos. Y lo mismo le ocurrirá al Führer Negro.

—¿Y qué hay de los Guardias de Hierro?

—Los Guardias de Hierro de los Hijos Blancos de la Constitución Norteamericana van a recibir una impresionante lección sobre la ilegalidad de los ejércitos privados, los asesinatos, las mutilaciones, los motines, la traición y el derrocamiento violento de un gobierno constituido. Los mandaremos de vuelta a sus casas para que reeduquen, a su vez, a sus padres, si es posible...

Miró de nuevo el reloj:

—Es mejor que se vaya, ahora... Abandone rápidamente este barrio.

—¿Puedo preguntarle quién es su agente en la casa de Jones? —dije—. ¿Quién es el sujeto que me deslizó en el bolsillo la nota avisándome que viniera a verle a usted a este lugar?

—Puede preguntarlo. Pero sin duda ya sabrá que no se lo diré.

—¿Desconfía de mí hasta ese extremo?

—¿Cómo podría confiar en un hombre que ha sido tan buen espía como usted? —contestó Wirtanen.

37. Esa antigua regla de oro

Me separé de Wirtanen.

Pero apenas di unos pasos, comprendí que el único lugar adonde quería volver era al sótano de Jones, junto a mi amante y a mi mejor amigo.

Sabía lo que eran, pero de hecho era lo único que poseía.

Regresé por el mismo camino por el que me escapara: me introduje en la casa por la puerta de la carbonera.

Resi, el padre Keeley y el Führer Negro jugaban a las cartas cuando llegué. Nadie había notado mi ausencia.

En el cuarto de la calefacción, la Guardia de Hierro de los Hijos Blancos de la Constitución Norteamericana recibía una clase sobre el saludo a la bandera; una clase dictada por uno de sus miembros.

Jones había subido a escribir, a crear.

Kraft, el Maestro Espía ruso, leía un ejemplar de
Life
que tenía una foto de Werner von Braun en la cubierta. Kraft mantenía la revista abierta en la ilustración de las páginas centrales: el panorama de una ciénaga en la Era de los Reptiles.

Se oía una radio pequeña. Una voz anunció una canción. El nombre de aquella canción se me grabó en la memoria. Que recuerde su título no es el milagro de una memoria prodigiosa. Es que el nombre era adecuado para aquel momento; casi para cualquier momento, en realidad. La canción se llamaba
Esa antigua regla de oro
.

A pedido mío, el Instituto de Documentación de Criminales de Guerra, en Haifa, me ha conseguido la letra. Es la siguiente:

«OH, nena, nena, nena:

¿Por qué destrozas así mi corazón?

Dices que me quieres, que quieres seguir conmigo;

pero lo único que haces es andar en malos pasos.

Estoy tan confuso,

tan poco divertido,

porque me obligas a sentirme tan estúpido...

Sonríes y mientes,

me haces llorar.

¿Por qué no aprender esa antigua regla de oro...?»

—¿A qué juegan? —pregunté a los jugadores.

—A «La Vieja» —contestó el padre Keeley.

Tomaba el juego en serio. Quería ganar. Y vi que tenía la reina de espadas —«La Vieja»— en la mano.

Quizá yo parecería más humano —lo que equivale a decir más simpático— si declarara que sentí desazón en todo el cuerpo y parpadeé y casi me desmayé abrumado por aquella sensación de irrealidad.

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