Maestra en el arte de la muerte (10 page)

BOOK: Maestra en el arte de la muerte
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—Os ruego que me perdonéis, prior —se disculpó sir Roland, que no parecía apenado—. Pero este asunto también es de mi incumbencia, según declara esta orden del rey. —El recaudador hizo flamear el rollo de manera que el sello real quedara a la vista—. ¿Quién es esa mujer? Cualquier orden real estaba por encima de la autoridad del prior de una congregación religiosa, aun cuando su palabra estuviera próxima a la de Dios.

—Es una doctora versada en procesos mórbidos —declaró, vacilante, el prior Geoffrey.

—Por supuesto, Salerno. Debí haberlo imaginado —se dijo el recaudador de impuestos y silbó con satisfacción—. Una mujer médica, procedente del único lugar de la cristiandad donde eso no implica una contradicción.

—¿Estáis al tanto de ello?

—Pasé por allí una vez.

El prior alzó una mano admonitoria.

—Sir Roland, por la seguridad de esa joven, por la paz de esta comunidad y de la ciudad, lo que os he contado debe quedar dentro de estas paredes.


«Vir sapiens quipauca loquitur»
[5]
, excelencia. Es lo primero que aprende un recaudador de impuestos.

No tan sabio como astuto, pensó el prior, pero probablemente capaz de guardar silencio. ¿Cuál era el propósito de ese hombre? Una súbita idea hizo que el prior extendiera su mano.

—Dejadme ver el documento. —Le echó un vistazo y se lo devolvió a sir Roland—. No es más que la acreditación habitual de un recaudador de impuestos.

¿Acaso el rey ha decidido gravar la muerte?

—De ninguna manera. —La idea parecía haber ofendido a sir Roland—. O al menos no más que de costumbre. Pero si la dama va a realizar una investigación extraoficial, tanto la ciudad como el priorato podrían ser objeto de impuestos punitivos. No estoy diciendo que vaya a ocurrir, pero podrían aplicarse las consabidas multas arbitrarias, confiscación de bienes y otras medidas similares. — Las regordetas mejillas de sir Roland se abultaron en una sonrisa cómplice—. Salvo, por supuesto, que yo esté presente para verificar que todo está en orden.

El prior había sido vencido. Hasta entonces Enrique II se había controlado, pero parecía del todo irrefutable que en la próxima sesión de los tribunales superiores Cambridge seria multada, porque allí había muerto uno de los judíos que más ganancias proporcionaba al rey. Cualquier infracción a sus leyes otorgaba al monarca la oportunidad de llenar sus arcas a expensas de los infractores. El rey tenía muy en cuenta la palabra de sus recaudadores, los más temidos entre los funcionarios reales. Si éste en particular le informaba sobre alguna irregularidad relacionada con la muerte de los niños, los dientes de ese codicioso leopardo Plantagenet arrancarían a la ciudad su corazón.

—¿Qué queréis de nosotros, sir Roland? —preguntó el prior Geoffrey, abatido.

—Quiero ver los cuerpos.

Esas palabras, pronunciadas serenamente, sacudieron al prior como un látigo.

La antigua cueva donde la sajona Santa Berta había pasado su vida adulta — hasta que abruptamente los invasores daneses acabaron con ella— era del todo inadecuada para la labor de Adelia. Aparte de que sus espesos muros conservaban el frío del interior y de que estaba aislada en medio de un pantano —en el extremo más lejano de las praderas pobladas de ciervos de Barnwell—, su estrechez y oscuridad no podía suplirse con los faroles que el prior había provisto. La rendija que hacía las veces de ventana estaba cerrada con un cilindro de madera. Las plantas de perifollo que llegaban a la altura de la cintura proliferaban alrededor de una minúscula puerta debajo de un arco.

Al demonio con todo aquel secreto. Sería necesario dejar la puerta abierta para tener suficiente luz. El lugar estaba invadido por las moscas que trataban de entrar.

¿Cómo esperaban que pudiera trabajar en esas condiciones?

Adelia puso su morral de cuero de cabra sobre la hierba y lo abrió para verificar su contenido. Cuando volvió a hacer el inventario tuvo que admitir que estaba demorando el momento en que tendría que abrir la puerta.

Se sintió ridícula. No era una aficionada. Se arrodilló rápidamente y pidió a los muertos que estaban del otro lado de la puerta que la perdonaran por manipular sus restos. Pidió que le recordaran el respeto que les debía. «Permitidme que vuestra carne y vuestros huesos me cuenten lo que vuestras voces no pueden decir».

Siempre repetía esa frase. Ignoraba si los muertos la oían, pero su ateísmo no llegaba tan lejos como el de su padre adoptivo. Sin embargo, sospechaba que lo que tenía por delante esa tarde podría hacer que así fuera.

Se irguió, se puso el delantal de hule que llevaba en el morral, se quitó el sombrero y se ajustó en la cabeza un casco de gasa con una pieza de vidrio en la parte de los ojos. Y abrió la puerta de la celda.

Sir Roland Picot disfrutaba de la caminata, satisfecho consigo mismo. Sería más fácil de lo que había pensado. Una mujer loca, y
extranjera,
no tendría más remedio que sucumbir ante su autoridad, pero era una recompensa excepcional que alguien de la jerarquía del prior Geoffrey también estuviera bajo su dominio por haberse asociado con esa mujer.

El recaudador de impuestos hizo una pausa junto a la cueva de la anacoreta. Parecía una enorme colmena. En verdad, los antiguos eremitas amaban las incomodidades. Y allí, al atravesar la puerta abierta, la vio, concentrada en algo que estaba sobre una mesa.

Poniéndola a prueba, sir Roland la llamó: —¿Doctora?

—¿Sí?

«Ja, ja», pensó el recaudador, «tan fácil como atrapar a una polilla».

—¿Me recordáis, señora? Soy sir Roland Picot, a quien el prior... —comenzó a decir cuando ella se enderezó y lo miró.

—No me importa quién sois —repuso bruscamente la polilla—. Venid aquí y mantened a las moscas alejadas. Sir Roland estaba frente a una silueta humana con mandil y cabeza de insecto.

Arrancó del suelo un manojo de perifollo y se acercó llevando consigo las umbelíferas. No era así como lo había planeado, pero obedeció y trató de encogerse para poder atravesar la entrada a la colmena.

—¡Oh, Santo Dios! —exclamó, mientras intentaba retroceder.

—¿Qué ocurre? —preguntó Adelia. Estaba contrariada y tensa.

El hombre se apoyó contra el arco de la puerta, respirando profundamente.

—Jesús, ten piedad de nosotros.

El hedor era atroz; y aún peor era lo que yacía sobre la mesa, ante sus ojos.

—No os mováis de la entrada. ¿Sabéis escribir? —preguntó la doctora con fastidio.

Sir Roland asintió con la cabeza; tenía los ojos cerrados.

—Es lo primero que aprende un recaudador de impuestos. Adelia le alcanzó una pizarra y una tiza.

—Escribid lo que os diga. Y entretanto, mantened a las moscas alejadas. —El disgusto se esfumó de su voz y comenzó a hablar monótonamente—. Los restos de una mujer joven. Algo de cabello claro todavía adherido al cráneo. Por lo tanto, es...

—la doctora interrumpió el monólogo para consultar una lista que llevaba escrita en el dorso de la mano— Mary. La hija del criador de aves. Seis años. Desaparecida el Día de los Santos Inocentes, es decir, hace alrededor de un año. ¿Estáis escribiendo?

—Sí, señora. —La tiza chirrió sobre la pizarra. Sir Roland siguió mirando hacia el exterior.

—Los huesos están al descubierto. La carne, prácticamente en estado de descomposición. Ha estado en contacto con cal. Hay un polvillo de algo que parece lodo seco en la espina y un poco en la parte posterior de la pelvis. ¿Hay lodo en estos parajes?

—Estamos en el límite de los pantanos. Los cuerpos fueron hallados en ese lugar.

—¿Los cadáveres yacían boca arriba?

—Por Dios, no lo sé.

—Si así fuera, eso explicaría los rastros en la espalda. Son escasos. No fue sepultada en lodo, sino más bien en cal. Manos y pies atados con tiras de material negro. —La doctora hizo una pausa—. En mi morral hay pinzas. Alcanzádmelas.

Sir Roland hurgó en la bolsa y le entregó un par de finas pinzas de madera. Luego vio cómo Adelia las usaba para coger una porción de algo que sostenía frente a la luz.

—Madre de Dios.

El recaudador volvió a la entrada, extendiendo su brazo hacia el interior para seguir agitando el perifollo. Desde el bosque llegaba el canto del cuclillo, que evocaba los días cálidos y el aroma de la verbena entre los árboles. «Bienvenido», pensó. «Gracias a Dios, bienvenido. Os habéis retrasado este año».

—Abanicad con más fuerza —espetó la doctora, y luego siguió con su parlamento monocorde—. Las ligaduras están hechas de lana. Mmmm. Alcanzadme un tubo de vidrio. Aquí, aquí. ¿Dónde estáis? Maldita sea. —Sir Roland encontró el tubo en el morral, se lo entregó, esperó y volvió a tomar posesión de él. Su contenido era una cinta cochambrosa—. Hay fragmentos de yeso en el cabello. También un objeto pegado. Humm. Con forma de rombo, probablemente algún dulce pegajoso que se ha secado. Será necesario examinarlo más detenidamente. Alcanzadme otro tubo. —La doctora indicó a sir Roland que sellara ambos tubos con la arcilla roja que llevaba en el morral—. Roja para Mary, un color diferente para cada uno de los otros. Tenedlo presente, por favor.

—Sí, doctora.

Con frecuencia las visitas del prior Geoffrey al castillo eran precedidas por grandes fastos, y el alguacil Baldwin era retribuido en sus visitas con igual pompa. Una ciudad siempre debe tener presente quiénes son sus dos hombres más importantes. No obstante, ese día —claro indicio del grado de preocupación del prior— había dejado de lado trompeta y séquito, y cabalgaba a través del gran puente en dirección al castillo con la sola compañía del hermano Ninian.

La gente del pueblo lo perseguía, colgándose de su estribo. A todos les respondía negativamente. «No, no han sido los judíos. ¿Cómo podrían haberlo hecho? No, mantened la calma. No, todavía nadie ha sido atrapado, pero Dios nos ayudará a encontrar al culpable. No, olvidaos de los judíos, no han sido ellos».

El prior temía por los judíos y los gentiles. Si se producía otro tumulto, la ira del rey se dirigiría a su ciudad. Y por si no tuviera suficiente, pensaba furioso el prior, estaba el recaudador de impuestos. Dios lo castigaría, a él y a toda su descendencia. Además de que el sagaz sir Roland estaba investigando un asunto en el que verdaderamente habría preferido que no se entrometiera, el prior estaba preocupado por Adelia, y por sí mismo.

«El advenedizo se lo contará al rey, —iba pensando—. Tanto para ella como para mí será la ruina. Sir Roland sospecha de nigromancia; ella será colgada por esa causa y yo... seré denunciado ante el Papa y expulsado de la Iglesia. Si al recaudador de impuestos tanto le interesaba ver los cuerpos, ¿por qué no insistió en estar presente cuando el magistrado los examinó? ¿Por qué eludió la vía oficial si él mismo es un funcionario real?».

Igualmente inquietante era que la cara de sir Roland le resultara familiar. Sir Roland. Sir Roland, en efecto —«¿desde cuándo el rey confería ese título a los recaudadores de impuestos?»—, le había molestado a lo largo de todo el trayecto desde Canterbury.

Cuando su caballo abordó esforzadamente el empinado camino que llevaba al castillo, en la mente del prior se dibujó una escena que había tenido lugar en esa misma colina un año antes. Los hombres del alguacil trataban de mantener a una multitud enloquecida lejos de los aterrorizados judíos. Él mismo y el alguacil vociferaban inútilmente tratando de guardar el orden.

Pánico y odio, ignorancia y violencia... El demonio estaba en Cambridge ese día.

«Y también el recaudador de impuestos». Un rostro apenas vislumbrado entre la multitud, y olvidado hasta ese momento; crispado, como todos los demás, mientras su dueño peleaba... ¿Con quién? ¿Contra los hombres del alguacil? ¿O a favor de ellos? En medio de aquella espantosa aglomeración de ruidos y brazos habría sido imposible saberlo.

El prior azuzó a su caballo.

La presencia de ese hombre, aquel día, en aquel lugar, no tenía por qué ser necesariamente siniestra. Los alguaciles y los recaudadores de impuestos suelen prestarse servicios. El alguacil recolectaba las ganancias del rey; y el recaudador garantizaba que éste no tomara para sí una parte demasiado generosa de ese dinero.

El prior frenó su caballo al recordar. «Pero volví a verlo en Santa Radegunda mucho después. Estaba aplaudiendo a un hombre que caminaba sobre zancos. Y fue entonces cuando desapareció la pequeña Mary. Que Dios se apiade de nosotros».

El prior clavó las espuelas en los flancos de su caballo. Aceleró. Debía hablar con el alguacil con más urgencia que nunca.

—Mmm, la pelvis está rota desde abajo. Posiblemente se trate de un daño accidental post mórtem, pero dado que las cuchilladas parecen haber sido infligidas con considerable fuerza y los otros huesos no están dañados, lo más probable es que haya sido causado por un instrumento que perforó la vagina hacia arriba en un ataque.

Sir Roland la odió. Odió su voz ecuánime, mesurada, que al pronunciar esas palabras violentaba incluso la esencia de lo femenino: no era propio de una mujer abrir los labios para dejar escapar obscenidades. El hecho de enunciarlo en voz alta la convertía en cómplice. Una delincuente, una hechicera. Sólo los ojos de un ser sanguinario podían haber dirigido la mirada hacia aquellas atrocidades.

Adelia trataba de imaginar que aquel cuerpo era el de un lechón. Cuando era estudiante, solía hacer sus prácticas con esos animales. Su carne y sus huesos eran los más parecidos a los humanos. En las colinas, detrás de un alto muro, Gordinus conservaba cerdos muertos para sus alumnos, algunos enterrados o expuestos al aire, otros en chozas de madera o en establos de piedra.

La mayoría de los alumnos que se adentraban en esa granja de la muerte caían desmayados por la repulsión que les causaba estar en medio de las moscas y el hedor. Sólo Adelia observaba el maravilloso proceso que convertía un cadáver en nada. «Porque hasta un simple esqueleto es efímero y, abandonado a su suerte, finalmente se desmenuza hasta convertirse en polvo», decía Gordinus. «Es un proceso maravilloso, querida, gracias al cual los cadáveres acumulados a lo largo de mil años no nos han invadido».

Era maravilloso. Un mecanismo que disponía de sus propios recursos para ponerse en acción cuando la respiración abandonaba el cuerpo. La descomposición la fascinaba porque —todavía no comprendía cómo— cuando los cadáveres no estaban en un lugar accesible a las moscas de la carne y los moscardones, el proceso se desarrollaba igualmente sin su participación.

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