Maestra en el arte de la muerte (36 page)

BOOK: Maestra en el arte de la muerte
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—Debemos hablar. Maese Simón está muerto. Sir Rowley en cama. Necesito a alguien que sepa pensar para que me ayude a encontrar al asesino. Sois buen pensador, Ulf, y lo sabéis.

—Sí, maldición, lo soy.

—No quiero oíros maldecir.

Ambos permanecieron en silencio. Ulf estaba usando un curioso artilugio de su invención; un hilo corría a través del canuto de una gran pluma de pájaro para que el cebo y los diminutos anzuelos se mantuvieran en la superficie del agua.

—Os he echado de menos —reconoció Adelia.

—Uh. —Si pensaba que así lo ablandaría... pero después de un rato Ulf añadió—: ¿Creéis que él ahogó a maese Simón? —Sí, sé que lo hizo.

Otra trucha se acercó al gusano, el muchacho la desenganchó y la arrojó a la cesta.

—Es el río —afirmó Ulf.

—¿Qué queréis decir?

Adelia se puso de pie. Ulf la miró por primera vez. El pequeño rostro arrugado mostraba concentración.

—Es el río. El río se los lleva. He estado preguntando...

—¡No! —Adelia casi le gritó—. Ulf, por favor, no debéis hacerlo, no debéis. Simón también estaba haciendo preguntas. Prometedme, prometedme...

Ulf la miró con desdén.

—Todo lo que hice fue hablar con los parientes. ¿Cuál es el peligro? ¿Estaba escuchando mientras lo hacía? ¿Se convierte en cuervo y se posa en los árboles?

Un cuervo. Adelia temblaba. «No diría eso delante de él».

—Esta charla me asquea. ¿Queréis saber o no?

—Quiero saber.

El chico sacó el hilo del agua, lo separó de la caña y los flotadores, acomodó los elementos cuidadosamente en el cesto de mimbre que usan los pescadores de Anglia Oriental y luego se sentó con las piernas cruzadas, mirando a Adelia, como un pequeño Buda a punto de ofrecer su sabiduría.

—Peter, Harold, Mary, Ulric. Hablé con sus parientes, parece que nadie más los ha escuchado. Todos ellos, todos, fueron vistos por última vez en el Cam o yendo hacia él. —Ulf levantó un dedo—. ¿Peter? Junto al río. —Levantó otro dedo—.

¿Mary? Era la hija de Jimmer, el criador de aves, sobrina de Hugh, el cazador. ¿Y adonde iba cuándo la vieron por última vez? Iba por el juncal camino de Trumpington para llevar la cena a su padre. —Ulf hizo una pausa—. Jimmer era uno de los que se abalanzó ante las puertas del castillo. Todavía culpa a los judíos de lo de Mary.

De modo que el padre de Mary había formado parte del grupo de hombres que seguía a Roger de Acton. Adelia recordó su aspecto de matón y que maltrataba a su hija y, muy probablemente, atacaba a los judíos para librarse de su propia culpa.

Ulf continuó con su lista. Apuntó con el pulgar río arriba.

—¿Harold? —Ulf frunció el ceño apenado—. El hijo del vendedor de anguilas. Había ido a buscar agua para cubrir las anguilas. Desapareció. —Se inclinó hacia delante—. Iba hacia el Cam.

—¿Y Ulric? —preguntó Adelia mirándolo a los ojos.

—Ulric —replicó Ulf— vivía con su padre y sus hermanas en Sheeps Green. Desapareció el día de San Eduardo. ¿En qué día cayó el último San Eduardo? — Adelia meneó la cabeza—. Lunes —repuso y volvió a sentarse.

—¿Lunes?

Ulf también meneó la cabeza ante su ignorancia.

—¿Os estáis burlando de mí? El día de lavar la ropa, mujer. El lunes es el día de lavado. Hablé con su hermana. Se les había acabado el agua de lluvia para hervir y enviaron a Ulric con un par de cubos...

—Río abajo —susurró Adelia, terminando la frase.

Adelia y Ulf se miraron. Luego giraron la cabeza y miraron hacia el Cam.

Estaba crecido. Durante la semana había llovido copiosamente. Adelia recordó cómo había tenido que cerrar los postigos de la sala de la torre para impedir que la lluvia entrara. Ahora, con su aspecto inocente y brillante por el reflejo del sol, el agua llegaba hasta el borde más alto de sus riberas como una sinuosa marquetería.

Seguramente no fueran los únicos en advertir que el río era el factor común en las muertes de los niños, aunque el funcionario a cargo de la investigación era completamente estúpido. No obstante, el significado podría habérseles escapado. Para la ciudad, el Cam era despensa, vía de navegación, lugar de lavado. Sus orillas proporcionaban combustible, juncos para hacer techos, madera para fabricar muebles. Todos usaban el río. Que los cuatro niños hubieran desaparecido en sus alrededores no era tan sorprendente; tal vez todo lo contrario.

Pero Adelia y Ulf sabían algo más. Simón había sido arrojado deliberadamente a las mismas aguas. La coincidencia había llegado demasiado lejos.

—Sí —ratificó ella—. Es el río.

Al atardecer, el Cam se volvía bullicioso. Figuras de barcos y personas se confundían contra el cielo rojo del atardecer. Quienes volvían a su casa después de un día de trabajo en la ciudad saludaban a los trabajadores que regresaban del campo hacia el sur, o insultaban si su bote provocaba un atasco. Los patos se dispersaban, los cisnes armaban alboroto al emprender el vuelo. Un bote de remos llevaba un ternero recién nacido para ser alimentado por manos humanas junto al fuego.

—¿Creéis que se llevó a Harold y a los otros a Wandlebury? —preguntó Ulf.

—No. Allí no hay nada. Adelia comenzaba a dudar que los crímenes se hubieran cometido en la colina.

Era un sitio demasiado abierto. El prolongado sufrimiento al que habían sido sometidos los niños requería mayor privacidad, la que podía ofrecer una habitación, un sótano, un sitio donde esconderlos, a ellos y a sus gritos. Wandlebury era un lugar solitario pero la agonía era ruidosa. Rakshasa habría temido que fueran oídos antes de tiempo.

—No —repitió Adelia—, aunque llevara los cuerpos a la colina fue en otro lugar... —Iba a continuar, pero se detuvo antes de decir «donde los mató». No debía olvidar que Ulf era sólo un niño—. Y estáis en lo cierto, fue en el río o cerca de él.

Los dos siguieron mirando el friso móvil que formaban las personas y los botes. Pasaron tres criadores de aves con los botes muy cargados. Llevaban pilas de gansos y patos que se servirían en la mesa del alguacil. Vieron al boticario en su barca de mimbre y cuero. Ulf dijo que cortejaba a una muchacha que vivía cerca de Seven Acres. Un oso adiestrado iba sentado en la popa de un bote mientras su amo remaba hacia su casucha, cerca de Hauxton. Las mujeres del mercado volvían con sus cajones vacíos, impulsándose con facilidad. Una barca de ocho remos remolcaba a otra, que transportaba cal y greda, en dirección al castillo.

—¿Por qué lo seguiste, Hal? —murmuró Ulf—. ¿Quién era?

Adelia pensaba lo mismo. ¿Qué habría atraído a todos los niños por igual?

¿Quién había estado en el río para llevarlos hacia el señuelo? ¿Quién había dicho «ven conmigo»? No los había tentado sólo con
jujubes,
debía tratarse de un personaje que les inspirara respeto, confianza, familiaridad.

Adelia se puso de pie.

—¿Quién es ése? —preguntó al ver una figura con capucha en un bote.

Casi había oscurecido por completo. Ulf lo observó atentamente y respondió.

—¿Él? Es el viejo hermano Gil.

—El hermano Gilbert. ¿Adonde va?

—Lleva provisiones a los anacoretas. Barnwell tiene los suyos, igual que las monjas. Todos viven en los bosques que están río arriba. —Ulf escupió—. La abuela no se lleva bien con ellos. Cree que son espantapájaros viejos y sucios, que se apartan de todo el mundo. Dice que no son cristianos.

De modo que los monjes de Barnwell usaban el río para abastecer a sus eremitas, tal como hacían las monjas.

—Pero está anocheciendo —repuso Adelia—. ¿Como es que salen tan tarde? El hermano Gilbert no regresará a tiempo para las completas.

Los religiosos vivían en función de los tañidos que anunciaban las horas dedicadas a la oración. Para la poblacíon de Cambridge las campanadas eran el reloj según el cual —durante el día— concertaban citas, daban la vuelta a la clepsidra o proponían y cerraban tratos. Sus tañidos llevaban a los labradores al campo en laudes y los enviaban de vuelta a casa en vísperas. Durante toda la noche el sonido de las campanas no interrumpía el sueño de los seculares, pero los religiosos, hombres y mujeres, debían salir de sus celdas y dormitorios para cantar las vigilias.

Una vergonzosa complicidad cubrió las factores nada bonitas de Ulf. —Porque les permite pasar una noche fuera del convento, dormir bajo las estrellas, cazar o pescar al día siguiente, visitar a algún amigo. Tal vez por eso lo hacen. Por supuesto, las monjas aprovechan, dice la abuela. Nadie sabe qué hacen en esos bosques, pero... —De pronto, Ulf miró intrigado a Adelia—. ¿El hermano Gilbert?

La doctora lo miró de la misma manera, y asintió.

—Podría ser él.

Qué vulnerables eran los niños. Si Ulf —a pesar a su natural perspicacia y del conocimiento que poseía de las circunstancias— no era proclive a sospechar de una persona de prestigio a la que conocía, los otros niños habrían sido presas fáciles.

—El viejo Gil es malhumorado, lo sé — admitió el chico reticente—, pero no les miente a los chicos y es un cru... —Ulr se tapo la boca. Por primera vez Adelia lo vio turbarse—. Oh, fue un cruzado.

El sol ya había caído. Los pocos botes que quedaban en el Cam llevaban faroles en la proa. El río se convirtió en un desordenado collar de luces.

Ulf y Adelia seguían sentados en el mismo lugar, resistiéndose a moverse. El río les provocaba tanta atracción como rechazo, el alma de los niños que se había llevado estaba muy cerca; el crujido de los juncos parecía traer su murmullo.

—¿Por qué no los traes de vuelta, cabrón? —gruñó Ulf.

Adelia lo abrazó. Podía llorar por él. También deseaba que el tiempo y la naturaleza retrocedieran y trajeran a los niños de vuelta a casa.

Se oyó el grito de Matilda W. Los llamaba para la cena.

—¿Qué haremos mañana? —preguntó Ulf mientras iban hacia la casa—.

¿Podemos llevar al negro? Sabe remar bastante bien.

—Jamás se me ocurriría ir sin Mansur —contestó Adelia— y si no lo tratáis con respeto, os quedaréis en casa.

Ambos sabían que era necesario explorar el río. En algún sitio a lo largo de sus orillas habría una construcción, o un sendero que llevara hacia ella, donde habría tenido lugar aquel horror. Algo lo delataría. Adelia no esperaba encontrar una señal clara, pero creía poder reconocerla si la veía.

Esa noche, una silueta de pie en la ribera opuesta del Cam les vigilaba. Adelia la divisó desde la ventana abierta de su aposento, mientras se cepillaba el cabello. El terror la paralizó. Por un momento, ella y la sombra que estaba debajo de los árboles se miraron con la intensidad de dos amantes separados por un abismo.

Le dio la espalda, apagó la vela y buscó la daga que guardaba en la mesita de noche antes de irse a dormir. No se atrevía a apartar la vista de aquella silueta. Temía que cruzara el río y entrara por la ventana.

Cuando tuvo el puñal en la mano se sintió mejor. Era ridículo. Para llegar a la casa del viejo Benjamín aquel ser debería tener alas o un artefacto como los que se usaban para cruzar el foso de un castillo. La casa estaba a oscuras y no podía verla. Pero se sintió observada cuando cerró la celosía. Bajó las escaleras descalza, para asegurarse de que todas las puertas estuvieran bajo llave, sintiendo que esos ojos perforaban las paredes.
Salvaguarda
la seguía receloso. Dos brazos levantaron un arma sobre su cabeza cuando llegó a la sala.

—Cabrón —gruñó Matilda—. Vete a asustar a otro.

—Lo mismo digo —declaró Adelia, jadeando—. Hay alguien al otro lado del río. —La criada bajó el atizador.

—Ha estado allí todas las noches desde que se fueron al castillo. Mirando, siempre mirando. Y el pequeño Ulf era el único hombre en la casa.

—¿Dónde está Ulf?

Matilda señaló la escalera que llevaba al sótano.

—Duerme tranquilo.

—¿Estáis segura?

—Segura.

Las dos mujeres miraron al mismo tiempo a través del cristal de la ventana.

—Se ha ido.

Adelia se habría alarmado menos si la misteriosa figura hubiera permanecido en el mismo lugar.

—¿Por qué no me lo dijisteis?

—Creí que ya teníais bastantes problemas. Pero se lo dije a los guardianes del río. Unos inútiles de mierda. No vieron a nadie. No es raro, con el escándalo que armaron al cruzar el puente para llegar a la otra orilla. Creyeron que era un mirón.

Matilda B. fue hasta el centro de la habitación para dejar el atizador en su lugar. Por un instante, el artefacto vibró contra los barrotes del brasero, como si la mano que lo sostenía se estremeciera demasiado y no se animara a soltarlo.

—No es un mirón, ¿verdad?

—No.

Al día siguiente, Adelia llevó a Ulf a la torre del castillo. Se quedaría con Gyltha y Mansur.

Capítulo 13

—No iréis sin mí —protestó sir Rowley. Pero al tratar de salir de la cama perdió el equilibrio—. Oh, Dios, haced que Roger de Acton se pudra. Dadme un cuchillo de carnicero y le cortaré sus partes pudendas. Las usaré como carnaza para pescar. Le...

Adelia y Mansur contuvieron la risa. Alzaron al paciente y lo volvieron a dejar en la cama. Ulf recuperó el gorro de dormir de Rowley y se lo puso nuevamente en la cabeza.

—Mansur y Ulf me acompañarán. Además, haremos el recorrido de día. Entretanto, os permito un poco de ejercicio, algo liviano, como caminar lentamente por la sala para fortalecer los músculos. Como vos mismo habéis comprobado, es todo lo que estáis en condiciones de hacer. —El recaudador dejó escapar un gruñido de frustración propinando un puñetazo a las mantas, lo que provocó otro quejido, esta vez de dolor—. Basta de tonterías —le advirtió Adelia—. De todos modos, no fue Acton quien os clavó el cuchillo. En realidad, no puedo aseguraros quién fue.

—No me importa. Quiero verlo ahorcado antes de que los jueces de los tribunales superiores vean su maldita tonsura y lo dejen ir.

—Debe ser castigado —opinó la doctora. Acton era sin duda responsable de instigar al enfurecido grupo que se había abierto paso a la fuerza para profanar la tumba de Simón—. Pero no deseo que lo ahorquen.

—Ha atacado una propiedad del rey, mujer, y casi me deja castrado. Deberían cocinarlo a fuego lento con una espada en el culo. —Sir Rowley cambió de posición y la miró de soslayo—. ¿Habéis considerado el hecho de que vos y yo fuimos los únicos que resultamos heridos en la refriega? Además de los muchachos que pude dejar fuera de combate, por supuesto.

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