Maestra en el arte de la muerte (42 page)

BOOK: Maestra en el arte de la muerte
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Era una luz extraña, no provenía de un fuego encendido, ni de una vela. Se parecía más a un rayo dirigido hacia arriba. Mientras se esforzaba por acercarse, sus manos no encontraron terreno en el que apoyarse, su cuerpo se propulsó hacia delante y cayó en un declive del terreno. Salvaguarda miraba hacia delante; allí estaba la luz, a tres yardas de ella, en el centro de una depresión con forma de cuenco. No era fuego, ni un farol. No había nadie en el lugar. La luz provenía de un agujero en la tierra. Era la boca del infierno iluminada por las llamas que ardían en su interior.

Adelia tuvo que apelar a todas sus aptitudes, a sus conocimientos sobre ciencias naturales, a las hipótesis probadas, a los asertos del sentido común, para confrontarlo con lo irracional, para luchar con el pánico que la invitaba a apartarse llorando del agujero. Rogó a Dios que la librara de ese sentimiento.

«Dios Todopoderoso, defiéndeme del terror nocturno».

Adelia oyó una voz en su interior.

—No es el pozo del infierno, es sólo un pozo.

Por supuesto, eso era. Un pozo, tan sólo un pozo. Y Ulf estaba dentro.

Comenzó a reptar hacia delante. Su rodilla chocó contra algo que estaba sobre la hierba. Parecía formar parte del terreno, pero, después de tantearlo, Adelia descubrió que era un objeto fabricado por el hombre. Una rueda enorme y sólida. Se acercó y comprobó que estaba cubierta de turba.

Extendió el brazo para impedir que
Salvaguarda
se acercara demasiado; luego, con la lentitud de una tortuga, estiró el cuello para asomarse al borde del pozo.

Era un boquete de unos seis pies de ancho. Sólo el Señor sabría cuál era su profundidad. La luz que surgía de su interior no permitía calcularlo, pero era profundo. Una escala bajaba hacia la claridad. Todo era blanco, hasta donde podía ver.

Cal. No cabía duda, era cal. La que había cubierto a los niños muertos.

No era obra de Rakshasa. Una excavación como ésa implicaba un trabajo a gran escala. Él lo había encontrado y lo había usado. Sin duda lo había usado.

¿Todas las depresiones de la colina eran entradas ocultas a yacimientos de cal?

¿Para qué era necesaria tal cantidad de cal? No era momento de planteárselo. Ulf estaba allí abajo. También el asesino. Él iluminaba el lugar. La luz provenía de antorchas encendidas, la misma que solía ver el pastor. Por Dios, deberían haberlo descubierto. Habían rastreado aquella apestosa colina, recorriendo todas las depresiones para inspeccionarlas. ¿Por qué habían ignorado esa abierta invitación al mundo subterráneo?

Porque no era abierta. La rueda cubierta de turba con la que había tropezado no era tal, sino una tapa, la cubierta de un aljibe. Cuando estaba colocada, la depresión del terreno tenía el mismo aspecto que las demás.

Rakshasa era un sujeto ingenioso.

Pero parte del terror que erizaba la piel de Adelia la abandonó. Recordó que mientras el carro de Simón subía por el sendero hacia Wandlebury Ring, Rakshasa había sido presa del pánico. Se sabía culpable y durante la noche había sacado los cuerpos del pozo para que su guarida no fuera descubierta.

«Este túnel es su escondite», pensó Adelia. Un lugar tan preciado que lo hacía vulnerable. No sólo lo delataba ante ella; aun cuando la tapa estuviera en su lugar, él sabía que era el túnel que conducía a lo más íntimo de su ser, la entrada a su alma pútrida, la fatalidad al descubierto. Su mera existencia era un ultraje a Dios. Y ella lo había encontrado.

Adelia prestó atención. Oyó a su alrededor a los seres que habitaban la colina, pero desde el túnel no surgía sonido alguno. No tenía que haber ido sola. Por Dios, ¿qué ayuda podía ofrecerle a ese niño? No contaba con refuerzos y nadie sabía dónde estaba.

No obstante, las circunstancias no habían permitido que fuera de otra manera.

¿Qué otra cosa podía hacer? No importaba. Ya estaba hecho. La leche se había derramado y era preciso secarla de algún modo. Si Ulf estaba muerto, podía retirar la escala y volver a colocar la rueda en su lugar. Sepultaría en vida al asesino y se iría de allí mientras Rakshasa se pudría en su propia tumba.

Pero Adelia intuía que Ulf no había muerto porque, gracias a lo que los cuerpos le habían contado, suponía que el asesino mantenía con vida a los niños hasta saciarse. Aun cuando fuera sólo una hipótesis, una frágil prueba, una tenue certeza, aquello la había impulsado a viajar en el bote de las monjas y emprender la marcha campo a través hacia ese pozo infernal para... ¿para qué?

Boca abajo, con la cabeza sobre el pozo, Adelia meditaba sobre las alternativas con la fría lógica de la desesperación. Podía ir en busca de ayuda, pero considerando el tiempo que le llevaría, no era una alternativa válida. El último lugar habitado que había visto era la granja de la tía de Walburga, y estando tan cerca de Ulf no se atrevía a abandonarlo. Podía bajar al pozo y ser asesinada, algo para lo que en última instancia estaba preparada, si gracias a ello Ulf lograba escapar. O bien, y esa opción era considerablemente más meritoria, podía bajar y matar al asesino. Lo que implicaba encontrar un arma. Debía encontrar un palo, una piedra, algo afilado.

De pronto,
Salvaguarda
se movió. Un par de manos agarraron a Adelia de los tobillos, la levantaron y la desplazaron hacia delante. Entonces, emitiendo un gruñido por el esfuerzo, alguien la arrojó dentro del pozo.

La salvó la escalerilla. A mitad de camino chocó con ella, rompiéndose algunas costillas pero logrando deslizarse por los peldaños más bajos durante el resto del descenso. Tenía tiempo, aparentemente tiempo de sobra, para pensar. «Debo permanecer consciente», se dijo, antes de golpearse la cabeza contra el suelo y perder el conocimiento. Recuperó la conciencia mucho tiempo después, mientras viajaba lentamente entre una borrosa multitud que insistía en moverse, cambiarla de lugar y hablarle, lo que la irritó tanto que sólo porque estaba muy dolorida no pudo ordenarles que no lo hicieran. Poco a poco fueron alejándose y las voces se desvanecieron. Sólo una seguía molestándola.

—Silencio —ordenó y abrió los ojos. Pero le costaba tanto esfuerzo hacerlo que decidió seguir inconsciente durante un rato, lo cual era igualmente imposible porque el horror esperaba por ella y por alguien más, y su cerebro, decidido a luchar por su supervivencia y la de ese otro ser, insistía en seguir funcionando.

Debía serenarse y pensar. Pero el dolor se lo impedía. Le estaban trepanando el cráneo. Quizá sufría una conmoción, aunque no podría estimar su gravedad sin saber durante cuánto tiempo había estado inconsciente. Maldición. Le dolía la cabeza, y también las costillas; con un gesto crispado, logró inspirar profundamente. Probablemente no se había perforado el pulmón. Aparentemente estaba de pie, con los brazos por encima de la cabeza, y eso le comprimía el pecho.

No importaba. En una situación de peligro tan evidente, el estado de salud no era importante. Debía pensar y sobrevivir.

Estaba en el pozo. Recordaba haber visto la entrada. Habría llegado al fondo. Un breve vistazo le reveló que estaba rodeada de blancura. No podía recordar cómo había pasado de un lugar a otro. Era la consecuencia natural de la conmoción. Obviamente, la habían empujado, o se había caído.

Alguien más había caído o había sido arrojado allí antes o después que Adelia, porque en el intento de abrir los ojos había distinguido una figura en la pared opuesta, la que producía ese sonido incesante y tan irritante.

«Sálvame y protégeme, Señor y amo, y te seguiré. Toda mi vida me inclinaré humildemente ante mi Señor. Castígame con tu látigo y tus escorpiones, pero bríndame tu amparo».

La que balbuceaba era la hermana Verónica. La monja estaba a unos diez pies de ella, al otro lado de esa cámara sin techo, el hueco del pozo. Le habían arrancado la toca, que le colgaba del cuello, y los mechones de cabello le caían sobre el rostro como ráfagas de oscura niebla. Tenía las manos por encima de la cabeza, esposadas a un perno fijado en la pared. Adelia supuso que ella se encontraba en la misma situación.

La hermana Verónica estaba aterrorizada, no podía controlarse. Le caía baba por el mentón, temblaba tanto que las esposas de hierro que le aprisionaban las muñecas golpeteaban, marcando el ritmo de los ruegos que salían de su boca.

—Mantened la boca cerrada —exigió Adelia, malhumorada. Verónica abrió los ojos, atemorizada, aunque en alguna medida su mirada era justificadamente acusadora.

—Os seguí cuando vi que os habíais marchado.

—Una imprudencia —opinó Adelia.

—La bestia está aquí. María, Madre de Dios, protégenos. Él me atrapó, está aquí abajo. Nos devorará. Oh, Jesús, María, ambos tienen que salvarnos, tiene cuernos. —Me atrevería a decir que sí, pero dejad de gritar.

Tratando de sobrellevar el dolor, Adelia giró la cabeza para mirar a su alrededor. Su perro yacía despatarrado al pie de la escalerilla, con el cuello roto.

Un sollozo escapó de su garganta. Pero se obligó a conservar la compostura. No había lugar para ese sufrimiento. Debía pensar en sobrevivir. Pero
Salvaguarda...
Dos antorchas opuestas, colocadas a cierta altura en sendos soportes, iluminaban con su llama las paredes rugosas y redondeadas; un alga verde manchaba su blancura. El lugar donde estaban Adelia y Verónica parecía ser la base de un enorme tubo de papel grueso, sucio y arrugado.

Estaban solas, no había señales de la bestia que había mencionado la monja, aunque de cada una de las paredes salían dos túneles. El que estaba a la izquierda de Adelia tenía una boca pequeña, por la que había que entrar a gatas y estaba cerrada con una reja de hierro. El de la derecha estaba iluminado por invisibles antorchas y su agrandada abertura permitía que un hombre pasara agachado. Un recodo impedía ver su longitud, pero inmediatamente después de la entrada, apoyado en la pared y reflejado en la blancura de la cal que tenía enfrente, había un escudo abollado y pulido que ostentaba el símbolo de los cruzados.

Y en el sitio de honor, en el centro de esa sala de tortura, entre ella, Verónica y el perro muerto, estaba el altar de la bestia.

Era un yunque. Tan inofensivo en el lugar correcto, tan horrendo allí. Un yunque arrancado del cálido cobertizo de juncos del herrero para colocar sobre él a los niños y apuñalarlos. El arma estaba en un extremo; entre las manchas se distinguían las partes brillantes de una punta de lanza. Biselada, como las heridas que había causado.

Por Dios, un pedernal, como los que abundan en los yacimientos de cal. Los antiguos demonios habían excavado esos túneles buscando piedras que pudieran tallar para matar. Tan primitivo como ellos, Rakshasa usaba un instrumento fabricado por seres oscuros en una época oscura.

Adelia cerró los ojos.

Pero las manchas de sangre eran opacas. Nadie había muerto sobre el yunque en los últimos tiempos.

—Ulf —gritó, abriendo los ojos—. Ulf.

A su izquierda, desde la lejana oscuridad del túnel, ahogada por la porosidad de la cal, pero aún audible, llegó una queja ininteligible.

Adelia miró hacia arriba y dio gracias al círculo de cielo que estaba sobre su cabeza. El malestar de la conmoción y las náuseas causadas por el olor omnipresente de la cal y la pestilencia de la resina que se quemaba en las antorchas dieron paso al fresco aire de mayo. El chico estaba vivo.

Sobre el yunque, a sólo unos pasos, estaba el arma lista para que su mano la alcanzara.

A juzgar por la situación de Verónica, sus manos también estarían amarradas, y las esposas que sostenían sus brazos en alto estarían sujetas a un perno fijado en la pared de cal. Y la cal se desmenuzaba, como la arena.

Adelia flexionó los codos y tiró del perno. Oh, demonios. Sintió un latigazo en el pecho. Seguramente con ese movimiento se había perforado el pulmón. Dejó que su cuerpo colgara de las esposas, resoplando, y esperó a que de su boca saliera sangre. Después de un rato comprobó que eso no sucedía, pero si esa maldita monja dejara de lamentarse...

—Basta de gimotear —le gritó a la joven—. Prestad atención, empujad. Maldición, hacia abajo. El perno. En la pared. Saldrá si tiráis de él. —Aun en medio del dolor, Adelia había percibido que la cal cedía un poco.

Pero Verónica parecía no entenderla. Sus ojos estaban muy abiertos y miraban desaforadamente, como los de un ciervo enfrentado a unos sabuesos. Y tartamudeaba. Tendría que hacerlo por sí misma.

Evitaría otro esfuerzo. Pero si meneaba las esposas el perno se movería lo suficiente como para crear un agujero a su alrededor y saldría con facilidad.

Comenzó a sacudir frenéticamente las manos. En su mente sólo existía esa pieza de hierro, como si ella misma estuviera fijada a la cal; no sin dolor, lograba desprender pequeñas partículas y veía que el extremo del perno se iba alejando de... La monja gritó.

—Silencio —gritó a su vez Adelia—. Estoy concentrada. La monja siguió gritando.

—Él viene.

A su derecha algo se movió. Con reticencia, Adelia giró la cabeza. Verónica podía verlo, pero a ella se lo impedía la curva del túnel. No obstante, distinguió un reflejo en el escudo. La superficie despareja y convexa reflejaba un cuerpo oscuro, degradado y monstruoso a la vez. Era una criatura desnuda y se miraba, pavoneándose. Se tocó los genitales y luego el aparato que tenía en la cabeza.

La muerte se preparaba para hacer su aparición.

Invadida de un terror extremo, Adelia perdió todos sus principios. Si hubiera podido, habría caído de rodillas y se habría arrastrado a los pies de esa criatura.

«Haced lo que os guste con la monja y el niño, pero dejadme marchar», le habría dicho. Si sus manos hubieran estado libres, habría corrido hacia la escala, dejando atrás a Ulf. Había perdido el coraje, la razón, todo excepto el instinto de supervivencia.

Y el remordimiento. Remordimiento de que en medio del pánico surgiera una visión, no del Creador, sino de Rowley Picot. A punto de morir, deshonrosamente, lamentaba no haber amado a un hombre de la única manera que valía la pena.

La criatura salió del túnel. Era alto, y lo parecía aún más gracias a su cornamenta. Una máscara de piel de venado le cubría la parte superior del rostro y la nariz, pero el cuerpo era humano; el pecho y el pubis estaban cubiertos de vello oscuro. Su pene estaba erecto. Meneándose, se acercó a Adelia y se apretó contra ella. Donde debía haber ojos de ciervo había agujeros y desde ellos unos ojos azules y humanos la miraban. La boca sonreía. Olía a animal.

BOOK: Maestra en el arte de la muerte
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