Mal de altura (10 page)

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Authors: Jon Krakauer

Tags: #Aventuras, Biografía, Drama

BOOK: Mal de altura
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Doug, que pronto cumpliría cuarenta y siete años y llevaba divorciado diecisiete, me confió que había tenido historias con un montón de mujeres, pero que todas lo dejaban, hartas de tener que competir con la montaña. Pocas semanas antes de partir hacia el Everest, Doug había conocido a otra mujer estando en Tucson, y se habían enamorado. Al principio se habían intercambiado faxes, pero luego Doug estuvo varios días sin tener noticias de ella. «Supongo que habrá decidido darme calabazas —comentaba deprimido—. Además, es muy guapa. Creí que esta vez iba a ser la definitiva».

Aquella misma tarde Doug se acercó a mi tienda agitando un fax de última hora. «¡Karen Marie dice que se muda al área de Seattle! —exclamó, extasiado—. Esto podría ir en serio. Será mejor que corone la cima y me quite el Everest de la cabeza, antes de que ella se lo piense mejor».

Aparte de comunicarse con la nueva mujer de su vida, Doug ocupaba sus horas en el campamento escribiendo innumerables postales a los alumnos de la Sunrise Elementary School, un centro público de Kent (Washington), que habían vendido camisetas para ayudarlo a financiar su ascensión. Me enseñó muchas postales: «Hay gente que tiene sueños grandes y gente que los tiene pequeños —le escribía a una chica llamada Vanessa—. Sean como sean los tuyos, lo importante es que nunca dejes de soñar».

Doug pasaba aún más tiempo redactando faxes para sus dos hijos —Angie, de diecinueve años, y Jaime, de veintisiete— a los que había criado como padre soltero. Ocupaba la tienda contigua a la mía, y cada vez que llegaba un fax de Angie me lo leía con expresión radiante. «¿Cómo es posible —se preguntaba— que un desastre como yo haya podido engendrar a una chica tan sana?».

Yo, por mi parte, escribía pocas postales o faxes. Lo que hacía era, sobre todo, meditar acerca de la manera de mejorar mi rendimiento en la ascensión, sobre todo por encima de los 7.600 metros, en lo que se conoce como Zona de la Muerte. Había invertido más tiempo en escalada técnica sobre roca y hielo que la mayoría de los otros clientes y muchos de los guías, pero en el Everest la técnica casi no contaba y, por contra, yo tenía menos experiencia en grandes alturas que casi todos los demás. En realidad, el mero hecho de estar en el campamento base era para mí todo un récord de altitud.

Eso no parecía preocupar a Rob Hall. Después de siete expediciones al Everest, me explicaba, había conseguido perfeccionar un eficaz plan de aclimatación que nos ayudaría a adaptarnos a la insuficiencia de oxígeno en la atmósfera. (En el campamento base había aproximadamente la mitad de oxígeno que al nivel del mar; en la cima, sólo una tercera parte.) Enfrentado a un aumento de la altitud, el cuerpo humano reacciona de diversas maneras, ya sea aumentando el ritmo respiratorio, cambiando el pH de la sangre o multiplicando el número de glóbulos rojos portadores de oxígeno, y para todo ello necesita varias semanas.

Hall, sin embargo, insistía en que con sólo tres excursiones, subiendo seiscientos metros cada vez, nuestros cuerpos se adaptarían lo suficiente como para ascender sin riesgo hasta los 8.848 metros. «Ya ha funcionado treinta y nueve veces —me aseguró Hall con una sonrisa sesgada cuando le confesé mis dudas—, y varios de los tíos que han coronado conmigo eran casi tan patéticos como tú».

CAMPAMENTO BASE
- 12 de abril de 1996 -
5.400 metros

Cuanto más incierta es la situación y más se le exige al escalador, mejor corre después la sangre cuando se libera de toda esa tensión. La presencia de peligro sólo sirve para agudizar el control. Y tal vez sea ése el fundamento de todos los deportes de riesgo: uno sube deliberadamente el listón del esfuerzo y la concentración a fin de borrar de la mente, por decirlo así, cualquier trivialidad. Es un modelo a pequeña escala de la vida, pero con una diferencia: así como en la rutina diaria los errores normalmente pueden enmendarse basta alcanzar un cierto compromiso, aquí todos los actos, por breve que sea su duración, son de una gravedad absoluta.

A. Alvarez

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Subir al Everest es un proceso largo y tedioso, más parecido a una interminable obra arquitectónica que a lo que yo conocía por escalar. Contando a los sherpas, el equipo de Hall estaba compuesto por veintiséis personas, y no era tarea fácil mantener a todo el mundo sano, bien alimentado y bajo techo a 5.400 metros —y ciento cincuenta kilómetros de la carretera más próxima—. Hall, sin embargo, era un intendente sin parangón, y además le gustaban los desafíos. En el campamento base se rodeaba de hojas de impresora donde se especificaban minuciosamente los detalles logísticos: menús, todo tipo de recambios, herramientas, medicinas, equipo de comunicaciones, programación de la carga y disponibilidad de los yaks. Ingeniero nato, Rob adoraba la infraestructura, la electrónica, los aparatitos de toda clase; pasaba el poco tiempo libre que tenía jugando con el sistema eléctrico de energía solar o leyendo ejemplares atrasados de
Popular Science
.

En la línea de George Leigh Mallory y la mayoría de los expertos en el Everest, la táctica de Hall consistía en sitiar la montaña. Los sherpas irían estableciendo hasta cuatro campamentos por encima del campamento base (saltando unos seiscientos metros de uno a otro) acarreando ingentes cantidades de comida, combustible y oxígeno de campamento en campamento, hasta tener todo el material necesario almacenado a 7.900 metros, en el collado Sur. Si todo salía conforme al ambicioso plan de Hall, el asalto a la cumbre se realizaría desde este campamento alto —el número cuatro— en el plazo de un mes.

Aunque los clientes no estábamos obligados a participar en las tareas de transporte de material
[13]
, tendríamos que efectuar repetidas incursiones más arriba del campamento base para aclimatarnos antes de intentar ir a la cima.

Rob anunció que la primera de estas salidas sería el 13 de abril y consistiría en una excursión de ida y vuelta al campo I, situado en la ceja de la Cascada de Hielo.

Pasamos la tarde del 12 abril (ese día cumplía yo cuarenta y dos años) preparando nuestro equipo. El campamento parecía un enorme rastro cuando desplegamos nuestras cosas entre los cantos rodados para clasificar la ropa, ajustar los cinturones de escalada, aparejar las cuerdas de seguridad y fijar crampones a nuestras botas (un crampón es una rejilla de puntas de acero de cinco centímetros que se afianza a la suela de la bota mediante correas y mejora la sujeción en hielo o nieve dura). Me sorprendió y preocupó ver que Stuart, Beck y Lou desempaquetaban unas flamantes botas alpinas que, según confesaron, apenas habían estrenado. Subir al Everest con un calzado tan nuevo era muy arriesgado: veinte años atrás yo había participado en una expedición con botas recién estrenadas, y aprendí en carne propia que unas botas rígidas y pesadas no sólo son incómodas, sino que provocan llagas en los pies.

Stuart, el joven cardiólogo canadiense, descubrió que sus crampones ni siquiera ajustaban en su calzado nuevo. Por suerte, tras hacer uso de su completísimo maletín de herramientas y aplicar bastante ingenio al problema, Rob inventó una correa especial con la que consiguió que los crampones se sostuvieran.

Mientras preparaba la mochila para el día siguiente, me enteré de que debido a condicionamientos familiares y profesionales, pocos de mis compañeros habían tenido la oportunidad de hacer más de una o dos escaladas durante el año anterior. Aunque todos parecían estar en soberbia forma física, las circunstancias los habían obligado a realizar la mayor parte de su preparación mediante espalderas, cintas de andar y otros aparatos, en vez de escalar picos. Eso me dio que pensar. La preparación física es un elemento esencial para el montañero, pero hay otros componentes igualmente importantes, ninguno de los cuales puede ejercitarse en un gimnasio.

Luego me dije a mí mismo que tal vez me estuviese pasando de esnob. En cualquier caso, era evidente que todos mis compañeros estaban tan excitados como yo ante la perspectiva de hincar sus crampones en una montaña de verdad.

Nuestra ruta hacia la cima seguiría el glaciar de Khumbu por la mitad inferior de la montaña. Desde la rimaya, que a 7.000 metros delimita su extremo superior, el gran río de hielo recorre cuatro kilómetros de una cuenca relativamente suave conocida como Cwm Occidental o Valle Occidental. A medida que el glaciar fue avanzando perezosamente sobre los bultos y hendiduras de los estratos subyacentes, se fracturó en innumerables quiebras longitudinales: las grietas de glaciar. Algunas eran lo bastante estrechas como para salvarlas de un salto; pero había otras, en cambio, que medían unos veinticinco metros de ancho, más de cien metros de profundidad y hasta casi medio kilómetro de longitud.

Las grietas más grandes representaban, sin duda, un obstáculo importante en plena ascensión, y si estaban ocultas bajo una capa de nieve, podían ser realmente peligrosas, pero la experiencia de años había convertido el problema del Cwm Occidental en algo predecible y manejable.

La Cascada de Hielo del Khumbu ya era harina de otro costal. Se trataba del punto de la ruta del collado Sur más temido por los escaladores; a una altitud superior a los 6.000 metros, donde el glaciar emergía del extremo inferior del valle, se precipitaba abruptamente por un declive. Era el tramo más complicado, técnicamente hablando, de todo el itinerario.

Se calcula que el movimiento del glaciar en la Cascada de Hielo es de noventa a ciento veinte centímetros diarios. Mientras patina intermitentemente por el escarpado terreno, la masa de hielo se parte en enormes bloques helados y tambaleantes conocidos como seracs, algunos del tamaño de un edificio de oficinas. Como la ruta serpenteaba entre centenares de esas torres inestables, cada travesía de la Cascada de hielo era un poco como jugar a la ruleta rusa: en un momento dado algún serac podía desmoronarse sin previo aviso, y sólo cabía confiar en no encontrarse debajo cuando eso sucediera. Desde 1963, cuando un compañero de Hornbein y Unsoeld llamado Jake Breitenbach fue aplastado por un serac, convirtiéndose en la primera víctima de la cascada, otros dieciocho alpinistas habían perecido allí.

El invierno anterior, como hizo en temporadas previas, Hall había consultado a los jefes de todas las expediciones previstas para la primavera y juntos habían acordado que un equipo en concreto se hiciera responsable de establecer y mantener una ruta para atravesar la Cascada de Hielo. Por ese trabajo, el equipo recibiría 2.200 dólares de cada uno de los demás expedicionarios al Everest. En los últimos años este esfuerzo mancomunado había sido aceptado con carácter casi general, pero no siempre fue así.

La primera vez que una expedición pensó en cobrar a otra por la travesía de ese tramo fue en 1988, cuando un grupo estadounidense que contaba con una fuerte subvención anunció que toda expedición que intentara seguir la ruta que ellos habían abierto debería desembolsar 2.000 dólares. Varios de los equipos que a la sazón estaban allí ese año, sin comprender que el Everest ya no era sólo una montaña sino también una mercancía, pusieron el grito en el cielo. Y quien más protestó por ello fue Rob Hall, que entonces dirigía un pequeño grupo neozelandés escaso de medios.

Hall se quejó de que los estadounidenses estaban «violando el espíritu del montañismo» y practicando una degradante forma de extorsión alpina, pero Jim Frush, el abogado que lideraba el grupo, no se dio por aludido. Finalmente, Hall aceptó de mala gana enviar un cheque a Frush y así pudo atravesar la Cascada de Hielo. (Frush diría más tarde que Hall nunca llegó a hacer efectivo el pagaré.)

No obstante, dos años después, Hall cambió radicalmente de postura y decidió que considerar la Cascada de Hielo como una carretera de peaje tenía su lógica. En efecto, de 1993 a 1995 él mismo se ofreció a marcar la ruta y cobrar el peaje.

En su siguiente expedición decidió no asumir personalmente la responsabilidad, y optó por pagar al jefe de otra expedición comercial
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—Mal Duff, un escocés veterano del Himalaya— para que hiciera el trabajo. Mucho antes de que nosotros llegásemos al campamento base, un equipo de sherpas contratados por Duff había abierto una senda en zigzag a través de los seracs, tendiendo casi dos kilómetros de cuerda e instalando unas sesenta escalas de aluminio sobre la superficie del glaciar. Las escalas pertenecían a un sherpa emprendedor del pueblo de Gorak Shep que hacía su agosto alquilándolas cada temporada.

Así pues, el sábado 13 de abril a las 4:45 me encontraba yo al pie de la famosa cascada, ajustándome los crampones bajo la media luz previa a la aurora.

Los viejos alpinistas que han sobrevivido a un sinfín de rasguños gustan de advertir a sus pupilos de que la vida depende de que uno sepa escuchar su «voz interior». Abundan las historias de tal o cual escalador que decidió permanecer en su saco de dormir tras haber detectado en el éter alguna vibración desfavorable, sobreviviendo así a una catástrofe que arrasó con aquellos que no supieron hacer caso de los augurios.

Yo no ponía en duda los beneficios de atender a cualquier pista subconsciente. Mientras esperaba a que Rob se pusiera en cabeza, el hielo emitió bajo mis pies una serie de sonoros crujidos, como si alguien partiera en dos unas ramas gruesas, y cada vez que las inquietas profundidades del glaciar soltaban un chasquido, yo daba un respingo. Lo cierto es que mi voz interior sonaba un poco a cagalera y nada más: me decía que yo estaba a punto de morir, pero eso se repetía siempre que me calzaba las botas de escalar. Por consiguiente, hice todo lo posible para desoír a mi histriónica imaginación y seguí a Rob por aquel misterioso laberinto azul.

Aunque nunca había estado en una cascada de hielo tan espantosa como la del Khumbu, sí había escalado muchas de ellas. Suelen tener pasos verticales o incluso desplomados que requieren considerable pericia con el piolet y los crampones. En la cascada del Khumbu no faltaban, desde luego, las paredes de hielo, pero todas ellas habían sido equipadas con escalas, cuerdas o ambas cosas, lo que hacía bastante superfluo el uso de las técnicas convencionales.

Pronto me di cuenta de que en el Everest ni siquiera la cuerda —la herramienta quintaesencial del escalador— debía emplearse del modo avalado por una larguísima tradición. Normalmente, un escalador va unido a uno o dos compañeros mediante una cuerda de cincuenta metros, de modo que cada persona es responsable directa de la vida de las otras; la cordada es, pues, un acto íntimo y peligroso. En la cascada, por el contrario, la conveniencia dictaba que cada cual trepase de forma independiente, sin estar físicamente unido a nadie de una manera u otra.

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