Mal de altura (16 page)

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Authors: Jon Krakauer

Tags: #Aventuras, Biografía, Drama

BOOK: Mal de altura
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Esa misma noche, el periodista Billy Norwich organizó una fiesta de despedida para Pittman en Nell's, un restaurante de Manhattan. La lista de invitados incluía a Bianca Jagger y Calvin Klein. Aficionada a los trapos, Sandy apareció con un equipo de escalada sobre el vestido de noche, incluidos piolet, crampones y una bandolera con mosquetones.

A su llegada al Himalaya, Pittman parecía empeñada en observar los cánones de la alta sociedad. Durante la aproximación al campamento base, un joven sherpa llamado Pemba le recogía cada mañana el saco de dormir y le hacía la mochila. Cuando Pittman llegó a primeros de abril al pie del Everest con el resto del grupo de Fischer, su voluminoso equipaje incluía una montaña de recortes de prensa sobre sí misma para repartir entre los acampados. A los pocos días empezaron a llegar carteros sherpa con paquetes para ella, enviados al campamento base vía DHL Worldwide Express: entre otras cosas, contenían los últimos números de
Vogue, Vanity Fair, People o Allure
. Los sherpas alucinaban con los anuncios de lencería, y las muestras de perfume de las revistas les daban mucha risa.

El de Fischer era un grupo muy bien conjuntado; la mayoría de los compañeros de Pittman supieron tomarse bien sus extravagancias; no tuvieron problemas para aceptarla dentro de su círculo. «Sandy podía agotarte porque necesitaba ser el centro de atención y siempre estaba hablando de sí misma —recuerda Jane Bromet—, pero no era una persona negativa ni hacía que decayera el ánimo del grupo. Casi siempre se mostraba dinámica y optimista».

Sin embargo, algunos alpinistas consumados que no pertenecían a su grupo tenían a Pittman por una diletante con ganas de lucirse. A raíz de su abortado intento de escalar el Everest por la cara del Kangshung, un espot televisivo para Vaseline Intensive Care (el principal patrocinador de la expedición) fue objeto de grandes burlas por parte de montañeros entendidos porque en él se anunciaba a Pittman como una «escaladora de primera clase». Pero Pittman nunca había hecho semejante afirmación; a decir verdad, en un artículo para
Men 's Journal
subrayaba que «no pretendo comparar mis aptitudes de buena aficionada con su categoría mundial», refiriéndose a Breashears, Lowe, Swenson y Blanchard.

Sus eminentes compañeros no hicieron ningún comentario despectivo acerca de Pittman, al menos en público. En realidad, después de la expedición de 1994, Breashears y ella se hicieron muy amigos, y Swenson la defendió repetidas veces de las críticas que recibía. «Mírame —había dicho Swenson en una fiesta celebrada en Seattle recién llegados del Everest—, puede que Sandy no sea muy buena escalando, pero en la Cara del Kangshung supo reconocer sus limitaciones. Es cierto que fuimos nosotros, Alex, Barry, David y yo, quienes llevamos la delantera y fijamos toda la cuerda, pero ella colaboró a su manera, aportando una actitud positiva, consiguiendo fondos y hablando con los medios informativos».

Sin embargo, a Pittman no le faltaban detractores. Muchas personas se sentían ofendidas por su inexcusable ostentación de riqueza y por la desvergüenza con la que chupaba plano. Como escribió Joanne Kaufman en el
Wall Street Journal
:

La señora Pittman era conocida en ciertos círculos elevados como escaladora social, que no de montañas. Ella y el señor Pittman eran habituales de todas las soirées políticamente correctas y tema central de todos los cotilleos de sociedad. «Sandy Pittman les sacaba a los famosos todo el jugo que podía —afirma un ex socio del señor Pittman que insistió en conservar el anonimato—. Lo que le interesa es la publicidad. Si tuviera que hacerlo anónimamente, dudo que se dedicara a escalar montañas».

Con justicia o sin ella, sus censores veían en Pittman el epítome de todo lo negativo que conllevaba la popularización de las Siete Cimas y el subsiguiente envilecimiento de la montaña más alta del mundo. Pero Pittman, aislada por su dinero, su cohorte de sirvientes y su inquebrantable ombliguismo, era ajena al resentimiento y la burla que inspiraba; tanto como la despreocupada Emma de Jane Austen.

CAMPAMENTO II
- 28 de abril de 1996 -
6.500 metros

Nos contamos historias para poder vivir […] Buscamos un sermón en el suicidio, una moraleja en el asesinato múltiple. Interpretamos lo que vemos, seleccionamos la más factible de entre las múltiples opciones. Vivimos enteramente condicionados, sobre todo los escritores, por la imposición de una línea narrativa sobre imágenes dispares, por las ideas con que hemos aprendido a congelar la cambiante fantasmagoría que es nuestra experiencia.

Joan Didion

The White Album

Yo ya había abierto los ojos cuando el despertador de mi reloj empezó a sonar a las cuatro de la mañana; llevaba en vela casi toda la noche pugnando por respirar aquel aire enrarecido, y ahora llegaba la hora del temido ritual de abandonar el calor de mi nicho de pluma y salir al penetrante frío de los 6.500 metros. Dos días antes —el viernes 26 de abril— nos habíamos trasladado del campamento base al campamento II en una sola y larga jornada, a fin de realizar nuestra tercera y última salida de aclimatación antes del ataque a la cima. Esa mañana, según el plan de Rob, subiríamos hasta el campamento III y pasaríamos la noche a 7.300 metros.

Rob nos había pedido que estuviéramos listos a las 4:45 en punto, lo que me daba el margen justo para vestirme, tragar una chocolatina y un poco de té y ajustar los crampones. Iluminando con mi frontal el termómetro prendido a la chaqueta que había usado como almohada, vi que dentro de la tienda de dos plazas estábamos a 22 grados bajo cero.

—¡Doug! —grité en dirección al bulto ovillado en el saco de dormir contiguo al mío—. Es la hora. ¿Estás despierto?

—¿Despierto, dices? —respondió en tono de fastidio—. ¿Es que crees que he conseguido dormir? Estoy hecho una mierda. Me parece que tengo algo en la garganta. Tío, yo ya estoy viejo para estos trotes.

Por la noche, nuestras fétidas emanaciones se habían condensado en la tela de la tienda formando una fina funda interior de escarcha; cuando me puse a buscar mis cosas a tientas, me fue imposible no rozar las paredes de nailon, y cada vez que eso pasaba se producía una especie de ventisca dentro de la tienda y todo se cubría de cristales de hielo. Tiritando descontroladamente, me puse tres capas de peluda ropa interior de polipropileno y un escudo exterior de nailon a prueba de viento. Luego me calcé las duras botas de plástico. Cada vez que tiraba de los cordones me encogía de dolor; desde hacía dos semanas, las agrietadas yemas de mis dedos habían ido deteriorándose cada vez más por culpa del frío.

Dejé atrás el campamento siguiendo los pasos de Rob y Frank, marchando hacia las torres de hielo y los cantos rodados hasta alcanzar el cuerpo principal del glaciar. Ascendimos durante dos horas por una pendiente de una inclinación similar a una pista de esquí para principiantes y por último llegamos a la rimaya en el extremo superior del glaciar del Khumbu. Allí mismo se elevaba la cara del Lhotse, un vasto mar de hielo oblicuo que brillaba cual un cromado sucio a la luz sesgada del amanecer. Como suspendida del cielo, una solitaria cuerda de nueve milímetros bajaba en zigzag por la helada inmensidad como si nos animara a subir al cielo. Tomé la punta, ajusté mi jumar a la soga ligeramente deshilachada y empecé a escalar.

Desde que habíamos salido del campamento no había conseguido quitarme el frío de encima. En previsión del horno solar que había visto producirse casi cada mañana cuando el sol calentaba el Cwm Occidental, me había quedado sólo con la ropa interior debajo de la chaqueta. Pero esta vez la temperatura no acababa de subir a causa de un gélido viento racheado que soplaba desde lo alto, con lo cual la temperatura no subía de los 40 grados bajo cero. Yo llevaba un jersey extra en mi mochila, pero antes de ponérmelo tenía que quitarme los guantes, la mochila y la chaqueta contra la ventisca mientras colgaba de la cuerda fija. Temeroso de que alguna de estas cosas se me cayera, decidí esperar hasta que llegase a una parte menos empinada de la pared donde pudiera mantener el equilibrio sin quedar suspendido en el aire. Así que continué escalando… y cogiendo cada vez más frío.

El viento levantaba grandes polvaredas de nieve que bajaban por la ladera como espumosas rompientes, cubriendo de escarcha mi ropa. En las gafas se me formó un caparazón de hielo que me impedía ver bien. Empecé a perder sensibilidad en los pies. Los dedos se me volvieron de corcho. Parecía cada vez más peligroso seguir en esas condiciones. Estaba a 7.000 metros de altura e iba en cabeza, quince minutos por delante del guía Mike Groom; decidí esperarlo y comentárselo, pero poco antes de que me diera alcance, oí la voz de Rob en la radio que Mike llevaba dentro del anorak. «¡Rob dice que todo el mundo abajo! —exclamó Mike momentos después, a voz en grito para hacerse oír en medio de aquella ventolera—. ¡Vámonos de aquí!»

Hacia el mediodía estábamos en el campamento II evaluando los daños. Yo me sentía cansado, pero, por lo demás, bien. John Taske, el médico australiano, tenía los dedos de la mano ligeramente tiesos a causa del frío. Doug, por el contrario, había sufrido lesiones importantes. Al quitarse las botas descubrió que varios dedos de los pies presentaban principio de congelación. En 1995, también en el Everest, Doug había sufrido el mismo problema, hasta el punto de perder parte del tejido de un dedo gordo; tenía problemas de circulación y se había vuelto muy susceptible al frío. Este nuevo contratiempo le haría más vulnerable aún a las duras condiciones atmosféricas del tramo alto de la montaña.

Peor si cabe era la lesión que había sufrido en el tracto respiratorio. Menos de dos semanas antes de partir hacia Nepal se había sometido a una intervención quirúrgica poco importante, que sin embargo le había dejado la tráquea en un estado de gran sensibilidad. Al parecer, la inhalación del aire cáustico y nevado de la mañana le había helado la laringe.

—La he jodido —graznó Doug en un susurro apenas audible—. No puedo ni hablar. Para mí, la aventura ha terminado.

—No te borres de la lista, Douglas —dijo Rob—. Espera a ver cómo te encuentras dentro de un par de días. Eres un tío duro, y creo que en cuanto te repongas conservarás bastantes números para llegar a la cumbre.

Nada convencido, Doug se fue a nuestra tienda y se metió en el saco de dormir. Era duro verlo tan desanimado. Nos habíamos hecho buenos amigos y él siempre estaba dispuesto a compartir conmigo todo lo que había aprendido en su fallido intento del año anterior. Yo llevaba colgada del cuello una piedra Xi —un amuleto budista consagrado por el lama del monasterio de Pangboche que Doug me había regalado al inicio de la expedición. Tenía tantas ganas de que él llegara a la cima como de que yo también lo hiciese.

El campamento quedó sumido en una atmósfera de desaliento durante el resto del día. Aun sin dar rienda suelta a toda su cólera, la montaña nos había hecho bajar corriendo a ponernos a salvo. Y no era nuestro equipo el único que estaba escarmentado. La moral parecía pasar horas bajas en muchas de las otras expediciones presentes.

El mal humor pudo apreciarse claramente en la discusión que enfrentó a Hall con los jefes de las expediciones surafricana y taiwanesa acerca de quién se responsabilizaba de fijar los casi dos mil metros de cuerda y equipar la ruta por la cara del Lhotse. A finales de abril se habían colocado ya varios cabos entre la cabecera del Valle y el campamento III, a media ascensión. Para acabar de arreglarlo, Hall, Fischer, Ian Woodall, Makalu Gau y Todd Burleson (el estadounidense que lideraba la expedición Alpine Ascents) habían acordado que el 26 de abril uno o dos miembros de cada equipo colaboraran para poner cuerdas en el resto de la cara, el trecho entre el campamento III y el campamento IV, a 7.900 metros de altitud, pero la cosa no había salido bien.

Cuando los sherpas Ang Dorje y Lhakpa Chhri, del equipo de Hall, el guía Anatoli Boukreev, del equipo de Fischer, y un sherpa del equipo de Burleson partieron del campamento II la mañana del 26 de abril, los sherpas de los equipos surafricano y taiwanés que debían sumarse a ellos se quedaron en sus sacos negándose a cooperar. Esa tarde, cuando Hall llegó al campamento II y se enteró de lo ocurrido, llamó inmediatamente por radio a fin de averiguar por qué no se había seguido el plan. El sherpa Kami Dorje, sirdar del equipo taiwanés, se disculpó y prometió enmendar el problema. Sin embargo, cuando Hall tuvo a Woodall en antena, el impenitente jefe de la expedición surafricana le respondió con una sarta de obscenidades e insultos.

«No perdamos la educación, amigo —le imploró Hall—. Creía que habíamos llegado a un acuerdo». Woodall replicó que sus sherpas se habían quedado en la tienda sencillamente porque nadie había ido a despertarlos y decirles que necesitaban su ayuda. Hall le espetó que Ang Dorje había intentado despertarlos, varias veces, pero que ellos habían hecho caso omiso.

Fue entonces cuando Woodall afirmó: «No sé quién es un mentiroso de mierda, si tú o tu sherpa». Acto seguido amenazó con enviar un par de sherpas suyos para «ajustarle las cuentas» a Ang Dorje a puñetazo limpio.

Dos días después de tan desagradable diálogo, el mal ambiente entre nuestro equipo y los surafricanos apenas si había cambiado. Y a todo ello se sumaban las noticias que llegaban al campamento II sobre el estado de Ngawang Topche. Mientras seguía empeorando por momentos incluso a baja altitud, los médicos diagnosticaron que su enfermedad no era simplemente un edema, sino que se había complicado por una tuberculosis u otra dolencia pulmonar anterior. Los sherpas, sin embargo, daban otra interpretación: creían que uno de los escaladores de Fischer provocaba la ira del Everest —Sagarmatha, la diosa del cielo— y que la montaña se había vengado en la persona de Ngawang.

El escalador en cuestión había iniciado una aventura con una integrante de una expedición al Lhotse. Puesto que en los confines del campamento base la intimidad está descartada, las citas amorosas que habían tenido lugar en la tienda de aquella mujer fueron advertidas por otros miembros de su equipo, especialmente los sherpas, que se sentaban junto a la tienda durante los encuentros señalando y haciendo burla. «X e Y están mojando, están mojando», decían entre risas, al tiempo que parodiaban el acto sexual metiendo un dedo en el puño.

Pero los sherpas, pese a las carcajadas (por no hablar de sus propios hábitos concupiscentes), desaprobaban de forma taxativa las relaciones sexuales entre parejas no casadas en las divinas faldas del Sagarmatha. Cuando el tiempo empeoraba, siempre había algún sherpa que señalaba hacia las nubes y declaraba muy serio: «Alguien ha estado mojando. Trae mala suerte. Ya viene la tormenta».

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