Al observar esas enormes y sobrecogedoras redes interconectadas y tan bien trabadas entre sí, cuesta no admirarse de la versatilidad del cuerpo humano y de su capacidad para realizar actos casi alquímicos desde tantos puntos de partida diferentes. Sería muy fácil elegir uno cualquiera de los elementos de estos inmensos sistemas entrelazados y atribuirle de forma obcecada una supuesta importancia singular, quizá porque está muy presente en el diagrama, o quizá porque figura muy poco pero parece cumplir una función singularmente importante en un punto clave. Sería muy fácil, repito, suponer que si tuviéramos más cantidad de ese elemento en concreto, la función en cuestión sería desempeñada con mayor eficiencia.
Sin embargo, como ocurre con todos los sistemas entrelazados de tan grandes dimensiones —como las sociedades, por ejemplo, o las corporaciones empresariales—, una intervención en un punto de su estructura puede tener consecuencias del todo inesperadas: hay mecanismos de retroalimentación y de compensación, por ejemplo. Las tasas de variación en un área localizada pueden verse limitadas por factores bastante imprevistos que son completamente ajenos a aquello que tratamos de alterar en ese momento, y los excesos de una determinada cosa en un lugar concreto pueden distorsionar las vías y los flujos habituales, y producir resultados contraintuitivos.
La teoría que subyace a la idea de que los antioxidantes son buenos para nosotros es la «teoría del envejecimiento atribuido a los radicales libres». Los radicales libres son altamente reactivos desde el punto de vista químico, como también lo son otras muchas cosas en nuestro organismo. A menudo, esa reactividad se dedica a buenos usos. Por ejemplo, si tenemos una infección y algunas bacterias dañinas están presentes en nuestro cuerpo, es posible que una célula fagocítica de nuestro sistema inmunológico acuda a la llamada, identifique aquellas bacterias como intrusas, construya una potente pared en torno a tantas de ellas como pueda, y las acribille a radicales libres destructivos. Los radicales libres son, en esencia, como la lejía, y ese proceso se parece mucho al que se desencadena cuando arrojamos lejía por el inodoro. Una vez más, se demuestra que el cuerpo humano es más inteligente que cualquier persona a la que conozcan.
Pero, si actúan en los lugares equivocados, los radicales libres pueden dañar componentes deseables de nuestras células. Pueden dañar, por ejemplo, el revestimiento de nuestras arterias, y pueden dañar el ADN. Y un ADN dañado puede acabar provocando envejecimiento o cáncer, entre otras cosas. Por ese motivo, se ha llegado a sugerir que los radicales libres son responsables tanto del envejecimiento en general como de diversas enfermedades. Ésa es una teoría y puede que sea correcta o que no lo sea.
Los antioxidantes son compuestos que pueden «barrer» (y que barren) esos radicales libres reaccionando con ellos. Si se fijan en el ingente entramado de diagramas de flujo que muestran cómo se metabolizan sucesivamente todas las moléculas de una forma en otra en nuestro organismo, podrán ver que esto tiene lugar por todos los rincones de éste.
La teoría según la cual los antioxidantes tienen efectos protectores es una hipótesis distinta de (aunque basada en) la teoría que atribuye efectos nocivos a los radicales libres. Según el primero de esos argumentos, si los radicales libres son peligrosos y si en los diagramas generales vemos que los antioxidantes participan en la neutralización de aquéllos, entonces ingerir más antioxidantes tiene que ser bueno para nosotros y debe servir para invertir o, al menos, ralentizar el envejecimiento y prevenir enfermedades.
Como teoría, esta hipótesis presenta una serie de problemas. En primer lugar, ¿quién ha dicho que los radicales libres sean siempre malos? Razonando exclusivamente desde la teoría y a partir de los diagramas, siempre podremos combinar toda clase de factores y servirlos al público como si lo que decimos tuviera sentido. Pero, como he explicado hace un momento, los radicales libres son vitales para que nuestro organismo mate las bacterias fagocitadas por nuestros glóbulos blancos. ¿Significa eso que deberíamos montar un negocio de venta de una dieta
libre
de antioxidantes para personas aquejadas de infecciones bacterianas?
En segundo lugar, por el simple hecho de que los antioxidantes intervengan en una función buena, ¿por qué el consumo incrementado de los mismos iba a hacer más eficiente ese proceso positivo? Sé que tiene sentido superficialmente, pero también lo tienen muchas otras cosas… y eso es lo verdaderamente interesante de la ciencia (y de esta historia en particular). A veces, los resultados finales no son ni mucho menos los que cabía esperar en un principio. Es posible que el exceso de antioxidantes sea excretado por el organismo sin más, o que éste los convierta en otra cosa. Quizá se quedan ahí, en algún lugar de nuestro cuerpo, sin hacer nada porque no resultan necesarios. A fin de cuentas, medio depósito de combustible sirve igual que un depósito lleno cuando de lo que se trata es de ir en coche de una punta a otra de la ciudad. O, tal vez, si acumulamos una cantidad inusualmente grande de antioxidantes en nuestro cuerpo sin que hagan nada en él, puede que no se limiten a no hacer nada. Puede que actúen perjudicialmente. Eso sí que sería dar un sorprendente giro de 180 grados a la teoría, ¿verdad?
Había otro par de razones por las que la teoría de los antioxidantes parecía una buena idea hace veinte años. Para empezar, cuando tomamos una imagen congelada de la sociedad, vemos que las personas que comen muchas frutas y verduras frescas tienden a vivir más años y a tener menos problemas de cáncer y cardiopatía. Y en la fruta y en la verdura hay muchos antioxidantes (aunque también hay muchas otras cosas en ellas, y, como es lógico suponer, también hay otros muchos factores saludables en el modo de vida de las personas que ingieren frutas y verduras frescas en grandes cantidades, como pueden ser qué tipo de empleos tienen, su consumo de alcohol, etc.).
De manera parecida, si tomamos una instantánea de las personas que consumen pastillas con suplementos de antioxidantes, comprobaremos que, en muchos casos, son gente más sana o que vive más años. Pero, una vez más (y pese al afán de los nutricionistas en ignorar este hecho), estaríamos hablando simplemente de una imagen distorsionada
a posteriori
, pues veríamos en ella a personas que ya han optado de antemano por tomar pastillas de complementos vitamínicos, por ejemplo. Son, pues, personas que tienen más probabilidades de preocuparse por su salud y que, por tanto, difieren de la población en general —y, quizá, de ustedes mismos— en otros muchos sentidos que van más allá de su consumo de complejos vitamínicos. Es posible que hagan más ejercicio, que cuenten con más apoyos sociales, que fumen y beban menos, etc.
En cualquier caso, lo cierto es que los indicios empíricos iniciales a favor de los antioxidantes fueron efectivamente prometedores, y no se limitaron a meros datos observacionales sobre nutrición y salud. También se apreciaron algunos resultados en sangre muy seductores para los especialistas. En 1981, Richard Peto (uno de los epidemiólogos más famosos del mundo, y que comparte el mérito por haber descubierto que fumar causa el 95 % de los cánceres de pulmón) publicó un artículo muy importante en
Nature
. Peto revisó una serie de estudios que, al parecer, mostraban una relación positiva entre la presencia de unos niveles elevados de β-caroteno en el organismo (estamos hablando de un antioxidante presente en una dieta alimenticia normal) y la reducción del riesgo de padecer cáncer.
Entre estas pruebas empíricas se incluían algunos «estudios de control de casos», en los que se había comparado a personas
con
diversos tipos de cáncer con personas
sin
cáncer (aunque agrupadas por edad, clase social, sexo, etc.), y en los que se había hallado que los sujetos sin cáncer evidenciaban niveles más elevados de carotenos en plasma. También había «estudios prospectivos de cohortes», en los que se había clasificado a las personas según su nivel de carotenos en plasma al inicio del estudio, antes de que ninguna de ellas hubiera desarrollado cáncer, y luego se les había hecho un seguimiento durante muchos años. Estos segundos estudios mostraron que, en el grupo con los menores niveles de carotenos en plasma, la incidencia del cáncer de pulmón era el doble que en el grupo con los niveles más elevados. Daba la impresión, pues, de que tener más de estos antioxidantes podía ser algo bueno.
Por su parte, otros estudios similares habían mostrado que unos niveles más altos en plasma de la antioxidante vitamina E se relacionaba con unos niveles más reducidos de enfermedades cardiacas. Se sugirió entonces que la cantidad de vitamina E en el organismo explicaba buena parte de las variaciones observadas en los niveles de incidencia de las cardiopatías isquémicas en diferentes países europeos: precisamente aquella parte que no podía explicarse por las diferencias de niveles de colesterol en plasma o de tensión arterial.
Pero el director de
Nature
fue cauto. En el artículo de Peto se incluyó esta nota al pie:
Los lectores desprevenidos (suponiendo que los haya) no deberían tomarse el artículo que aquí se acompaña como una indicación de que el consumo de grandes cantidades de zanahorias (o de otras fuentes de β-caroteno que podemos encontrar en nuestra dieta) nos proteja necesariamente frente al cáncer.
Aquélla fue una nota clarividente.
El sueño de los antioxidantes, frustrado
Digan lo que digan los estridentes terapeutas alternativos, los médicos y los académicos están interesados en perseguir pistas que puedan resultar fructíferas, y las hipótesis prometedoras como la hasta aquí expuesta (capaces, potencialmente, de salvar millones de vidas) no se toman a la ligera. Estos estudios fueron seguidos y puestos a prueba con multitud de grandes ensayos sobre los efectos de las vitaminas llevados a cabo en todo el mundo. Tan febril actividad al respecto se enmarcaba también en un importante contexto cultural imposible de ignorar: eran los días finales de la era dorada de la medicina. Antes de 1935, no existían demasiados tratamientos eficaces: teníamos la insulina, el hígado (para la anemia por déficit de hierro) y la morfina (una droga con un atractivo bastante tramposo, por no decir otra cosa). Pero, en muchos aspectos, los médicos eran profesionales bastante inútiles. De pronto, sin embargo, entre 1935 y 1975, aproximadamente, de la ciencia empezó a manar una cascada constante de milagros.
Casi todo lo que relacionamos con la medicina moderna sucedió en aquellos años: tratamientos como los antibióticos, la diálisis, los trasplantes, los cuidados intensivos, la cirugía cardíaca, la práctica totalidad de fármacos de los que hayan oído hablar, y muchas más cosas. Además de los tratamientos milagrosos, lo que realmente estábamos descubriendo por aquel entonces eran aquellos neutralizadores simples, directos y ocultos hasta aquel momento, por los que los medios aún suspiran en sus titulares. Fumar, para auténtica sorpresa de todos (entendido como factor de riesgo separado), resultó ser la causa de casi todos los cánceres de pulmón. Y gracias a un trabajo de investigación verdaderamente valiente y subversivo, se demostró que el amianto provocaba mesotelioma.
Los epidemiólogos de la década de 1980 actuaban llevados de aquella inercia previa y estaban convencidos de que iban a encontrar causas relacionadas con nuestro estilo de vida para las principales enfermedades de la humanidad. Su disciplina —la misma que había adquirido su impulso inicial cuando, en 1854, John Snow retiró la manivela de la bomba de agua de Broad Street, poniendo así fin a aquel foco de la epidemia del cólera de Soho mediante la simple interrupción del suministro de agua contaminada (en realidad, la cosa fue un poco más compleja, pero ahora no tenemos tiempo para extendernos en detalles)— estaba por fin aplicando todo su potencial. Iban a detectar un número cada vez mayor de aquellas correlaciones (entre un factor de exposición y una enfermedad) y, en la febril imaginación de aquellos especialistas, bastarían unas simples intervenciones y consejos de advertencia para salvar naciones enteras. Ese sueño, sin embargo, no llegó a realizarse en su mayor parte, pues las cosas resultaron ser un poco más complejas de lo esperado.
Tras la publicación de ese artículo de Peto, se organizaron dos grandes ensayos sobre antioxidantes (lo que desmiente a los nutricionistas cuando afirman que nunca se estudian las vitaminas porque no se pueden patentar: en realidad, ha habido muchos ensayos de ese tipo, aun cuando la industria de los suplementos alimenticios, cuyo volumen mundial de negocio ha sido estimado en más de 50.000 millones de dólares según un informe, rara vez se digna a financiarlos).
[2]
Uno fue en Finlandia, donde se reclutó a 30.000 participantes con riesgo alto de desarrollar cáncer de pulmón, que fueron luego «aleatorizados» para recibir β-caroteno, vitamina E, ambas cosas o ninguna de ellas. Pues bien, no sólo hubo más casos de cáncer de pulmón entre las personas que recibieron los suplementos (supuestamente protectores) de β-caroteno en comparación con las que recibieron el placebo, sino que, además, este grupo de personas receptoras de vitaminas experimentó un número total de fallecimientos más elevado, a causa tanto del cáncer de pulmón como de las cardiopatías.
[3]
Los resultados del otro ensayo se revelaron casi peores. Fue el denominado «Ensayo de la Eficacia del Caroteno y el Retinol», o «CARET», por sus siglas en inglés, que se pronuncian como
carrot
, «zanahoria», en honor al alto contenido en β-caroteno de dicha hortaliza. Es interesante señalar, ya que estamos en ello, que las zanahorias fueron la fuente de uno de los grandes golpes de desinformación producidos durante la Segunda Guerra Mundial, en un momento en el que los alemanes no lograban entender cómo nuestros pilotos podían divisar sus aviones desde grandes distancias, incluso en la oscuridad. Para impedir que siguieran intentando averiguar si habíamos inventado algo inteligente como el radar (que sí habíamos inventado), los británicos urdieron un elaborado y absolutamente falso rumor nutricionista. Los carotenos de las zanahorias, explicaron, son transportados al ojo y convertidos allí en retinal, que es la molécula que permite que nuestra vista detecte la luz. Esto es básicamente cierto y no deja de ser un mecanismo verosímil, como tantos otros que ya hemos visto. Así que, según la historia que se hizo correr desde el bando británico (sin duda, entre grandes carcajadas de aquellos bigotudos de la RAF), lo que habíamos estado haciendo era dar de comer a los nuestros grandes platos de zanahorias, con el feliz efecto que se podía observar.