Así que me dirijo ahora directamente a usted, profesor Patrick Holford. Si discrepamos sobre algún tema de pruebas o evidencias empíricas, no diga que la industria farmacéutica le tiene manía, no presente quejas, no me remita comunicaciones judiciales, no vaya clamando airado por ahí que las dudas deberían remitirse al científico cuyo trabajo (perfectamente válido en principio) usted está interpretando exageradamente (como creo que he demostrado), no responda a una pregunta distinta de la que se le ha planteado ni utilice cualquier otro recurso teatral. En vez de todo eso, le estaría muy agradecido si pudiera recibir de usted una aclaración propia de un profesor universitario, lisa y llanamente.
No es tan complicado. O es aceptable seleccionar ventajosamente las pruebas sobre, por ejemplo, los efectos de la vitamina E, o no lo es. O es razonable extrapolar conclusiones sobre los enfermos de sida a partir de datos de laboratorio sobre células contenidas en una placa, o no lo es. Y así sucesivamente. Si alguien ha cometido errores, bien podría simplemente reconocerlos y corregirlos. Yo siempre estaré encantado de hacerlo y, en realidad, lo he hecho ya en múltiples ocasiones y a propósito de muchos temas, y no he sentido que fuera un gran desprestigio para mí.
Yo acepto muy bien que otras personas cuestionen mis ideas. Eso me ayuda a perfeccionarlas.
El doctor le demandará enseguida
Este capítulo no figuraba en la edición original del libro, porque durante quince meses, hasta septiembre de 2008, el empresario de las pastillas de vitaminas Matthias Rath había interpuesto una querella contra mí y otra contra el
The Guardian
por difamación. Esa estrategia le ha acabado reportando un éxito desigual. Pese a todo lo que los nutricionistas puedan fantasear en público acusando a cualquiera que los critique de ser una especie de peón al servicio de las grandes farmacéuticas, lo cierto es que, en privado, harían bien en recordar que, como muchas personas de mi edad que trabajamos en el sector público, yo no tengo siquiera un piso en propiedad. El
The Guardian
tuvo la generosidad de pagar los abogados y, en septiembre de 2008, Rath retiró la demanda y fue obligado a pagar las costas del proceso: más de 500.000 libras en total. Rath ha pagado ya 220.000, y es de esperar que pronto abone el resto. Eso sí, nadie me compensará por las interminables reuniones, el tiempo que no pude dedicar al trabajo o los días que este caso me ha tenido enfrascado estudiando en mesas inundadas de documentos judiciales relacionados entre sí por un sinfín de referencias cruzadas.
Sobre este último punto, sin embargo, he de admitir que todo esto me ha permitido obtener un pequeño consuelo que expondré a modo de moraleja de cuento: ahora sé más sobre Matthias Rath que casi ninguna otra persona viva. Mis notas, referencias y declaraciones testimoniales, guardadas en cajas aquí, en la habitación en la que me encuentro sentado ahora mismo, forman una pila tan alta como el hombre protagonista de las mismas, y lo que escribiré a continuación no es más que una minúscula fracción de la historia completa que aún está pendiente de redactarse sobre él. El presente capítulo, quiero mencionarlo también, está disponible en internet y de forma gratuita para quien desee leerlo.
Matthias Rath nos aparta groseramente de ese distanciamiento contenido y casi académico mantenido a lo largo de este libro. En la mayoría de estos capítulos, nos hemos interesado por las consecuencias intelectuales y culturales de la mala ciencia, los hechos inventados en los periódicos de tirada nacional, las prácticas académicas dudosas en las universidades, la venta insensata de pastillas y otras cosas por el estilo. Pero ¿qué sucede cuando tomamos estos juegos de manos, estas técnicas de marketing de píldoras, y las trasplantamos fuera de nuestro contexto occidental hedonista para implantarlas en lugares y situaciones donde todo eso importa de verdad?
En un mundo ideal, eso sólo sería un ejercicio de imaginación. Nada más lejos de la mera anécdota que el sida. 25 millones de personas han muerto ya de esa enfermedad (tres millones de ellas sólo en el año pasado) y 500.000 de esos fallecidos eran niños. En Sudáfrica, mata a 300.000 personas cada año: es decir, 800 personas al día, o una cada dos minutos. Estamos hablando de un país que tiene 6,3 millones de personas seropositivas, incluido el 30 % de todas las mujeres embarazadas. Hay 1,2 millones de niños (menores de 17 años) huérfanos por el sida. Y lo más estremecedor de todo es que este desastre ha aparecido de repente y mientras nosotros contemplábamos la escena sin hacer nada: en 1990, sólo el 1 % de la población adulta sudafricana era seropositiva. Diez años más tarde, esa cifra se había elevado hasta el 25 %.
Es difícil dar una respuesta emocional ante la crudeza de las cifras, pero hay algo en lo que creo que todos estaríamos de acuerdo. Si tuviéramos que adentrarnos en una situación donde la presencia de la muerte, el sufrimiento y la enfermedad es tal, nos andaríamos con mucha cautela y nos aseguraríamos de saber de qué hablamos y de ponderar mucho nuestras palabras antes de pronunciarlas. A juzgar por las razones que leerán a continuación, sospecho que Matthias Rath erró (y por mucho) ese cálculo.
Vaya por delante que este hombre es responsabilidad nuestra. Nacido y criado en Alemania, Rath era director de Investigación Cardiovascular en el Instituto Linus Pauling de Palo Alto (California), y ya por entonces denotaba cierta tendencia hacia los gestos grandilocuentes, como cuando publicó un artículo en el
Journal of Orthomolecular Medicine
en 1992 titulado «A Unified Theory of Human Cardiovascular Disease Leading the Way to the Abolition of this Disease as a Cause for Human Mortality» [Una teoría unificada de la enfermedad cardiovascular humana que muestra el camino a la abolición de esa enfermedad como factor de mortalidad humana]. La teoría unificada en cuestión consistía en dosis elevadas de vitaminas.
Sus ventas en Europa le proporcionaron una base desde la que expandirse a otros mercados. Vendía sus píldoras empleando tácticas que a ustedes les resultarán ya muy familiares a estas alturas del libro, aunque con métodos ligeramente más agresivos. En el Reino Unido, sus anuncios aseguraban que «el 90 % de los pacientes que reciben quimioterapia para tratar el cáncer fallecen a los pocos meses de iniciar el tratamiento», y sugerían que, si se dejaba de tratar a esos pacientes con la medicina convencional, se podrían salvar tres millones de vidas. Según Rath, la industria farmacéutica estaba dejando deliberadamente que murieran muchas personas a cambio de un beneficio económico. Los tratamientos contra el cáncer eran «compuestos venenosos» en los que no había «siquiera un solo tratamiento eficaz».
La decisión de embarcarse en un tratamiento contra el cáncer puede ser la más difícil que un individuo o una familia pueda tomar y representa un equilibrio precario entre los beneficios bien documentados del mismo y sus igualmente bien documentados efectos secundarios. Anuncios como el aquí comentado pueden influir fuertemente en nuestra conciencia si, por ejemplo, nuestra madre acaba de perder todo el cabello a consecuencia de la quimioterapia con la esperanza de mantenerse con vida el tiempo suficiente para llegar a oír hablar a nuestro hijo pequeño.
En Europa se produjo una limitada respuesta regulatoria, pero fue, por lo general, tan débil como la que han superado con facilidad otros personajes de los mencionados en este libro. La Autoridad de Estándares Publicitarios británica criticó uno de sus anuncios en el Reino Unido, pero eso es todo lo que, en esencia, puede hacer dicha autoridad. Rath fue obligado por un tribunal berlinés a dejar de afirmar que sus vitaminas podían curar el cáncer, si no se quería enfrentar a una multa de 250.000 euros.
Pero las ventas iban viento en popa y Matthias Rath continúa teniendo muchos seguidores en Europa, como podrán comprobar en breve. Así que se introdujo en Sudáfrica acompañado de todos los elogios, acompañado de la confianza en sí mismo y la riqueza que había amasado como empresario de píldoras vitamínicas de éxito en Europa y Estados Unidos, y empezó a publicar anuncios a toda página en los periódicos de aquel país.
«Aquí llega la respuesta a la epidemia del sida», proclamó. Los fármacos antirretrovirales eran venenosos y eran fruto de una conspiración para matar a los pacientes ganando mucho dinero. «Pongamos freno al genocidio del sida cometido por el cártel de los medicamentos —rezaba uno de aquellos titulares—. ¿Por qué seguir envenenando a los sudafricanos con el AZT? Hay una respuesta natural al sida». La respuesta eran pastillas de vitaminas, claro está. «El tratamiento multivitamínico es más eficaz que ningún fármaco tóxico contra el sida.» «Las multivitaminas reducen a la mitad el riesgo de desarrollar el sida.»
La compañía de Rath gestionaba clínicas donde se aplicaban esas ideas y, en 2005, decidió realizar un ensayo de sus vitaminas en un distrito segregado de las proximidades de Ciudad del Cabo llamado Khayelitsha. Para ello, administró su propia fórmula, VitaCell, a personas con sida en un estadio avanzado de la enfermedad. En 2008, ese ensayo fue declarado ilegal por el Alto Tribunal de Sudáfrica para la provincia del Cabo. Aunque Rath aseguró que ninguno de los participantes en su prueba estaba anteriormente bajo tratamiento con antirretrovirales, algunos familiares de éstos habían prestado declaración afirmando que sí lo estaban y que se les había instruido expresamente para que dejaran de tomar esos fármacos.
Lo realmente trágico del asunto fue que Matthias Rath había llevado aquellas descabelladas ideas suyas justamente al lugar más adecuado para que prosperaran. Thabo Mbeki, quien a la sazón era presidente de Sudáfrica, era un famoso «disidente» en materia de tratamientos contra el sida, y ante el horror internacional, en un momento en que, en su país, fallecía una persona cada dos minutos por culpa de esa enfermedad, dio crédito y apoyo a las afirmaciones de una pequeña banda de activistas antisistema, entre los que figuraban desde quienes negaban la existencia del sida como tal, hasta quienes negaban que fuera causado por el VIH, pasando por quienes aseguraban que la medicación antirretroviral hacía más daño que bien.
En diversos momentos y coincidiendo con el máximo apogeo de la epidemia del sida en Sudáfrica, el gobierno de aquel país argumentó que el VIH no era la causa del sida y que los fármacos antirretrovirales no resultaban útiles para los pacientes de dicha enfermedad. Las autoridades se negaron a desplegar programas adecuados de tratamiento de la epidemia, a aceptar donaciones gratuitas de fármacos y a tomar las subvenciones económicas que se les ofrecía desde el Fondo Mundial (de Lucha contra el Sida) para adquirir medicamentos.
Según un estudio, se calcula que, si el gobierno nacional sudafricano hubiera usado fármacos antirretrovirales (ARV) dedicados a la prevención y el tratamiento al mismo ritmo que el empleado por el gobierno de la provincia del Cabo Occidental (que desafió la política nacional en la materia), se podrían haber evitado unas 171.000 nuevas infecciones por VIH y unas 343.000 muertes entre 1999 y 2007.
[1]
En otro estudio se ha estimado que, entre 2000 y 2005, hubo unas 330.000 muertes innecesarias, unos 2,2 millones de años de vida perdidos y unos 35.000 bebés nacidos innecesariamente con VIH porque no se puso en marcha un barato y sencillo programa de prevención de la transmisión de madre a hijo.
[2]
Entre una y tres dosis diarias de un fármaco ARV pueden reducir extraordinariamente la tasa de transmisión. Y el coste es insignificante. Pero no había ninguno disponible.
Curiosamente, un colega y empleado de Matthias Rath, un abogado sudafricano llamado Anthony Brink, tiene el dudoso mérito de haber presentado muchas de esas ideas a Thabo Mbeki. Brink descubrió el abundante material de los «disidentes» en la cuestión del sida a mediados de la década de 1990 y, tras mucho leer y navegar entre tantas y tantas páginas, acabó convenciéndose de que debía ser verdad. En 1999, escribió un artículo acerca del AZT en un periódico de Johannesburgo que tituló «Un medicamento del infierno». Éste provocó un intercambio público de editoriales con un destacado virólogo. Brink se puso en contacto con Mbeki y le envió copias de aquel debate, y luego fue recibido como experto en la sede presidencial. He ahí un escalofriante ejemplo del peligro que se corre de elevar a los curanderos y charlatanes a lugares de privilegio al intentar combatir públicamente contra ellos.
En su carta de presentación para solicitar un puesto de trabajo en la empresa de Matthias Rath, Brink se describió a sí mismo como «el más destacado disidente de Sudáfrica en materia de sida, conocido sobre todo por haber denunciado y revelado desde dentro la toxicidad y la ineficacia de los fármacos contra el sida, y por mi activismo político en ese sentido, que indujo al presidente Mbeki y a la ministra de Sanidad, la doctora Tshabalala-Msimang, a rechazar esos medicamentos en 1999».
En 2000, se celebró en Durban la hoy tristemente famosa Conferencia Internacional sobre el Sida. El panel asesor presidencial del propio Mbeki reunió antes de la conferencia a toda una serie de «disidentes», incluidos Peter Duesberg y David Rasnick. El primer día de las deliberaciones de este panel, Rasnick sugirió la prohibición por principio de todo análisis de VIH y de todo examen o criba de las existencias de los bancos de sangre sudafricanos para verificar que no tuvieran VIH. «Si yo tuviera el poder para ilegalizar el test de anticuerpos de VIH —proclamó— lo ilegalizaría de manera general.» Cuando varios médicos africanos dieron su testimonio personal del cambio radical que el sida había provocado en sus clínicas y hospitales, Rasnick replicó que él no había notado «indicio alguno» de catástrofe por culpa del sida. A los medios de comunicación no se les permitió la entrada, pero una periodista que escribía para el
The Village Voice
estaba allí presente. Peter Duesberg, según esta cronista, «hizo una exposición tan alejada de la realidad médica africana que varios médicos locales no podían dejar de negar repetidamente con la cabeza».
[3]
No era el sida lo que estaba matando a bebés y a niños, decían los «disidentes»: era la medicación antirretroviral.
El presidente Mbeki envió una carta a los líderes mundiales comparando la lucha de esos «disidentes del sida» con la lucha contra el
apartheid
. El
The Washington Post
describió así la reacción de la Casa Blanca: «El tono y el momento de aquella carta (coincidiendo con los preparativos finales para la conferencia de julio en Durban) dejaron tan atónitos a algunos altos funcionarios que, al menos dos de ellos, según fuentes diplomáticas, se sintieron obligados a confirmar su autenticidad». Cientos de delegados abandonaron indignados el discurso de Mbeki ante los asistentes a la conferencia, pero muchos más dijeron estar perplejos y confusos. Más de 5.000 investigadores y activistas de todo el mundo firmaron la Declaración de Durban, un documento que abordaba y rechazaba de manera específica las alegaciones y las preocupaciones (las más moderadas, al menos) de los «disidentes del sida». En concreto, así se refería dicho documento a la acusación según la cual las muertes eran atribuibles simplemente a la pobreza: