El caso es que la diversidad y el aislamiento de estos brotes de pánico «antivacunación» sirven muy bien para ilustrar hasta qué punto son más un reflejo de cuestiones políticas y sociales locales que una respuesta a una auténtica valoración de los datos sobre los riesgos. Si la vacuna contra la hepatitis B, la SPR o la polio fuera peligrosa en un país, debería serlo por igual en todos los demás rincones del planeta. Y si esas preocupaciones estuvieran verdaderamente fundamentadas en la evidencia empírica (sobre todo, en una época de rápida propagación de la información, como es la actual), sería de esperar que fueran expresadas por periodistas de todas partes. Y no es así.
Andrew Wakefield y su artículo en The Lancet
En febrero de 1998, un grupo de investigadores y médicos dirigidos por un cirujano, Andrew Wakefield, del Hospital Royal Free de Londres, publicaron en
The Lancet
los resultados de una investigación, un artículo que, en la actualidad, se puede considerar uno de los peor entendidos y más tergiversados a nivel periodístico de la historia del mundo académico. Hasta cierto punto, se puede decir que tampoco es que facilitara mucho las cosas: estaba mal escrito y no tenía ningún enunciado claro de su hipótesis ni, para ser sinceros, de sus conclusiones (pueden leerlo gratis en internet, si lo desean). De hecho fue objeto de una retractación parcial.
El artículo describía un estudio sobre doce niños con problemas intestinales y conductuales (de autismo, básicamente), y mencionaba que los padres o los médicos de ocho de esos pequeños creían que los problemas de su hijo habían empezado a los pocos días de que le fuera administrada la vacuna triple vírica. También recogía los resultados de diversos análisis de sangre y de pruebas realizadas en muestras de tejido extraídas de aquellos niños y niñas. Los resultados de dichos test fueron anormales en algunos casos, pero variaron entre unos pequeños y otros.
Se investigó a doce niños, remitidos consecutivamente al Departamento de Gastroenterología Pediátrica con una historia clínica de trastorno general del desarrollo, con pérdida de habilidades adquiridas y síntomas intestinales (diarrea, dolor e hinchazón abdominales, e intolerancia alimenticia).
[…] En ocho de los pequeños, el comienzo de los problemas conductuales había sido vinculado (por los padres o por su médico) a la vacunación contra el sarampión, la parotiditis y la rubéola. […] En estos ocho niños, el intervalo medio entre la exposición a la SPR y los primeros síntomas de la conducta fue de 6,3 días (con un intervalo de entre 1 y 14 días).
[1]
¿Qué puede indicarnos esta clase de artículo a propósito del vínculo entre algo tan común como la vacuna SPR y otro factor tan común (también) como el autismo? Básicamente nada, en ninguno de los dos sentidos. En él se nos habla únicamente de una colección de doce anécdotas clínicas: un tipo de artículo que se conoce con el nombre de «serie de casos». Y las series de casos, por su propio diseño, no pueden demostrar con un mínimo de validez una relación como la supuesta entre una exposición y un resultado. No se estudió a niños a los que se les había administrado la vacuna y a niños a los que no, para comparar luego las diferencias en la incidencia de casos de autismo entre los dos grupos (esto habría sido un «estudio de cohortes»). No se seleccionó a unos niños con autismo y a otros sin él, para luego comparar las tasas de vacunación de ambos grupos (eso habría sido un «estudio de control de casos»).
¿Había algo más que pudiera explicar la aparente conexión entre la SPR, los problemas intestinales y el autismo en esos ocho niños? Para empezar, y aunque parezcan sucesos demasiado raros para que coincidan por azar, estamos hablando de un centro especializado en un hospital universitario, y los niños habían sido derivados allí precisamente porque mostraban problemas intestinales y de conducta (las circunstancias de esas derivaciones están siendo examinadas actualmente por el GMC, como veremos más adelante).
Si, de toda una nación de millones de habitantes, unos cuantos niños aquejados de una combinación de elementos bastante comunes (vacunación, autismo y problemas intestinales) coinciden en un sitio que
ya de por sí actúa de polo de atracción de ese tipo de combinaciones
, como era el caso de esa clínica, lo normal será que el hecho no nos impresione particularmente. Como recordarán de cuando comentamos el caso de la desafortunada enfermera neerlandesa Lucia de Berk (o de noticias que hayan leído sobre personas a las que les toca la lotería), continuamente se están produciendo combinaciones improbables de sucesos, en algún lugar, entre algunas personas, por pura casualidad. Dibujar una diana en torno a ellas con posterioridad al hecho no nos dice nada en absoluto.
Todas las noticias que relacionan tratamientos y riesgos empiezan con modestos pálpitos como los de esas anécdotas; pero los pálpitos, cuando no tienen nada que los respalde, no suelen ser noticiosos por lo general. Coincidiendo con la publicación de aquel artículo, se celebró una conferencia de prensa en el Hospital Royal Free y, para evidente sorpresa de los otros muchos médicos y académicos presentes, Andrew Wakefield anunció en ella que, en su opinión, sería prudente usar vacunas separadas en vez de la triple vacuna de la SPR. Nadie debería haberse sorprendido: el hospital ya había emitido una nota de prensa en vídeo, en la que Wakefield formulaba el mismo llamamiento.
Todos tenemos derecho a nuestros pálpitos y nuestras intuiciones clínicas, como individuos, claro, pero nada en aquel estudio de doce niños ni en ninguna otra investigación publicada sugería que la administración de vacunas únicas separadas sería más segura. En realidad, hay sobradas razones para creer que la inoculación de esas inmunizaciones por separado podría causar más perjuicios, pues serían necesarias entonces seis visitas al médico de cabecera con sus correspondientes inyecciones, lo que significa cuatro citas más que se podrían perder: la persona que hay que vacunar tal vez esté enferma ese día, o de vacaciones, o tal vez se haya mudado de domicilio, o tal vez haya perdido la cuenta de las dosis que ya le han inyectado y de cuántas le faltan, o tal vez no le vea sentido a vacunarse contra la rubéola si es un chico, o contra las paperas si es una chica, o tal vez sea una madre soltera trabajadora con dos hijos y sin ningún tiempo disponible.
Además, como es lógico, los niños tienen que pasar así mucho más tiempo siendo vulnerables a infecciones, sobre todo, si se espera un año entre inoculaciones, según recomendaba Wakefield (así, como por inspiración divina). Lo irónico del caso es que, aunque la mayoría de las causas del autismo siguen sin estar claras, una de las pocas que están bien determinadas es, justamente, la infección por rubéola cuando el futuro niño se encuentra aún en el seno materno.
[2]
La historia que se ocultaba tras aquel artículo
Varias cuestiones inquietantes se han planteado desde entonces. No los abordaremos todos en gran detalle, porque los argumentos
ad hominem
no me parecen muy interesantes como tema sobre el que escribir, y porque no quiero que sea ese aspecto de la historia —y no la evidencia empírica de la investigación— el motivo que les haga ex traer una conclusión determinada acerca de los riesgos de la vacuna SPR en relación con el autismo. No obstante, hay ciertos elementos salidos a la luz en 2004 que, siendo justos, no podemos ignorar, incluidas algunas alegaciones de múltiples conflictos de intereses, fuentes de sesgo (hasta entonces no declaradas) a la hora de reclutar a los sujetos de la investigación vertida en el artículo, resultados negativos que no se quisieron revelar y problemas con el alcance de la autorización ética para aquellas pruebas. Todas estas cuestiones fueron descubiertas en gran medida por un tenaz periodista de investigación del
The Sunday Times
llamado Brian Deer, y forman parte actualmente de las alegaciones que están siendo investigadas por el GMC.
El Consejo General Médico británico está investigando, por ejemplo, si Wakefield se guardó en su momento de revelar al director de
The Lancet
su implicación en una patente relativa a una nueva vacuna;
[3]
más preocupantes aún son las sospechas sobre la procedencia de los doce niños elegidos para el estudio de 1998 en el Royal Free. Aunque en el artículo se afirma que fueron casos remitidos de forma consecutiva a una clínica, lo cierto es que Wakefield estaba siendo retribuido ya por entonces con 50.000 libras en concepto de asesoría jurídica por un bufete de abogados para que investigara a unos niños cuyos padres estaban preparando una demanda contra los impulsores de la vacuna triple vírica. Y el GMC está realizando pesquisas adicionales acerca de la procedencia de los pacientes del estudio, pues, al parecer, muchos de los «casos» derivados hacia Wakefield habían llegado a él precisamente a sabiendas de que era alguien que podía mostrar un vínculo entre la vacuna triple vírica y el autismo (ya fuera formal o informalmente) y que estaba trabajando en un caso judicial. Volvemos a encontrarnos de nuevo con el problema del «polo de atracción». En esas circunstancias, el hecho de que los padres o los médicos de
sólo
ocho de los doce niños creyeran que los problemas estaban causados por la vacuna SPR sería cualquier cosa menos espectacular.
De los doce niños del artículo, once se querellaron contra las empresas farmacéuticas (el que no lo hizo era estadounidense) y diez contaban ya con asistencia jurídica para la interposición de esa querella a propósito de la vacuna triple vírica antes incluso de la publicación del artículo de 1998. El propio Wakefield acabó recibiendo 435.643 libras (más gastos y dietas) del fondo de ayuda jurídica a esas familias por su papel en el caso judicial contra la SPR.
Asimismo, los niños fueron sometidos a diversas exploraciones clínicas invasivas —como punciones lumbares y colonoscopias— sin haber obtenido previamente el preceptivo permiso del comité de ética. A dicho comité se le había asegurado que tales procedimientos se habían realizado porque eran los médicamente indicados para tratar a los pacientes en aquel momento (es decir, atendiendo al propio interés médico de los niños). El GMC está examinando ahora si fueron contrarios a la mejor conveniencia médica de los pequeños y si sólo se realizaron en aras de la investigación.
Para practicar una punción lumbar es necesario clavar una aguja hasta el centro mismo de la columna vertebral con el fin de extraer un poco de líquido espinal; la colonoscopia, por su parte, consiste en la introducción de una cámara y una luz mediante un largo tubo flexible a través del ano y el recto hasta el colon. Ninguna de las dos está exenta de riesgos y, de hecho, uno de los niños, cuyo caso está siendo analizado como parte de una ampliación del trabajo de investigación sobre la SPR, padeció lesiones graves durante la colonoscopia y tuvo que ser trasladado de inmediato a cuidados intensivos en el Hospital de Great Ormond Street porque su colon quedó perforado en doce puntos distintos. Sufrió un fallo multiorgánico, que incluyó problemas renales y hepáticos, así como lesiones neurológicas, y fue indemnizado con 482.300 libras. Ésas son cosas que pasan y no hay que echar las culpas a nadie; sólo pretendo ilustrar las razones por las que hay que andarse con gran cautela a la hora de realizar exploraciones.
Entre tanto, Nick Chadwick, un joven estudiante de doctorado, se había iniciado como investigador allá por 1997 en el laboratorio de Andrew Wakefield, aplicando la tecnología de análisis de la RCP (empleada para la «detección de huellas» genéticas del ADN) para buscar rastros de material genético de cepas de sarampión en las muestras tomadas del intestino grueso de esos doce niños, pues ése era un elemento central de la teoría de Wakefield. Años después, en 2004, el propio Chadwick concedió una entrevista al programa
Dispatches
, de Channel 4, donde declaró que en aquellas muestras no se halló ARN alguno de sarampión, y en 2007 presentó testimonio en ese mismo sentido en un caso judicial sobre vacunas en Estados Unidos. Pero nadie supo de ese importante hallazgo, que contradecía la teoría de su carismático superior, porque no fue publicado en su momento.
Y podría extenderme en más irregularidades.
El caso es que nadie sabía nada de eso en 1998. Tampoco es particularmente relevante, porque, de hecho, la mayor tragedia del bulo mediático sobre la vacuna triple vírica reside en que lo que le puso fin fue precisamente el hecho de que todas esas irregularidades se hicieran públicas años más tarde, cuando, en realidad, debería haber sido cortado de raíz ya en aquellos instantes iniciales, aplicando una cauta y equilibrada valoración de las pruebas presentadas. Ahora oirán a muchos periodistas —incluidos los de la BBC—
[4]
decir estupideces como que «la investigación ha sido puesta en evidencia desde entonces». Mentira. La investigación jamás justificó por sí sola la interpretación exagerada que de ella hicieron los medios de comunicación. Si hubieran prestado atención, la alarma jamás habría saltado.
Comienza la cobertura informativa
Lo más sorprendente sobre la alarma mediática en torno a la vacuna triple vírica —y esto es algo que se tiende a pasar por alto— es que, en realidad, no comenzó en 1998. El
The Guardian
y el
The Independent
trataron la conferencia de prensa en sus portadas, pero el
The Sun
la ignoró por completo, y el
Daily Mail
, verdadera gaceta internacional de las alarmas sanitarias, enterró la noticia en un rincón de sus páginas centrales. Los encargados de escribir sobre aquella noticia fueron, por lo general, periodistas especializados en salud y ciencia, que, en muchos casos, demostraron ser bastante capaces de sopesar los riesgos y las pruebas empíricas presentadas. Su impacto inicial fue bastante leve.
Fue en 2001 cuando la alarma empezó a cobrar impulso. Wakefield publicó entonces un artículo de revisión en una revista poco conocida, en el que cuestionaba la seguridad del programa de inmunizaciones, aunque sin presentar nada nuevo en forma de evidencia empírica. En marzo, publicó los resultados de un nuevo trabajo de laboratorio en colaboración con investigadores japoneses (el llamado «artículo Kawashima»), en el que habían usado datos de RCP para mostrar rastros del virus del sarampión en los glóbulos blancos de niños con problemas intestinales y autismo. Aquel hallazgo venía a ser justamente lo contrario de lo que unos años antes había descubierto Nick Chadwick en los propios laboratorios de Wakefield. El trabajo de Chadwick siguió sin mencionarse (y, de hecho, años después, se publicaría también un estudio que mostraba claramente que el artículo Kawashima había expuesto un falso positivo; un estudio, por cierto, que fue completamente ignorado por los medios. En cualquier caso, Wakefield parece haberse retractado del artículo Kawashima).