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Authors: Luis Gutiérrez Maluenda

Tags: #Policíaco

Mala hostia (13 page)

BOOK: Mala hostia
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En una ocasión nos presentaron y él tiene una memoria portentosa, no olvida jamás la cara de un policía. Mi cara solo la recordaba brumosamente, por tanto todo estaba en orden, yo no era policía.

—Hola, Morlaco.

—Hola, payo, ¿andas corto de farlopa?

—No me interesa la mierda, pero hay un par de tipos rondándome con malas intenciones, y me pillan muy aligerado de peso.

—Mu mala gente hay por estos pagos, payo, pero yo tengo lo que tú necesitas.

—¿Qué tienes para mí?

—Una Glock 26 de diecisiete balas más una en la recámara; es pequeña, manejable y muy precisa, munición de 9mm Parabellum.

—¿No estará manchada?

—No, seguro, era de un primo mío, solo ha dao un par de sustos, te la puedes llevar con toa confianza.

—Ando flojo de efectivo.

—Esta te la puedo dejar por doscientos cincuenta euros, pero si andas mu mal, tengo una Sauer del 80 que por cien euros es tuya, pero no te garantizo la limpieza de sangre. Y si quieres que te diga la verdad, esa fusca es una mierda.

Tal como pronunció la palabra mierda, en sus labios tenía connotaciones novedosas que me preocuparon.

—No me compliques, me quedo con la Glock, pero trátame como a un amigo, joder.

—Mira, precio de amigo, doscientos veinte, pa que no digas que el Morlaco no ayuda a los colegas.

Dejé al gitano contando los billetes, luego los dejaría sobre la mesa y los sujetaría con el vaso de Chinchón, que habitualmente le hace compañía. Al tipo le gusta que los parroquianos sepan que los negocios le van bien.

En la calle, el peso de la Glock en mi bolsillo me daba una sensación de seguridad probablemente injustificada.

Antes de entrar en casa pasé por el supermercado de un paki que no cierra en toda la noche, ni siquiera en días festivos, y le compré una botella de Vat 69 que tenía de oferta. El primer trago lo tomé allí mismo.

El paki me miró esperanzado, pensó que si tenía suerte aún le compraría otra antes de marchar.

El licor bajando por mi garganta cantaba una canción que me llenaba de sosiego, hablaba acerca de un futuro sin problemas.

Y aún me quedaba la botella entera. Yo era un tipo afortunado.

Aquella noche dormí acunando la Glock en mis brazos, con la botella de Vat 69 muy cerca de los pies de la cama.

En la puerta había apoyado mi única silla. Si alguien intentaba entrar, no iba a tener más remedio que derribarla.

Y dieciocho balas dan para mucho.

Dormí de un tirón, sin visitas indeseadas, pero tuve una pesadilla que duró toda la noche, o eso me pareció a mí. Silvina me acechaba en la oscuridad, sus uñas fluorescentes representaban una escena de muerte y desolación, un camposanto bajo un cielo macilento, las tumbas se abrían y una cohorte de muertos hacía cola para besar sus uñas.

¡Vaya mierda!

Por la mañana me enteré de que Carmelo estaba en el Hospital del Mar y quise pasar a presentarle mis respetos, no quería quedarme con la duda de si había sido él quien, la noche anterior, me había enviado al par de matones. El cielo de un azul luminoso, moteado de pequeñas nubes blancas, invitaba a mostrarse generoso y caritativo, visitar a amigos dolientes podía ser la buena obra del día.

Carmelo tenía mal aspecto con todas aquellas vendas rodeándole el pecho y la cara llena de moretones. Compartía la habitación con un chaval que se acababa de enterar de que las motos y las manchas de aceite no acostumbran a mantener buenas relaciones, el conocimiento le había costado un traumatismo craneoencefálico de segundo grado; su madre, sentada al lado de su cama, le sostenía la mano y miraba al cielo raso musitando: «Dios mío, Dios mío».

Una adolescente preñada que fumaba en el pasillo, apoyada en la jamba de la puerta, debía de ser su pareja, ignoraba el letrero que anunciaba la prohibición de fumar en todo el ámbito hospitalario y no miraba al cielo raso murmurando una plegaria; había encontrado una revista del corazón y comparaba su vida con la de algún famoso.

Estaba bien jodida haciendo eso, pero yo no era nadie para decírselo.

Quizás aquella noche soñase que era una rica heredera que se lo montaba con Brad Pitt. Luego se despertaría y se acordaría de que en realidad su novio era el gilipollas que estaba en el hospital por embestir manchas de aceite con una moto.

Carmelo se asustó al verme entrar en la habitación y sonrió con desdén, escenificando la reacción típica del cobarde inconsciente. La cobardía y la inconsciencia son cosas perfectamente compatibles, por mucho que la inconsciencia acostumbre a asociarse con la valentía.

Cogí una silla, me senté a su lado y acomodé la Glock en mi cintura de forma que él la viese, así podríamos hablar con mayor tranquilidad, al menos yo.

—Aquellos dos marranos que me enviaste ayer, no eran gran cosa, ¿sabes? Quiero decir que si les pagaste es preferible que dejes de hacerlo, estás gastando el dinero inútilmente.

—¿Qué mierdas dices?, yo no pago a nadie para solucionar mis asuntos, lo que hago…

Creo que, justo en aquel momento, recordó la Glock en mi cintura y prefirió no contarme que era lo que hacía para solucionar sus asuntos. O tal vez, al elevar el tono de voz le dolieron las costillas rotas.

Una buena señal, si era eso.

—¡Ay Dios mío, Dios mío! —repetía la mujer que estaba a nuestro lado, sin dejar de acariciar la mano de su hijo.

Manchas de aceite y dolor de madre. Cosas perfectamente compatibles.

Carmelo no parecía estar fingiendo, decidí apretar un poco más.

—Mira, Carmelo, me gustaría no tener que pasarme la vida rompiéndote algún hueso, en el fondo yo soy un tipo que aspira a la armonía del universo y esas cosas, así que déjame vivir en paz. Si esos tipos no me los mandaste tú, todo está bien, pero si lo hiciste acabaré averiguándolo, y entonces vendré a romperte los huesos que te hayan quedado sanos.

La mujer que murmuraba plegarias, algo debió de escuchar, porque cesó momentáneamente en sus letanías. Miré en su dirección y le dije:

—Rece, hermana, rece. El Señor la escucha.

Siempre me he entendido a la perfección con la gente piadosa, ya que casi de inmediato exclamó: «¡Ay, Dios mío, Dios mío!».

—No sé de qué me hablas, tío, y ahora, si no te importa, lárgate o avisaré a la enfermera, no creo que tengas ganas de liarte a tiros con todo el personal del hospital. Carmelo había cerrado los ojos y daba la impresión de no querer confraternizar con el enemigo. Tenía razón, no tenía ganas de liarme a tiros con nadie. Y sinceramente, casi me había convencido de que él no tenía nada que ver con los tipos de la noche anterior. Sus gestos de sorpresa a través de la máscara de dolor parecían genuinos.

El problema, entonces, era con quién tenían que ver aquellos fulanos.

—¡Ay, Dios. Ay, Dios mío! —salmodiaba la mujer mientras le apretaba la mano a su hijo. De vez en cuando, dirigía un vistazo rápido a la cama donde yacía Carmelo y reanudaba su salmodia—. ¡Ay, Dios mío…!

Al pobre chaval, si no le mataba el traumatismo, le mataría ella de un susto.

O de un apretón. Parecía tener bastante fuerza.

Y a todo eso, no tenía ni la menor idea de dónde tenía que buscar a Galina, que era por lo que me pagaban.

Me había comprado una pistola para defenderme de unos tipos que tal vez me había enviado el fulano al que yo había dado una paliza, aunque no podía descartar que los hubiese enviado Borja Tutusaus, o tal vez alguien a quien no le gustaba mi jeta. Podría hacer una lista de estos últimos.

Una larga lista. Demasiado trabajo con una lista así.

Mejor esperar acontecimientos.

Mi exmujer me agobiaba. La gente moría a mi alrededor. Tenía dos amantes y el tipo de sed que solo mitiga el alcohol. Además, las uñas de la mujer que pagaba mi sueldo me provocaban pesadillas.

¿Y Galina?

Pues eso, ni puta idea de su paradero.

Y en aquellos momentos, aunque yo no lo supiera, el baile aún no había empezado. Pero la orquesta afinaba sus instrumentos.

Tenía que hacer algo. Fui al Cortes Inglés de Portal de l’Àngel y me compré un CD con sesenta canciones de Carlos Gardel. Una de ellas era «Chorra». Me encanta esa canción.

Hoy me entero que tu mamá

«noble viuda de un guerrero»

es la chorra de más fama que pisó la Treinta y Tres.

Y he sabido que el «guerrero»

«que murió lleno de honor»

ni murió ni fue guerrero

como me engrupiste vos

está en cana prontuariado

como agente de la Camorra

profesor de cachiporra

malandrín y estafador.

Pero no pensaba decírselo a Lena. Menudo palo.

Conozco a un bedel en el Registro de la Propiedad, hicimos la mili juntos. Por aquella época, mi amigo ya tenía vocación de funcionario. Le costó varios intentos y la ayuda de un tío residente en León, militar retirado, conseguirlo.

Le había llamado el día anterior, mientras esperaba que Mabel regresara con las pertenencias de Carmelo; le pedí que me averiguase si Andreu Torcal era el único propietario del club de carretera.

Pasé por la Villa Olímpica, fui al Registro de la Propiedad y saludé a mi amigo. En la calle abrí el sobre que me había dado, contenía un nombre, Heribert Costa, y una dirección de la parte alta de Barcelona.

Mientras trataba de ubicar en mi cerebro la dirección de aquel fulano, el teléfono móvil cosquilleó el interior de mis pantalones, lo abrí y la voz de Mabel me raspó el oído.

—Atila, te estoy muy agradecida.

—No tiene importancia, Mabel, Carmelo también me hubiese pegado a mí si se lo hubieras pedido adecuadamente.

—Oye, no seas desagradable, solo quiero agradecerte lo que has hecho por mí, pensaba que tal vez…

—Olvídalo, no creo que esté en condiciones de soportarlo.

—¿En qué estás pensando, obseso?

—A ver, deja que piense, ¿una cena en tu restaurante vegetariano favorito, o quizás un paseo en barca por la bocana del puerto?

—Bueno, había pensado en una cena en casa.

—¿Habrá velas?

—No sé, si quieres, sí.

—Me parece mejor idea el restaurante vegetariano, lo que dan allí tiene mal sabor, pero se digiere fácil y no deja secuelas.

—Atila, eres un animal estúpido y pretencioso. Y deja que te diga una cosa, eres la última persona a la que metería en mi cama.

—Eso me ha dolido, Mabel. Ya había hecho planes para este fin de semana, no sé qué será de mí.

—Pues olvídalos.

—Lo haré.

—Pero ¿cómo pude casarme contigo?

—Yo también me lo pregunto a veces.

—¡Que te jodan Atila! ¿Me oyes? ¡Que te jodan!

—Benditas palabras, nena. Te propongo un juego, el que cuelgue antes, gana.

Y colgué.

Más tarde, recogí a Lena en el locutorio y la invité a compartir una hamburguesa. Le dije que había comprado las mejores sesenta canciones de Carlos Gardel. Me remordía la conciencia no confesarlo.

—¡Mirá vos! —me dijo.

Por dentro se moría de risa.

Bueno, al menos no tendría que esconderlo cuando viniese a dormir a casa, aunque últimamente no parecía tener demasiada prisa por compartir sus noches conmigo.

Después de comer, alquilé de nuevo el Pepe Car, el mismo Smart del día anterior.

—¿A quién le vamos a dar caña hoy, tío? —me preguntó el coche.

No le respondí, solo me faltaba empezar a hablar con un Pepe Car.

La intención era apostarme de nuevo cerca de la casa de Borja Tutusaus, era la única conexión que tenía con Galina y posiblemente con el par de gorilas que deseaban pasear conmigo. Ahora lo que me faltaba era un poco de suerte.

Estuve parado a unos doscientos metros de la villa de los Tutusaus alrededor de una hora, sin que pasara nada relevante. A las cuatro de la tarde entró un BMW, dentro iban los dos gorilas que el día anterior me habían invitado a pasear, conducía el tipo sociable.

Estuvieron poco rato dentro, cuando salieron les seguí, tomaron la Ronda de Dalt para empalmar con la Ronda del Litoral y luego la autopista de Girona. Aposté conmigo mismo que nos dirigíamos a algún lugar entre Lloret y Tossa.

Acerté, pasamos la urbanización de Cala Cañellas y entraron en una urbanización particular con acceso controlado. Yo pasé de largo y metí el Smart en un recodo escondido de la carretera cercano a la entrada de la urbanización. La arboleda en aquel punto evitaba que desde la carretera viesen mi coche. Cuando salí me pareció que el Smart me decía: «Yo quiero venir, tío, me va la gresca».

No le hice caso, yo no creo en coches parlantes.

Busqué un punto a lo largo de la carretera por el que pudiese acceder a pie al interior de la urbanización. La villa que yo buscaba debía de estar forzosamente cerca del mar ya que se podía acceder a ella desde unas escaleras situadas en la misma cala según la fotografía que había tomado Galina, así que bajé hasta llegar a las últimas villas. La mayoría de ellas estaban cerradas; solo muy de cuando en cuando veía luces que indicaban que alguna estaba habitada. El tiempo, aún frío para bañarse en el mar, y el hecho de ser un día laborable me ayudaron sobremanera a buscar.

No tardé en divisar el BMW. Estaba aparcado en el camino de entrada de una de las villas. Cuando me acerqué, me saludó un coro de ladridos y vi venir corriendo a un par de perros, iban sueltos y no parecían dispuestos a entablar conmigo un dialogo civilizado. Tomé a la carrera una pequeña senda practicada entre la maleza y los pinos que terminaba en una pared rocosa a cien metros escasos del camino principal.

Mientras pensaba por dónde podía escapar de aquella trampa en la que yo mismo me había encerrado, sentí pasos pesados que se acercaban a todo correr. Pronto aparecieron los dos tipos que ya conocía, llevaban sendos bates de béisbol y tenían la respiración agitada por la carrera.

El que el día anterior me había invitado a pasear, se paró, sonrió, movió la cabeza en mi dirección mirando a su compañero y dijo:

—¿Qué te parece?, ha venido él solito a buscarnos, no dirás que no es amable…

El otro asintió con la cabeza y acarició el bate con ternura; al parecer le costaba hablar.

Se separaron dos metros el uno del otro en una maniobra envolvente y se acercaron con el bate en posición horizontal al suelo.

Por un momento dudé acerca de lo que me convenía hacer, luego me acordé de Néstor, de su cuerpo destrozado por los golpes de unos bates de béisbol, posiblemente aquellos mismos bates de béisbol.

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