Maldita (23 page)

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Authors: Mercedes Pinto Maldonado

Tags: #Drama

BOOK: Maldita
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Rosa recordaba perfectamente la noche que Ana la sacó de la cama para contarle lo que había pasado llorando sin consuelo. Entonces ella ya era una mujer casada y con dos hijos.

—Deja de llorar Ana, vas a despertar a los niños y a Lucas. Vamos a la cocina, te haré una tila.

En la cocina, frente a una taza de tila, Ana consiguió controlar su llanto y se desahogó:

—Estoy embarazada.

—¿Qué? ¿No podías haber esperado unos meses? —Rosa sabía que su desesperación debía ser causa de un motivo mayor, pero no quería creérselo e hizo la pregunta como si diera por hecho que el hijo que esperaba fuera de Diego.

—Es de Isidro.

—Era de esperar. Te lo adver…

—Lo sé, pero ya está hecho. Esta mañana fui a contárselo a Isidro. Lo quiero Rosa, tú mejor que nadie lo sabes. En el fondo me alegré de la noticia, yo pensaba que… Isidro no quiere saber nada de este hijo. —Se llevó la mano al vientre—. Dice que quién le asegura a él que sea suyo. Que es muy joven y que no estaba en sus planes casarse, y menos conmigo; que lo nuestro era una simple diversión y así debí entenderlo yo. ¡Qué estúpida he sido! ¿Cómo pude pensar que un hombre que nunca se ha opuesto a mi boda con don Diego sentía el más mínimo respeto por mí, y mucho menos que me amaba? ¡Vete! ¡Vete! No quiero problemas con los del Valle, fue lo último que dijo. —Nuevamente rompió a llorar.

—¿Qué vas a hacer ahora?

—El día no ha terminado ahí, esta tarde he ido a ver a don Diego. No podía engañarlo, nosotros nunca…, ya sabes, él siempre me ha respetado, pero aunque no hubiese sido así se lo habría dicho, no podría vivir sabiendo que mi marido estaba criando a un hijo que no es suyo.

—¿Y qué ha pasado?

—Me ha escuchado sin inmutarse, y cuando he terminado me ha preguntado que si sigo queriendo casarme con él.

—No puede ser, y ¿tú qué le has dicho?

—La verdad, que no lo sé. Estoy tan dolida y confundida que no puedo pensar. Me ha dado dos días para reflexionar y, en caso de aceptar, sólo me pondrá dos condiciones: que nadie sepa jamás que el niño no es suyo y dormir en camas separadas toda nuestra vida matrimonial; yo deberé serle fiel e ignorar sus compañías femeninas. Ya ves, él tampoco me quiere, ninguno de los dos me ha querido nunca. Espero que, si decido casarme, todo esto quede para siempre entre tú y yo, no quiero ni imaginarme lo que pasaría si don Diego descubre que me he ido de la lengua.

Rosa sabía por qué don Diego le había propuesto seguir adelante con la boda. Era un hombre altivo y engreído, había esperado muchos años para escoger una mujer y finalmente se había arriesgado decidiéndose por la hija del tabernero. Había sucumbido a sus ojos a pesar de tener a toda la familia en contra. Aquel hecho tan deplorable echaría su honor por los suelos, mancillaría su apellido. Era tan frío y orgulloso como para seguir adelante con la boda y meter a Ana y a su hijo bajo su techo a cambio de que no le perdieran el respeto que, según él, se habían ganado los del Valle a través de generaciones.

—Tu padre te echará de la casa, ¿adónde vas a ir?

—Creo que me casaré con don Diego, no veo otra salida.

—Sí, creo que es lo mejor que puedes hacer. Tranquilízate, deja de llorar, no creo que sea bueno para lo que llevas dentro. ¿De cuánto tiempo estás?

—De dos meses.

—No podrás disimularlo el día de la boda, tu padre va a pensar que Diego ha roto su promesa, aunque, pensándolo bien, creo está tan ilusionado con tu enlace que ese detalle lo pasará por alto.

—Mientras no sospeche que es de Isidro. Nadie debe saber de quién es este hijo jamás. —Volvió a tocarse el vientre—. No se te ocurra decírselo a nadie, ni siquiera a tu marido. —Paró de sollozar para ponerse solemne.

—No te preocupes, sé cuánto te juegas, después de esta noche esta conversación quedará olvidada, no volveremos a hablar de esto jamás.

Y así fue, nunca volvieron a recordar aquella conversación hasta ese día.

Mientras Rosa escuchaba a su vieja amiga y recordaba los acontecimientos de antaño, deslizaba con nerviosismo de un lado al otro, por la cadena que colgaba de su cuello, una medalla de oro de la Virgen del Carmen.

Desde niña, Ana había sido desinhibida y atolondrada. Cuando se convirtió en una mujer, comenzó a vestirse de forma atrevida: le gustaba provocar a los clientes de la taberna. Los muchachos del pueblo la rondaban buscando placer, para después casarse con otras de mejor reputación, como hizo finalmente Isidro. Aunque éste no tardó mucho en descubrir que la Pepa tenía graves problemas con la bebida e igualmente fue la comidilla del pueblo por causa de una mujer. Decente sí que era la Pepa, ella nunca coqueteó con hombre alguno, ni siquiera con el suyo. Cuántas noches Isidro añoró la generosidad del cuerpo de Ana cuando volvía a casa y se encontraba a su mujer tirada en el sofá como un trapo y la botella de aguardiente vacía en el suelo. ¡Cómo se arrepintió de haber rechazado a la hija del tabernero! Ni siquiera las muchachas del burdel de la carretera le habían dado por dinero la mitad de lo que le había regalado Ana. Ella fue la primera. ¡Qué estúpido fue pensando que su alegre forma de complacerlo era lo normal! En el pueblo se rumoreaba que don Diego no dormía con su mujer; a él le gustaba pensar que había sido el único, como así era. Se regocijaba en la idea de que don Diego, por una vez, se había quedado con sus sobras, con lo que él había desechado. Pero a la vez vivía atormentado pensando que un del Valle estaba educando a su hijo. Poco a poco, se fue envenenando y se convirtió en un hombre déspota y cruel. Aunque se llevó su secreto a la tumba, y cumplió la promesa que le hizo a don Diego del Valle aquel día, cuando firmó ante notario las escrituras a cambio de su silencio. Toda su vida supo que lo que en realidad guardaba como un tesoro bajo el colchón, junto al dinero que le escondía a la Pepa, era la venta de un hijo a cambio de unos terrenos que ni siquiera le importaban, con la única intención de impedir que su enemigo se hiciera más rico. Fue un hombre amargado toda su vida. Cuando Dieguito se hizo un hombre y empezaron las partidas de los viernes, lejos de tratarlo como lo que era en realidad, su propio hijo, escupía su veneno contra él, en un último intento de vengarse de su viejo enemigo, ya bajo tierra. Sentía un extraño placer cuando Diego se sentaba frente a él, tan seguro de que su apellido lo elevaba por encima del populacho; su apellido de papel, sin la sangre correspondiente que lo avalara. Isidro tenía fama de tramposo; verdaderamente, guardaba un as bajo la manga y su contrincante, tan listo como se creía, ni lo sospechaba. Hubo ocasiones en las que estuvo tentado de decírselo y disfrutar de ese momento. Hizo un trato con el cuarto don Diego y ya estaba bajo tierra. Pero si le enseñaba el as dejaría de disfrutar del pequeño placer de los viernes, además, se vería obligado a dar un sinfín de explicaciones a su familia y aumentaría aún más su ya mala reputación en el pueblo; su amargura lo había convertido en un hombre ruin.

La última consecuencia de aquella larga cadena de despropósitos era Lucía. Ella era la heredera legítima del legado: el cortijo, las tierras, el desprecio de Isidro, el miedo de Ana, el orgullo del cuarto don Diego, el rencor de su padre, la muerte de su madre, la pena de su abuela…, y las venganzas de todos ellos. Todo le pertenecía por derecho propio desde el momento en que su abuelo decidió inscribir a su padre en el registro como un del Valle y, aunque en realidad fuese nieta natural de Isidro, era hija legítima del último don Diego del Valle; era la última del Valle a todos los efectos. Pero Diego había decidido desposeerla de todo y, sin darse cuenta, con su decisión había roto la cadena de venganzas, manteniéndola al margen de los pecados que hubiera tenido que arrastrar toda su vida. Ella vivía feliz, era el eslabón de la cadena que indica el final de una historia y el comienzo de otra.

Mientras Rosa le servía a su hijo un suculento plato de lentejas con chorizo, distraídamente, como queriendo desdramatizar la bomba que iba a soltar, inició la conversación:

—Necesito que me hagas un favor.

—Tú dirás madre.

—Verás… —No sabía cómo empezar.

—¿Qué? Me estás preocupando. —Ella callaba mientras Pedro la miraba remover el humeante plato de lentejas para que se le enfriara—. ¿Pasa algo grave, madre?

—Ana ha vuelto —soltó por fin, levantando la vista del plato de lentejas.

—¡Ah! Muy bien. ¿Quién es Ana? —No tenía ni idea de a quién se refería su madre.

—La madre de Diego.

Pedro se quedó paralizado, trataba de asegurarse de que había oído bien. Asimilada la noticia, habló:

—¿Ana? ¿Estás segura? Pero si todo el pueblo creía que estaba…

—Muerta, ya lo sé, yo también lo creía, pero regresó anoche. —Lo que el pueblo no sabía, ni su hijo tampoco, es que ella supo durante muchos años dónde se encontraba.

—Pero… ¿dónde ha estado todos estos años? ¿Por qué ha vuelto?

—No quieras saber más de lo necesario, no te conviene por tu amistad con Diego. Está en la casa de la loma, quiere quedarse allí hasta encontrar la manera de hablar con él. Por el momento no quiere que nadie la vea. Tienes que prometerme que no le dirás nada a Diego; si te lo he contado es porque necesito que le lleves unas cosas para que sobreviva mientras se decide, yo no tengo las piernas para darme esas caminatas cargada como una burra.

—De acuerdo, cuenta conmigo. En cuanto termine de comer me pasaré por allí. ¿Y ella? ¿Qué sabe ella de Diego? ¿Sabe que tiene una nieta? —Inmediatamente Pedro pensó en Lucía, quizás la vuelta de su abuela le diera la oportunidad de salir de aquel agujero.

—Creo que no, yo no se lo he dicho. Imagino que cuando te vea te preguntará todo lo que desee saber sobre su hijo, tú decides lo que contarle o no.

Una vez más, Pedro tendría que ocultarle a Diego una importante información, parecía que su destino estuviera ligado al de su amigo con la única misión de ser el guardián de los secretos que todos los que le rodeaban querían ocultarle. Cómo le apetecía en aquellos momentos marcharse del pueblo para siempre; abrir la caja de Pandora y desvincularse de una vez de aquella cascada de misterios, dejando que se desollaran unos a otros como fieras, como lo que eran.

De una forma u otra, siempre había sido la sombra de Diego, desde que era un niño: él era más guapo, más rico, de mejor familia, jugaba mejor a las canicas, sacaba mejores notas, más digno de Adela, más… Pedro había sido un chico de notable alto; pero el sobresaliente era siempre para Diego. No es que lo envidiara, de hecho, en el fondo lo compadecía. No, no sólo en el fondo, en la superficie también, lo compadecía abiertamente, al fin y al cabo, dejaría en este mundo toda la podredumbre que le habían entregado a él. La vida le había colmado de bienes y dones, y sin embargo vivía angustiado. Cuando nació, se suponía que había caído en un mundo infinito, tan infinito como su mente por estrenar, lleno de posibilidades y puertas abiertas que llevaban a otro sin fin de puertas. Tal vez crecer sea para todos los mortales lo mismo: ir cerrando puertas. Quizás seamos el resultado de todas las puertas que se cerraron, el producto de restar todas las cosas que no pasaron. Pero a él se le cerraron todas a los cuatro años, cuando su madre desapareció de su vida y las infinitas posibilidades que lo esperaban se marcharon con ella, y toda la luz que alumbraba su destino, dejándolo en las tinieblas para siempre.

Cómo podía Pedro juzgarlo, qué derecho tenía. Diego había sobrevivido a un mundo sin afecto; estaba mal herido, pero era un superviviente. Desde que tuvo uso de razón aprendió que la vida era una batalla agotadora, en la que permitirte la más mínima tregua para lamer tus heridas era darle una oportunidad al contrario y podía significar la muerte. Le enseñaron que cualquiera podía ser su enemigo y estar acechándolo. Era como una fiera convencida de que todos querían darle caza, y a cada instante rugía para mantener el mundo a raya; sangraba por dentro, pero ahogaba el dolor con su rugido, nadie debía sospechar que era vulnerable. Buscaba respeto, pero sólo le tenían miedo.

* * * *

Mientras que hablaba con Manuel, el veterinario, en la puerta de la casa de éste, Diego avistaba de soslayo cómo Pedro se afanaba en atar una gran caja a su motocicleta observado por su madre; parecían enfrascados en una discusión liviana.

—Tengo una motocicleta madre, no un tren de mercancías, cómo pretendes que cargue con todo eso. —Rosa pretendía que, además de las dos cajas que ya estaban atadas a la motocicleta, su hijo también cargara con un cesto lleno de naranjas y peras.

—Puedes colgarlo en el manillar.

—¿En el manillar? Anda, métete en casa, vas a coger frío. Tendré que dar dos viajes —le decía muy concentrado en su tarea; metiendo y sacando una cuerda de la parte trasera de la moto para asegurar la carga.

Diego decidió acercarse, tenía la camioneta aparcada a unos metros, quizás Pedro necesitara ayuda para transportar todo aquello.

Unas enormes botas aparecieron ante sus ojos orientados al suelo.

—¿Qué tal doña Rosa? —saludó primero a la madre de Pedro y después se dirigió a éste—. ¿Necesitas ayuda? Tengo la camioneta aparcada al final de la calle. Espera, voy a por ella y te ayudo a llevar todo esto. Están todas las calles cubiertas de hielo, te vas a matar con la moto tan cargada. —Y sin esperar respuesta se dio media vuelta.

—¡No! —contestó Pedro muy nervioso—. Déjalo, ya he terminado de amarrar este bulto, ya hago yo el recado en un salto.

A Diego le extrañó la violenta contestación de su amigo y se volvió de nuevo. Normalmente no era un hombre curioso y solía hacer las preguntas precisas, era de la opinión de que la verdad no se conseguía preguntando, todo el mundo sabía mentir, y prefería llegar a ella por medio de la observación. Pero la actitud de Pedro lo motivó y le preguntó:

—¿Para quién es todo esto?

—Es un encargo para… la madre de Paqui, voy a llevarlo a su casa, esta tarde irá a recogerlo un familiar para llevárselo a su madre a la ciudad —dijo lo primero que se le ocurrió, aunque no resultó nada convincente.

—¿Y estás montando todo este follón para recorrer trescientos metros? —La maestra vivía muy cerca, unas calles más arriba.

Diego comprendió que había puesto a Pedro en un aprieto y decidió despedirse:

—Bueno, tú sabrás. Tengo que irme. ¿Nos vemos mañana para ir a la ciudad como quedamos?

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