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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

Malena es un nombre de tango (11 page)

BOOK: Malena es un nombre de tango
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Yo no podía calcular el sentido de una evolución tan tortuosa, pero deseaba con todas mis fuerzas estar en lo cierto, aunque ningún signo exterior, excepto quizás el brillo que despedía una mirada que había vuelto a ser intensa, avalaba mi intuición de que Magda estaba desandando ahora, de puntillas, el mismo camino que antes había recorrido a grandes zancadas, porque todavía no había vuelto a ser una mujer del todo, y su pelo no alcanzaba ni siquiera la longitud de una melena corta, y su cara seguía estando limpia de cualquier cosmético, y sus zapatos seguían siendo planos, y sus vestidos sosos, y sus gestos humildes, y cerraba los ojos, como si la oración la conmoviera, cuando dirigía el rosario por las noches. Es cierto que se reía mucho más, y más alto, que cuando estaba en el convento, y que, por las tardes, cuando paseábamos por el monte las dos solas, a veces me cantaba canciones antiguas, siempre de amor, o daba saltitos, pero esta alegría, tan sana y tan limpia como la que emanaba de Dios en las fosilizadas películas con las que nos empachaban en el colegio de vez en cuando, no parecía una base suficiente para sostener mis sospechas, y ella no hizo nada por alimentarlas durante toda una semana, hasta que el Viernes Santo, mi padre entró sin previo aviso en la cocina para representar, en función única, su ya tradicional auto sacramental privado.

Mi madre estaba planchándome el cuello de un vestido que la tata Juana, según ella, no sabía rematar bien, y yo estaba a su lado, esperando. La mujer de mi tío Pedro, Mari Luz, que siempre ha sido muy buena y la más corta de todas, estaba con nosotras, arreglada ya para ir a los oficios, charlando con las muchachas, que nunca tenían nada mejor que hacer a media tarde. Entonces, mi padre, que no pisaba la iglesia ni siquiera en Navidad, apareció muy sonriente y, sin decir nada, sacó un cuchillo largo y afilado de un cajón y se perdió en la despensa. Mamá sonrió, porque adivinó lo que iba a pasar, y yo sonreí con ella.

—¿Alguien más quiere demostrar que es cristiano viejo en fecha tan señalada como la de hoy?

Papá nos miraba, risueño, sosteniendo entre los dedos una loncha de jamón ibérico, el maravilloso jamón casi negro que procedía, pese a todas las prohibiciones, de la cueva de Teófila, quien poseía una sabiduría incuestionable para curar jamones.

—¿No? — prosiguió, y mordió a continuación una diminuta porción de carne—. Pues voy a tener que tirar lo que sobra, porque en realidad no me apetece comer jamón, lo he hecho solamente para pecar.

Las muchachas irrumpieron en carcajadas, y yo no pude evitar hacerles coro.

—Lo que no entiendo, Jaime —fue la tía Mari Luz quien intervino—, es por qué no te comes directamente un filete de choto a la hora de comer, como hace papá.

—¡Ah! Es que a mí el potaje de bacalao me gusta mucho. Pero eso es una cosa, y la vigilia es otra bien distinta… Yo soy un pagano muy estricto.

Mamá me alargó el vestido y desenchufó la plancha. Parecía que no iba a pasar nada más, ella estaba ya acostumbrada a las exhibiciones de su marido, yo creo que incluso le hacían gracia, pero tampoco aquella vez resistió la tentación de reprenderle blandamente, aunque sólo fuera por quedar bien ante el servicio, y él reaccionó como si fuera exactamente eso lo que estaba esperando.

—Desde luego, Jaime, no sé por qué tienes que montar siempre tanto escándalo.

—Pues bastante peor es lo de tu hermana la santa, esa que reza para salvar mi alma —replicó papá, elevando la voz en un tono teñido de desprecio—, que, monja y todo, está en bañador al lado de la piscina, haciéndose la cera hasta la cintura como si fuera una vicetiple…

Mamá levantó la cabeza y le dirigió una mirada furiosa, que él sostuvo con desdén.

—No te miento. Ahí está, no tienes más que ir y comprobarlo por ti misma.

Me dije que nunca nacería un hombre más tramposo, y sentí un dolor casi físico al calcular las dimensiones de la tormenta que se iba a desencadenar sobre la cabeza de Magda de un momento a otro, porque, aunque no entendía muy bien el sentido de tal catástrofe, el frenético taconeo con el que mi madre parecía querer pulverizar las baldosas del suelo mientras abandonaba la cocina a toda prisa, sin detenerse siquiera a plegar la tabla de planchar, me convenció de que indudablemente estaba apunto de producirse.

Todo el mundo se las arregló para desaparecer de mi vista en menos de un minuto. Yo también intenté marcharme, pero la tata me cogió por un brazo, me metió en el baño, y empezó a peinarme, mientras me advertía que a la abuela le reventaba tanto llegar tarde a la iglesia que era capaz de dejar en tierra a los rezagados, y que ya podía correr porque aquel día, encima, había procesión. Yo asentí y simulé dirigirme a la puerta principal, pero me agazapé en el hueco de la escalera y contuve la respiración hasta que escuché el ruido de los coches que se alejaban. Entonces salí corriendo y no paré hasta llegar a la piscina.

Magda, embutida en un bañador negro, con las piernas relucientes de crema hidratante, lloraba y fumaba sin parar, consumiendo el cigarrillo directamente desde el filtro. Me vio enseguida e intentó sonreír, pero en lugar de saludarme, murmuró algo que no entendí con los ojos clavados en el suelo, y yo me quedé de pie, a su lado, sin saber muy bien qué hacer. Me preguntaba qué resultaría mejor, si sentarme junto a ella en silencio o ensayar algún comentario divertido sobre lo absurdo de la bronca que acababa de recibir, pero Magda ni siquiera me miraba, estaba tan triste que no parecía necesitar ningún consuelo, y empecé a sospechar que, en aquel trance, mi compañía le sobraba. Volví despacio sobre mis pasos, en dirección al hueco que se abría a modo de puerta en el seto de arizónicas que rodeaba la piscina, pero no llegué a alcanzarlo, porque precisamente entonces, en aquel mismo lugar, apareció la última persona a quien yo esperaba encontrar allí en aquel momento.

Papá se dirigió directamente hacia Magda, actuando como si no me hubiera visto, y cuando la alcanzó, rodeó su cuerpo para situarse exactamente a su espalda. Entonces, se inclinó hacia delante, deslizó una mano por debajo de cada una de sus axilas, y la levantó un segundo en vilo, el impulso justo para poder unir sus propios pies y situarlos en el mismo punto donde el cuerpo de ella había descansado antes. Luego la dejó caer con suavidad, y repitió la operación varias veces, jugando con su cuñada como si fuera una niña pequeña, haciéndola botar una y otra vez sobre sus empeines.

—Vamos, vamos, Magdalena… ¿Y lo contento que se va a poner el Espíritu Santo cuando vea que has tenido un detalle tan bonito?

Ella, que había celebrado cada uno de sus empellones con una sonrisa, rió entonces abiertamente mientras las lágrimas aún brillaban sobre sus mejillas.

—Has sido tú, ¿verdad?

—Claro. ¿Quién iba a ser si no?

—Eres un cabrón, Jaime, en serio —pero no había dejado de sonreír—. Bastante tengo ya con lo que llevo a cuestas como para que tú, encima, te diviertas enredando más las cosas.

—¡Pero si lo he hecho solamente por ti! No se me ha ocurrido una manera mejor de quitártelos de en medio.

—¡Ah! ¿Es que te he pedido yo que me los quitaras de en medio?

—Sí —la voz de mi padre se hizo más profunda, y su volumen descendió tan bruscamente que me costó trabajo distinguir lo que decía—. A gritos. Desde que has llegado. Siempre que te cruzas conmigo por el pasillo. Cada vez que me saludas por la mañana. Cada vez que me das las buenas noches. Ya lo sabes.

La sonrisa de Magda se ensanchó, y su voz se contagió del oscuro nerviosismo que había aflorado en las palabras de mi padre.

—¡No me jodas, Jaime!

—¿Lo ves como estás muy nerviosa? — se rió, e indiferente a mi asombro, se inclinó para besarla en la frente—. Ni siquiera sabes lo que dices —Magda se reía a carcajadas—. Vamos a dar un paseo, anda, ya verás lo bien que te sienta tomar un poco el aire…

Ella se levantó trabajosamente, sin renunciar nunca a su apoyo, y sólo entonces él se me quedó mirando, como si acabara de descubrirme.

—Y tú ¿qué haces ahí?

—Pues, no sé —contesté—, se han debido de olvidar de mí, como somos tantos… Mejor me voy de paseo con vosotros.

—Claro, pero hazme un favor primero. He estado viendo la tele en el cuarto de Miguel y creo que me la he dejado encendida. ¿Por qué no subes y la apagas? Luego sales por la verja de atrás y nos coges, iremos por el camino de la majada, ¿vale?

—Sí, pero es que el tío Miguel nunca me deja entrar en su cuarto —la verdad es que esa habitación estaba al fondo del tercer piso y no me apetecía subir tantos escalones.

—Ya, pero esta vez yo te doy permiso. Además, Miguel no está. Se ha ido con el abuelo y con Porfirio a cazar tórtolas.

—¿Y Juana? —fue Magda quien hizo esta pregunta.

—También se ha marchado. Quería ver la procesión.

—Vale —contesté, aunque los dos parecían haber perdido ya cualquier interés en mí. Sin embargo, Magda se me acercó y me dio un beso.

—Gracias, tesoro. Por la compañía.

Atravesé el seto y me quedé quieta al otro lado. Intentaba engañarles, pero la voz de mi padre resonó enseguida desde la piscina —Malena, no te estoy oyendo andar—, y tuve que marcharme. La televisión del cuarto de Miguel estaba apagada, y por supuesto, me sobró tiempo para llegar hasta la majada y volver sin verles por ninguna parte, pero mi expedición no llegó a resultar tan desgraciada como prometía, porque me encontré en la verja de atrás con los cazadores, que estaban de muy buen humor y me invitaron a merendar para celebrar la docena larga de tórtolas que les colgaba de los cinturones. Fuimos en el jeep a una venta aislada, en medio del campo, y mientras yo me atiborraba de tortilla, el abuelo llamó a casa y le dijo a mamá que estaba allí, con ellos. Al final, todos mis problemas se redujeron a una ligera regañina y la orden de madrugar al día siguiente para acompañar a Magda al pueblo a misa de ocho, y fue solamente durante aquel paseo, contagiada yo misma del entusiasmo que impregnaba todos sus gestos de una alegría distinta, que ya no era sana, ni limpia, ni emanaba de Dios, cuando por fin pude estar segura de que algo dentro de ella había cambiado para siempre.

Ahora avanzaba por la acera, en mi dirección, con el mismo aplomo satisfecho que me había sorprendido entonces. Tal vez fuera la elevación de su cabeza, el cuello casi tirante, o la decisión con la que sus hombros apuntaban hacia atrás, arqueando su espalda, no me sentía capaz de precisar las causas de aquel efecto óptico, pero sin embargo sabía que nadie, ni siquiera su madre, habría podido reconocer a simple vista en esa mujer, que caminaba como si nada en el mundo tuviera el poder de conmoverla, a la extraña monja impostora que interrumpía regularmente cualquier actividad para mirar bruscamente a su alrededor, obligándose a permanecer siempre al acecho de una invisible amenaza. Magda era Magda otra vez pero, como antaño, pasó por delante de mí sin descubrirme, con la vista perdida en algún remoto punto del horizonte, y cuando yo todavía no había tenido tiempo para reaccionar, levantó el brazo derecho y paró un taxi, reduciendo con ese gesto todas mis opciones a una sola.

La llamé por su nombre y corrí a su lado, esforzándome por no pensar en lo que estaba haciendo. Ella, en cambio, no intentó controlar su sorpresa, y de puro asombrada semejó perder el control de su cuerpo, que permaneció tan rígido e inmóvil como si fuera de cartón mientras me dedicaba la mirada incrédula, hecha a medias de miedo y estupor, que le habría dirigido a un fantasma auténtico. No me atreví a decir nada, y ella tampoco rompió el silencio, pero el taxista intervino cuando el sonido de las bocinas comenzaba a adquirir un volumen atronador —a ver si se aclara usted, señora… ¿nos vamos o no nos vamos?— y todavía dudó unos segundos antes de empujarme dentro del coche, con tanta brusquedad que hasta llegué a temer que hubiera decidido no acompañarme.

—Muy bien, Malena, y ahora… ¿qué hago yo contigo?

Llevaba casi cinco minutos mirando por la ventanilla, dándome forzadamente la espalda, cuando se volvió para hacerme esta pregunta. Estaba muy nerviosa y parecía asustada, pero con miedo de verdad, el miedo que tienen los niños pequeños, aunque yo no pudiera darle una respuesta.

—No sé.

—Claro. ¿Qué vas a saber tú?

Se giró de nuevo, como si estuviera infinitamente interesada en el paisaje, y entonces pensé que lo mejor sería contárselo todo, explicarle por qué estaba junto a ella en aquel taxi, disculparme e intentar tranquilizarla a la vez.

—Yo estaba en la puerta de la academia, ¿no? Iba a ir a clase de inglés, pero entonces te vi salir del metro, y te seguí para saludarte.

—Pero no lo hiciste —se había vuelto nuevamente hacia mí, y me miraba.

—No, porque ibas muy deprisa. Esperaba cogerte, pero te metiste en esa casa cuando yo todavía estaba muy lejos, y me hubiera marchado, pero no sabía por dónde se volvía a la academia, no conozco ese barrio. Le pregunté al portero y me dijo que allí no daban clases de francés… —ella no dijo nada, y me dije que no me quedaba otro remedio que arriesgarme—. Yo ya me imaginaba que no ibas a clase de francés, porque sé que hablas muy bien, te escuché una vez.

—Eso no se lo habrás contado a nadie, ¿verdad? —cuando pronunció esta frase parecía más alarmada que nunca, pero yo negué moviendo la cabeza con decisión.

—Yo sé guardar secretos.

Entonces sonrió, y luego empezó a reírse, y se reía cada vez más alto, mientras me abrazaba y me apretaba fuerte, tanto que fui yo quien estuvo apunto de asustarse, hasta que contemplé cómo su alborozo se deshacía en una mueca casi nostálgica.

—¡Dios mío, Dios mío, estamos todos locos! Sólo tienes once años y ya estás metida hasta las cejas en esto, ya sabes lo que se puede y lo que no se puede contar, qué barbaridad… Por supuesto que sabes guardar secretos —parecía más tranquila, y su voz se volvió dulce—. Eres la nieta de mi padre, la hija de mi hermana, has aprendido a guardar secretos antes que a montar en bicicleta, como todos… A mí también me pasó lo mismo.

—Ya sé que es pecado.

—No, no es pecado, Malena —me acariciaba el pelo con la misma indescifrable lentitud que acariciaba sus palabras—, no es pecado. Mentir sí, pero esto… Esto es sólo una manera de defenderse.

El taxi se detuvo junto a la acera antes de que se me ocurriera algo más que decir. No había entendido sus últimas frases, pero tampoco les había concedido ninguna importancia, ahora pienso que si entonces conseguí ser tan leal fue sobre todo porque nunca llegué a comprender bien la naturaleza de los misterios que se me confiaban. En realidad, sólo había una cosa que me preocupara, y se la pregunté apenas comenzamos a caminar por una calle moderna, completamente desconocida para mí, cuando un hombre que llevaba un mono azul frenó sus pasos sólo porque nos aproximábamos a él, para quedarse mirando las piernas de mi tía y gruñir algo entre dientes mientras ella esbozaba una sonrisa rácana, como si, al fin y al cabo, llamándose todavía Agueda, le diera vergüenza sonreír por algo así.

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