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Authors: Elvira Lindo

Tags: #Humor, Infantil y juvenil

Manolito Gafotas (11 page)

BOOK: Manolito Gafotas
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Superpróstata actuaba de nuevo. Me metí en mi casa y al cabo de cinco minutos empezamos a escuchar gritos en el descansillo. Mi madre, el Imbécil y yo salimos a la escalera. La Luisa subió desde el segundo, y uno, que no sé cómo se llama, bajó desde el quinto. El del cuarto gritaba:

—¡De repente, abro la puerta y qué veo, a don Nicolás haciendo rayas de rotulador al lado de mi puerta, y claro, yo eso no lo puedo tolerar, hasta ahí podíamos llegar!

Los vecinos empezaron a darse cuenta de que toda la escalera tenía las famosas rayas. Mi madre estaba callada y cuando mi madre está callada es que la Tierra ha dejado de girar alrededor del Sol, eso está demostrado. La Luisa tomó la palabra:

—Don Nicolás, estas cosas tienen un pase si las hace un niño como Manolito, pero cuando las hace una persona mayor son de juzgado de guardia.

Creo que era mi oportunidad histórica para decir que había sido yo, pero mi abuelo se me adelantó:

—Señoras, señores —dijo con la voz de los actores cuando se mueren en las películas—, creo que estoy a punto de desmayarme.

Mi madre le cogió del brazo y se metieron los dos para casa. Los vecinos se quedaron en silencio sin saber qué decirse los unos a los otros. La Luisa, que siempre tiene que romper el hielo, hizo un diagnóstico de urgencia:

—Eso es falta de riego sanguíneo. Mi abuelo empezó también a hacer tonterías por falta de riego sanguíneo. A los tres meses y medio murió.

Ahora sí que me puse a llorar. La Luisa me estrujó entre sus brazos, me limpiaba las lágrimas con las manos; las manos le olían a ajo; en casa de la Luisa hasta el postre se come con ajo. Lo he visto con mis propias gafas.

El del cuarto no sabía dónde meterse, porque ahora nadie veía bien eso de gritar a un abuelo con falta de riego sanguíneo.

Salió mi madre, me salvó de los brazos estrujantes de la Luisa y me puso entre los suyos. Las manos de mi madre olían a Pril-Limón, que es el lavavajillas que se usa en mi casa. Mi madre dijo:

—No quería que nadie lo supiera, pero… mi padre tiene demencia senil, por eso ha hecho lo de la escalera, porque pierde la cabeza. Pagaremos lo que haga falta.

La Luisa dijo que de ninguna manera, que al fin y al cabo las rayas no molestaban a nadie y que había que tener caridad de esos pobres ancianos que dentro de poco iban a abandonar el planeta Tierra. Yo estaba alucinado: eso de descubrir que tu abuelo es un viejo loco al que le quedan tres meses y medio de vida era muy duro para un nieto como yo.

Todo el mundo se despidió bastante triste; casi nos estaban dando el pésame. El del cuarto se fue a su piso como ese asesino de abuelos en el que se acababa de convertir, y nosotros nos metimos en casa. A partir de ese momento me quedé en un rincón mirando lo que hacía mi abuelo: estaba tan pancho mojando un donuts de hacía días en un vaso de leche.

A él siempre le gustan las cosas que se quedan duras, el pan o los bollos, para deshacerlas en la leche con azúcar. Es lo que él llama «el célebre soperío». De repente, mi pobre abuelo me pareció muy raro: no era muy normal que siempre prefiriera los bollos duros, el pan de anteayer, que siempre fuera buscando en la nevera los restos del día anterior. Mi madre siempre dice: «En mi casa no se tira comida a la basura, de eso se encarga el abuelo. Lo podían contratar en el Vertedero».

Me daba mucha pena tener un abuelo loco, la verdad. Me daba pena y miedo: ¿Mira que si me atacaba al anochecer?

El anochecer llegó y también la noche. Las cosas no son fáciles cuando tienes la obligación de acostarte con un abuelo loco, pero eso a nadie parecía importarle. Mi padre protestaba por la cena, como siempre:

—Otra vez acelgas, otra vez pasto. Catalina, me vas a matar de aburrimiento.

Y el Imbécil se reía con las tonterías de mi abuelo como todas las noches, sin saber que no eran tonterías sino demencia por falta de riego sanguíneo. Le dije a mi madre cuando me estaba lavando los pies para ir a acostarme:

—¿Puedo dormir con el Imbécil?

—Hijo mío, qué mosca te ha picado. Nunca has querido acostarte con él, tuvimos que cerrar la terraza para que pudieras estar con tu abuelo y ahora me dices que quieres dormir con tu hermano. Estás como una cabra.

—¿La locura es hereditaria?

—¿No me estarás llamando loca?

—No, lo digo por el abuelo.

—Ah, ése —dijo mi madre echándose a reír misteriosamente—, ése está como un cencerro.

El momento de la verdad había llegado. Mi abuelo y yo a oscuras en la habitación, con la radio puesta como todas las noches de nuestra vida.

—Venga, Manolito, majo, ven a calentarme los pies.

Eso me dijo, y me dio las veinticinco pesetas para la hucha, como todas las noches de nuestra vida. Y yo me metí en su cama. ¿Serías tú tan valiente de decirle que no a un loco sin riego sanguíneo? Cuando los pies de mi abuelo ya estaban calientes, suspiró y dijo la misma frase de antes de dormir:

—Qué alivio, esto ya es otra cosa —pero esa noche, mi abuelo siguió hablando—: Al principio casi me da un paro cardíaco cuando el tío del cuarto abrió la puerta y me pilló haciendo las rayas en su descansillo, luego se me ocurrió lo del mareo, y luego a tu madre lo de la demencia senil. No me dirás que no lo hemos hecho bien entre todos, Manolito.

Mi madre diciendo mentiras, mi abuelo haciéndose el loco, los vecinos tragándose la historia y yo… yo también. Había veces que era más tonto de lo que parecía a primera vista.

—Entonces, ¿ni estás loco ni te vas a morir dentro de tres meses y medio?

—Pues no, estoy hecho una porquería pero tengo el cerebro de un niño.

Jo, qué día había pasado. Mi arsenal de lágrimas se había agotado, así que esperaba que al día siguiente no pasara nada malo ni a mí me diera por cometer ningún delito.

Lo que estaba claro era que a veces no sabía por qué hacía las cosas.

—Abuelo, no sé por qué lo hice. No sé por qué pinté la escalera con los rotuladores.

Entonces mi abuelo me dijo que no siempre uno sabía por qué hacía las cosas. Mi abuelo me dijo que desde que existen los rotuladores en el mundo mundial muchos niños han pintado las paredes y ninguno de ellos sabía por qué lo había hecho.

—¿Y cuando no existían los rotuladores?

Mi abuelo me dijo que pintaban las paredes con lápices, y antes con óleos, y antes con lo que pillasen. Después de mucho pensar le dije a mi abuelo:

—A lo mejor al niño que dibujó los animales en las cuevas de Altamira también le echaron una bronca.

—Pues a lo mejor.

—Y fíjate —me senté en la cama porque empezaba a estar emocionado— ahora la gente paga por verlo.

—Para que veas.

Me dormí muy contento, creo que esa fue la noche más feliz de mi vida. Porque me había librado de la peor bronca de mi vida, porque mi abuelo no estaba loco, porque no se moriría hasta 1999 y porque dentro de cinco siglos vendrían especialistas de todo el mundo para ver las rayas de una casa de Carabanchel, y saldrían fotos en todos los libros de la escuela del futuro.

Al día siguiente, antes de irme al colegio, saqué de nuevo uno de mis rotuladores de «Felices Pascuas. Pescadería Martín» y escribí en letra muy pequeña y en un rincón de la escalera:

«Manolito Gafotas. Febrero de 1993».

Quería facilitarles la investigación a los científicos del siglo XXV y quería que mi nombre se viera en las fotos que salieran en los libros. Al fin y al cabo, mi abuelo me había ayudado, pero yo había sido el inventor y el artista.

La Paz Mundial

Hace diez días con sus diez noches mi
sita
Asunción entró en la clase a las nueve en punto de la mañana, sin dejarnos esos cinco minutos que tenemos todos los días para echarnos en cara lo que nos hicimos los unos a los otros el día anterior.

La
sita
Asunción tomó aire y casi todos bostezamos porque era muy temprano para aguantar uno de sus discursos. Nuestra
sita
dijo lo siguiente:

—Este año quiero que preparemos el Carnaval como si fuera el último carnaval de nuestra vida. Vamos a presentarnos a un concurso de Eurovisión de disfraces que van a hacer en una discoteca de Carabanchel el próximo sábado. Van a presentarse niños de los colegios de todo el barrio y tenéis que demostrar al mundo que sois unos niños como Dios manda y no esos delincuentes que parecéis.

No la dejamos acabar, se montó un mogollón en la clase que no veas. Yihad se levantó para decir:

—Aviso: yo me voy a disfrazar de Supermán y lo digo para que no se disfrace nadie más de Supermán porque en esta galaxia Supermán sólo hay uno y ése soy yo y no quiero tener que partirme la cara con nadie. Repito: es un aviso.

Entonces dice el Orejones:

—¿Y de qué me disfrazo yo si sólo tengo el disfraz de Supermán y mi madre no me va a querer comprar otro?

Y se empezó a oír un eco en toda la clase: «Y yo… y yo… y yo», porque todos los niños tienen el mismo disfraz de Supermán por los siglos de los siglos.

Yihad había avisado. Se tiró descontrolado a por el primero que pillara, porque a Yihad en esos momentos de alta tensión ambiental le da igual ocho que ochenta. No sé por qué tuvo que pillarme a mí; a lo mejor tiene razón mi madre cuando dice que siempre estoy en medio, como el jueves. Menos mal que soy un niño con reflejos y me defendí rápidamente:

—No hace falta que me rompas las gafas esta vez, Yihad. Todo el mundo sabe que yo prefiero ser el Hombre Araña.

Entonces salió un tío de mi clase diciendo que el Hombre Araña era él, y una niña que quería ser la Bella y pedía a gritos una Bestia… Así que, tal y como se habían puesto las cosas, no nos quedó más remedio que empezar a pegarnos, porque es la única forma que tenemos en mi clase de solucionar nuestros problemas de convivencia.

La sita Asunción, fuera de sus casillas, dio tres punterazos en la mesa y eso nos hizo acordarnos en masa de que estábamos en el colegio, en una clase y con una sita despiadada: la sita Asunción. Mi sita dice que da los punterazos en la mesa para desahogarse. En el fondo lo que a ella le gustaría sería darlos sobre cabezas humanas, lo que pasa que tiene la mala suerte de que ahora se lo prohíbe la Constitución española. «Si no fuera por la Constitución —dice a veces mi sita Asunción—, ibais a estar más tiesos que unas velas del Santo Sepulcro».

Mi sita Asunción dijo que nada de supermanes, ni de hombres arañas, ni de bellas ni de bestias; que teníamos que demostrar a Carabanchel, a España, a Estados Unidos y al planeta Tierra que éramos unos niños buenas personas, que luchábamos por la paz del Mundo Mundial y que ella había pensado que nos íbamos a vestir los treinta niños bestias que somos de palomas de la paz.

Si no hubiera sido porque la sita Asunción iba armada con su puntero y porque además es nuestra señorita y porque somos una pandilla de cobardes, le habríamos dicho a coro: «Anda vete, salmonete».

Estábamos bastante desilusionados; había sido el chasco más grande de nuestra existencia. Nos quedamos muy callados; ya nada nos hacía ilusión en este mundo mundial. Entonces mi sita continuó:

—El jurado, que es la Asociación de Vecinos, nos dará el primer premio, porque no hay jurado en España que se resista a dar el primer premio a treinta niños que van vestidos de palomas de la paz. Además nos llevaremos muchos regalos. Seremos por un día los símbolos de la paz mundial y nuestro grito de guerra hasta el sábado será: ¡Los vamos a machacar!

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