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Authors: Chufo Lloréns

Mar de fuego (15 page)

BOOK: Mar de fuego
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—Me tenéis intrigado, continuad.

—El caso es que ha llegado a mis oídos que las subastas del mercado de esclavos siguen en auge.

—Evidentemente —repuso Martí—, y no sólo aquí sino en todo el Mediterráneo. Mientras haya escaramuzas de frontera y piratas habrá esclavos. También es cierto que la ciudad no podría sobrevivir sin esa mano de obra barata y continuada —reconoció, con cierto pesar—. Aunque debo deciros que en mi casa, al cabo de un tiempo y según sus méritos, todos acaban convirtiéndose en libertos.

—Es conocida vuestra magnanimidad, que es precisamente lo que me ha hecho acercarme hasta vos. Mi proyecto no se aleja demasiado de vuestras ideas. Permitidme continuar.

Martí le indicó que prosiguiera con un gesto.

—Es evidente que cuando un esclavo sube al tablado de la subasta es casi una bestia que tiene un valor determinado; y que, según en qué manos caiga, progresará en su condición o se embrutecerá en ella.

—Ciertamente: el amo que lo adquiera, tendrá mucho que ver en su progreso —afirmó Martí.

—Mi idea, que no es tal pues no me pertenece, es la de mejorar la vida de esos desgraciados aplicando una manera de hacer hasta ahora desconocida en estos lares y que por descontado me proporcionará a la larga buenos réditos. —Mainar había lanzado el anzuelo. Hubo unos instantes de silencio y añadió—: Aunque no es mi intención caer en la usura y hacerme rico en dos días, ya que ello no agrada a la Santa Madre Iglesia.

—Creedme si os digo que habéis conseguido intrigarme, aunque aún no alcanzo a ver dónde entro yo y cuál es el negocio.

—Enseguida lo vais a ver. Mi intención es hacerme con aquellos esclavos que mi instinto y buen criterio me indiquen que pueden progresar. No he de aclararos que he visitado casi todos los mercados del mundo conocido y que sé entrever, bajo cualquier color de piel, el potencial de un hombre. Si el precio me conviene y llego a un buen acuerdo, me haré con aquellos a los que pueda enseñar un oficio de acuerdo con su natural disposición: los mantendré, pagaré su estancia y su alimentación y los dotaré de buenos maestros artesanos. Cuando al cabo de un tiempo haya perfeccionado su natural condición, los revenderé a gentes adineradas, lógicamente cargando un modesto beneficio por mor de su enseñanza y preparación, con la condición de que al cabo de un tiempo, que variará según el rendimiento de cada uno, les deberán dar la oportunidad de convertirse en libres.

Martí meditó unos instantes. El proyecto era inusual.

—Dos cosas se me escapan en este asunto que, reconozco, me parece un hermoso gesto. La primera, el porqué de este extraño mecenazgo y la segunda… qué tengo yo que ver con todo esto.

Mainar esperó unos segundos antes de responder. Éste era el momento crucial de la conversación y debía mostrarse plenamente convincente.

—Voy a responderos por orden —dijo finalmente—. Yo fui esclavo en Túnez y la fortuna y el favor de Dios hicieron el milagro de que hoy pueda estar aquí como hombre libre. Creo, por tanto, que estoy en deuda con mi Hacedor. Mi propósito no es hacer caridad sino ganar un estipendio ajustado y de paso hacer un bien a alguien necesitado. La Santa Madre Iglesia me lo tendrá en cuenta, sin duda, en mi última hora.

—¿Y la segunda?

El ojo de Mainar brillaba ansioso pues tan largo y tortuoso diálogo había llegado a su punto álgido.

—Veréis, señor, vos poseéis una casa que sería la apropiada para llevar a cabo mi proyecto de dar mejor vida a estos desheredados.

Martí arrugó el entrecejo al percatarse por fin de cuál era la intención final de aquella entrevista.

—¿A qué casa os referís?

—A la que poseéis en la Vilanova dels Arcs y que, según me han informado, se halla desocupada en estos momentos.

—Lo recuerdo perfectamente: se la compré a una viuda necesitada de numerario y por cierto no intenté sacar beneficio del trato, rompiendo con ello una norma en los negocios que me enseñó mi suegro, un judío justo que ya murió y que la consideraba una regla sagrada. En cualquier operación es razonable sacar un dividendo.

—Os dais cuenta de que a veces es bueno mezclar el corazón con la cabeza tal como yo pretendo hacer ahora —adujo Mainar.

—Y vos sois consciente de que para llevar a buen fin vuestro proyecto os será necesaria una gran cantidad de dinero.

—Como comprenderéis, antes de acudir a vos he hecho mis cálculos tanto al respecto de la compra de la casa que necesito como de los gastos de instalarla y del precio de la compra del primer grupo de esclavos que me será necesario, así como su manutención antes de que pueda proceder a su venta.

—Perdonad que insista. Soy hombre de negocios y sé por experiencia que si no se calculan los riesgos al planear un negocio hasta el último sueldo, fácil es que todo se venga abajo por no haber tenido en cuenta cosas que parecen nimias y que sin embargo son muy importantes.

—Si no fuera persona de confianza, ¿creéis acaso que caballero de tanto renombre como Marçal de Sant Jaume me hubiera otorgado su favor para conseguirme esta entrevista? Creedme si os digo que no solamente tengo cubiertos todos mis desembolsos y los plazos para hacer frente a mis compromisos, sino que además algún prestamista judío avalaría mis operaciones si fuera necesario.

Martí se tomó unos instantes para contestar. Era obvio que estaba evaluando la propuesta. Mainar intentaba disimular su ansiedad ante la respuesta.

—Os voy a decir algo. —Martí miró a la cara de aquel hombre de siniestro aspecto con respeto e incluso cierta admiración—. Hace tiempo que no hallaba alguien que pensara en los demás al plantear un negocio; justo es ganar dinero sin llegar por ello a explotar almas. Desde que llegué a esta ciudad hace ya muchos años, siempre he comprado: desde molinos a barcos pasando por mansiones y huertos… He arrendado caminos, he cobrado cánones por moler trigo, he hecho acequias y he cobrado el suministro de aguas a vecinos necesitados, pero jamás he vendido posesión alguna ni he caído en la usura. Con vos, y no me preguntéis por qué, voy a hacer una excepción. —Suspiró—. Quizá porque de esta manera me libre de alguno de mis demonios particulares y complazca a alguien a quien amé que partió de este mundo dando la más excelsa lección de generosidad que un ser humano puede dar.

»Si llegamos a un acuerdo y acordamos un precio justo, os venderé la casa para que llevéis a cabo vuestra buena obra. En su momento mi secretario os comunicará la fecha de acudir al notario del condado. Cuando la venta se haya realizado podréis presumir de ser la persona a quien, por primera vez, Martí Barbany ha vendido una propiedad. Vuestra buena intención me ha conmovido.

Tras estas palabras Martí se puso en pie dando por finalizada la entrevista. Mainar se levantó a su vez y no pudo impedir, al estrechar la mano del naviero, que un destello de satisfacción relampagueara en su único ojo.

17

Los
Usatges

La condesa Almodis iba a presidir la última reunión del año antes de las fiestas de Navidad, que se iba a celebrar como cada viernes en el palacio condal. Para ello, aconsejada por su pequeña corte compuesta por su primera dama Lionor, las damas de gabinete doña Brígida y doña Bárbara, Hilda, la vieja ama de los gemelos, y Delfín su bufón, augur y consejero, se acicalaba en sus compartimientos privados a fin de vestir del modo más apropiado para aquella solemne reunión que presentía borrascosa y que tan importantes consecuencias podría tener para el futuro buen gobierno de los condados catalanes. Llevaba años sembrando el camino para abordar el tema que iba a tratar en la reunión de ese día. Era ésta previa e informal, como todas las que precedían a la votación final antes de dejar aprobado o rechazado cualquiera de los artículos que deberían constituir finalmente el
corpus judice
que regiría la vida y costumbres de los catalanes y que debería ser sancionado por la rúbrica del conde. Entre los presentes estarían Gilbert d'Estruc, gentilhombre de confianza fiel servidor suyo; Gualbert Amat, senescal de cámara y adicto indiscutido del conde Ramón Berenguer I; Olderich de Pellicer, veguer de la ciudad, hombre justo donde los hubiere y amante de las normas; Odó de Montcada, obispo de Barcelona y como tal atento a las conveniencias de la Iglesia, fiel seguidor de las indicaciones del papado y guardián de su ortodoxia; Guillem de Valderribes, notario mayor, fedatario condal que cuidaría de que la redacción de la ley se ajustara a derecho, y los honorables jueces Ponç Bonfill, Eusebi Vidiella y finalmente Frederic Fortuny. De éstos, únicamente el tercero se mostraba afín a ella; los otros dos se inclinaban más bien hacia su esposo y eran guardianes rigurosos de las normas establecidas.

Frente a su bruñido espejo, la condesa Almodis daba las últimas pinceladas a su tocado. En contra de la opinión de Delfín que, agudo y descarado como siempre, se atrevía a decir a su ama lo que nadie osaba en su presencia, doña Lionor aprobaba la negra y solemne vestimenta de su señora teniendo en cuenta la circunstancia y el momento.

—Señora, el negro, además de favoreceros, os da un aire de seriedad que conviene a la reunión que vais a celebrar, y el tocado en banda que os recoge la barbilla os proporciona un toque monjil que agradará sin duda al obispo Odó de Montcada.

—Perdonadme, Lionor, que esté en total desacuerdo con vos. —La chillona voz de Delfín resonó en la gran estancia.

—A ver… ¿qué es lo que tienes que opinar desde tu óptica miope y corta de miras?

—Pues veréis, mi ama. El negro os avejenta todavía más y ya no sois una niña. Y en cuanto a la banda que recoge vuestra barbilla, si bien entiendo que disimula vuestra papada incipiente, os da un aspecto mojigato que implica una sumisión a la Iglesia que no conviene que perciba nuestro obispo.

La condesa palideció bajo los afeites que disimulaban su edad. Los partos, que entre uno y otro marido habían sido siete, las tensiones de gobierno, las campañas guerreras acompañando a su esposo y las vicisitudes de su agitada existencia, habían dejado huella en aquel otrora hermoso rostro que ahora, al borde de la cincuentena, comenzaba a acusar los estragos del tiempo.

—Eres un impertinente crónico y no te hago azotar porque hoy no es día, pero no olvidaré tu escarnio y te lo cargaré en el debe.

Las damas callaban y cuando Lionor iba a intervenir, el enano díscolo y caprichoso respondió, indómito:

—Por lo visto, señora, os complace más la opinión de esta corte de viejas cluecas aduladoras que os rodea que la opinión franca del hombre que ha seguido desde siempre vuestro proceloso caminar por la vida y que dejando aparte su conveniencia os dice la verdad, aunque eso signifique caer en vuestra desgracia.

Tras esta diatriba, el bufón se apeó de un brinco de la grada desde la que observaba el acicalamiento de su ama y dando un portazo salió del saloncillo.

—Dejadlo, señora, no vale la pena —terció el ama Hilda, apaciguadora—. Si siempre fue persona quisquillosa y amargada, la edad lo está volviendo imposible. Y lo que en su juventud fuera ingenio y solaz para todos se ha tornado con los años en un escudo defensivo que, pretendiendo ser franco, roza la impertinencia y la mala educación.

—Doña Hilda tiene razón —convino doña Lionor—: como nada entiende de ropas ni de conveniencias, hace bandera de su descaro y abusa de vuestra paciencia para demostrarnos a todas que es el único que se atreve a deciros verdades desagradables cuando en realidad es un ser impertinente y resentido que lucha por mantener a vuestro lado el lugar preeminente de honesto consejero que le habéis otorgado… A veces sin merecerlo —concluyó, con evidente mala intención.

Almodis meditó unos instantes. Vio su rostro reflejado en la bruñida lámina de cobre que le devolvía una imagen distorsionada y comenzando a desabotonarse el cuerpo de su vestido, dijo:

—Dicen que únicamente los locos y los niños acostumbran a decir las verdades y el pobre Delfín tal vez participe de ambas condiciones. Dejad en mi arcón este traje negro y traedme el malva de las mangas sujetas con cintas a las muñecas. Tiempo habrá, Dios no lo quiera, de lucir tocados de viuda.

Nadie de los presentes se atrevió a contradecirla.

La reunión iba a tener lugar en un salón alargado en el primer piso del palacio, que se había usado tradicionalmente como lugar de recepción de altos dignatarios o embajadores de países menos importantes. Su artesonado de maderas trabajadas amortiguaba el eco de las conversaciones y hacía posible el diálogo entre una punta y la otra de la gran mesa que había en su centro. En los sillones de ricas maderas labradas, todos diferentes, obra que comenzara el maestro Tubau de Argemí y finalizara su nieto, se fueron sentando los consejeros y auditores y a sus espaldas lo hicieron cada uno de sus respectivos amanuenses, que preparaban sobre sus rodillas los recados de escribir, afilando sus plumas, destapando sus frasquitos de tinta y preparando el polvo secante. Los criados fueron encendiendo los candelabros y hachones que iluminaban la estancia, y apartando de las emplomadas vidrieras de los ventanales las telas que impedían la entrada de la luz natural.

Haría un rato que aguardaban cuando el chambelán de puerta dio un golpe con la contera de su vara en el entarimado y anunció:

—La muy ilustre condesa de Barcelona, Gerona y Osona.

Entre un murmullo de voces y un arrastrar de sillones compareció majestuosa y solemne Almodis de la Marca, ataviada con un vestido malva que resaltaba sus todavía voluptuosas curvas y acompañada por aquel enano impertinente. Su porte conservaba aún un empaque tan especial que emanaba autoridad. Con paso lento se dirigió a la cabecera de la gran mesa, y tras tomar asiento en su trono, indicó a los cortesanos que se sentaran en sus correspondientes sitiales en tanto que con un brusco gesto de su diestra, que hubiera podido dirigir a un can, indicó a Delfín que se colocara en un bajo escabel, junto a sus piernas.

Cuando todos se hubieron situado, la voz de mando y algo ronca de la condesa rasgó el silencio:

—Excelencia reverendísima, señor obispo Odó de Montcada, señores jueces Bonfill, Vidiella y Fortuny, senescal Gualbert Amat, notario de Barcelona, Guillem de Valderribes, honorable veguer de la ciudad Olderich de Pellicer. Hoy he tenido a bien cambiar nuestro ordinario lugar de reunión para dar a ésta un cariz diferente, ya que diferente y muy importante es el tema que vamos a tratar. El lugar escogido es mucho más íntimo, pues para el empeño que hoy nos ocupa era mi deseo tener a vuestras señorías más cercanas, a efecto de calibrar más acertadamente las opiniones y consejos que tengan a bien transmitirme y asimismo saber quiénes son los que abundan en mi criterio y quiénes los que encuentran obstáculo a mis propuestas.

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