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Authors: Chufo Lloréns

Mar de fuego (36 page)

BOOK: Mar de fuego
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—Premiaré tu fidelidad y diligencia; soy amo severo, pero justo. Estoy acostumbrado a que se me obedezca, pero debo premiar a quien lo hace con tanta eficacia y esmero. Te diré lo que vamos a hacer: vas a ir haciendo pequeños favores a ese infeliz. Comenzarás por hacerle descuentos, algún día señalado lo invitas hasta que un día, cuando menos se lo espere, le dirás que el precio ha subido. Cuando proteste, argüirás que te estás comprometiendo y que, sintiéndolo mucho, debes negarle la entrada; si has hecho bien tu trabajo, te has ganado su confianza, y lo has encelado al punto que yo creo, pataleará y suplicará. Entonces deberás simular que te apiadas de él y le prometerás interceder ante mí, aunque con ello te juegas el cargo. Y ahora viene lo más importante.

Mainar se alzó de su asiento y se dirigió al baúl que estaba en el rincón. Maimón observaba sus pasos con curiosidad. Al poco de remover en un cajón el amo regresaba llevando entre sus manos una cajita de madera y cuero. Entonces, sentándose de nuevo y entregándosela, le habló solemnemente:

—Aquí te entrego, Maimón, el polvo de la felicidad; un único defecto tiene si el que lo usa desconoce la mesura: en la medida en que le complazca al principio, le hará su esclavo después, de manera que no podrá prescindir de él.

El esclavo tomó en sus manos la caja con gesto temeroso y reverente.

—Ábrela —ordenó Mainar.

Maimón así lo hizo, y observó en el fondo una hierba reseca.

—Entrégale a Nur un pellizco de esta hierba. Ella la quemará en un braserillo y obligará a su amado a que aspire el humo, pues de esta manera conocerá el más absoluto de los éxtasis. A partir de ese momento, el curita, sea quien sea, por volver a repetir este sueño, será capaz de matar a su madre.

41

Las despedidas

Martí, asomado a la ventanuca de la torre de su casa, observaba Barcelona a sus pies. La ciudad había crecido hasta límites insospechados; las espadañas de las iglesias de Sant Jaume, de Sant Miquel, de los Sants Just i Pastor, y sobre todo el perfil de la catedral recortaban la línea del cielo que se expandía en su horizonte; el Tibidabo se divisaba al norte, la mole del palacio condal y lienzos de la muralla recortaban su visión por el este; por el oeste estaba Montjuïc, y por el sur el infinito azul mediterráneo. Aquél era su espacio vital y aquélla era la tierra que amaba, a la que tanto había ayudado a crecer y en la que quería ser enterrado.

La decisión estaba tomada, pero notaba que se le encogía el alma. Antes de emprender la azarosa aventura de rescatar a su amigo Jofre, capitán del
Laia
, el barco más antiguo de su flota, de las garras del pirata Naguib, debía tomar medidas importantes respecto a su familia y negocios, para no tener otro desasosiego que el buen fin de su viaje. El primer obstáculo era separarse de Marta, y pese a dejarla en palacio al cuidado de la condesa, donde continuaría su educación, y pese a saber que la decisión era una sabia medida, su corazón sangraba; luego, para que el éxito coronara su empeño, debía proceder con diligencia para que todo se desarrollara según el plan previsto, aunque era consciente de que debería tomar muchas decisiones sobre la marcha hasta que Manipoulos no hubiera hecho las correspondientes averiguaciones.

Los acontecimientos se precipitaban y aquella mañana había decidido tener una larga conversación con Marta sobre su ingreso en palacio y otra con Ahmed, al que había designado como ayudante de Rashid al-Malik, y quien, una vez estuviera preparado el fuego griego, debía transportarlo hasta Apulia con Felet.

Martí Barbany, al que difícilmente arredraba alguna cosa, se dirigió nervioso a la terraza del primer piso, bajo cuyos soportales le aguardaba su hija. Cuando ya coronaba la escalera la divisó a través de una celosía. El corazón le dio un vuelco. Su hija era ya una mujercita y además la viva estampa de su madre a la edad que él la conoció. Su pensamiento voló desbocado a los días en que la pequeña Ruth se hacía la remolona sirviéndole limonada en el jardín de su padre a fin de conversar con él, hasta que Baruj, su viejo amigo y padre de la muchacha, la mandaba, con cajas destempladas, a reunirse con su madre o con sus hermanas; cosa que ella hacía contrariada y con el gesto agrio. Martí inspiró profundamente y con paso decidido accedió a la terraza.

La muchacha, apenas lo divisó, se precipitó a su encuentro, y tomándole las manos lo obligó a girar alegremente.

—Marta, por Dios, ya no eres una niña.

—Padre, sois tan caro de ver que cuando doña Caterina me ha comunicado que me esperabais a esta hora y en la terraza, me he tenido que pellizcar para asegurarme de que no era un sueño.

Martí la obligó a detener sus giros, y ella vio en el rostro de su padre que algo grave tenía que notificarle.

—¿Ocurre algo, padre?

Martí intentó eludir la inmediata respuesta.

—Ven, Marta, sentémonos en el mirador; ya eres casi una mujer, he de hablar contigo largo y tendido.

La muchacha siguió a su padre y ambos se instalaron en el banco de mimbre con almohadones que, mirando al mar, presidía la terraza. Martí observó a su hija con una mirada larga y contenida que no pasó desapercibida a la muchacha. Ella abrió el diálogo.

—Me tenéis inquieta, padre, ¿qué es lo que ocurre?

—Muchas cosas, hija, que me obligan a tomar decisiones que tal vez hubiera tomado más tarde.

—Os escucho.

Martí se removió incómodo.

—Verás, en momentos como éste echo de menos, más que nunca, a tu madre. Hay oficios y circunstancias que los hombres manejamos muy mal.

—Me inquietáis, padre. Imagino que lo que debéis contarme me atañe directamente. ¿Y no decís que soy ya casi una mujer? Habladme pues como tal.

—Las circunstancias han precipitado los acontecimientos, y tal vez han hecho que lo que iba a ser después sea antes, pero de cualquier manera, es mi decisión.

Los ojos de Marta interrogaban a su padre; éste prosiguió.

—He de viajar, hija.

—Siempre lo habéis hecho, padre.

—Esta vez será un larguísimo viaje. Por eso debo tomar ahora medidas que tal vez habría podido demorar unos meses.

—¿Y qué providencias son ésas?

—Decisiones que afectan a tu futuro y que implican un cambio importante en tu vida.

Ahora fue la muchacha la que se removió inquieta. Al punto que el roce de su adamascada almejía con el mimbre del respaldo del asiento sonó en la quietud de la mañana.

—¿Qué cambios son ésos, padre?

Martí intentó un hábil rodeo para presentar el plan a su hija de un modo convincente.

—Como te digo, Marta, voy a estar ausente mucho tiempo y va siendo hora de que me ocupe de tu educación como cumple hacerlo con una joven de calidad.

—Ya os ocupáis, padre. Tengo tutor y maestro en todas las disciplinas y puedo deciros, porque así me lo dicen, que en muchas materias estoy adelantada a las muchachas de mi edad —dijo la joven Marta con cierto orgullo.

—No me refiero al saber, Marta, sino a las costumbres de buena crianza y al conocimiento de personas que, sin duda, favorecerán tu futuro cuando por ley de vida no pueda yo ocuparme de él.

Una sombra oscureció los hermosos ojos de la muchacha.

—No me gusta oíros hablar así, padre.

—Ni a mí me gusta decirte estas cosas —repuso él con la más dulce de sus sonrisas—. Quiera Dios que tenga larga vida, pero eso nadie puede asegurármelo.

La muchacha insistió.

—Tengo junto a mí al padre Llobet, mi padrino, y a doña Caterina, ¿qué más puedo desear?

—A Eudald lo continuarás teniendo… En cuanto a doña Caterina, ha cumplido de sobra su misión a tu lado, pero a tu edad te urge otra compañía.

—Está bien, padre —cedió Marta —, no me opongo a ello; al igual que me habéis traído maestros y tutores, estoy dispuesta a recibir clases de quien dispongáis.

—No se trata de eso, Marta.

—Entonces, ¿de qué se trata, padre?

Martí exhaló un suspiro. Había llegado el momento de decirle cuáles eran sus planes.

—Estando yo ausente, esta casa puede parecer un páramo —empezó.

—Siempre he vivido en ella y jamás me he sentido sola —dijo Marta, extrañada—. Siempre están conmigo Amina, doña Caterina… todos, padre.

—Y precisamente por ello creo que a tu lado debe haber otras personas.

—Ya os he dicho que estoy dispuesta a recibir a quien queráis.

—La compañía que deseo para ti no viene; hay que ir a ella.

Martí extrajo un pañuelo de su ropón y se secó el sudor que perlaba su frente.

—Marta: he tenido la fortuna de que la condesa Almodis te admita en su corte; en mi ausencia vivirás en palacio.

La muchacha se tensó sobre el asiento como la cuerda de un arco y miró directamente a los ojos de su padre.

—¿Me estáis diciendo que debo dejar nuestra casa y dormir en palacio?

Martí tuvo que hacer un esfuerzo para que su voluntad no flaqueara.

—Verás a Eudald todos los días y tendrás los mejores maestros del condado; los mismos tutores que educan a las condesitas.

Marta se rebeló.

—No veo la ventaja, padre; tengo ya los mejores tutores y ésta es mi casa y quiero estar con mi gente.

—Ése es precisamente el problema —respuso Martí, levantando un poco la voz—. A tu edad, la gente que debe tratar diariamente contigo ha de ser otra, quiero que vivas en palacio. La educación de una joven de tu categoría no es únicamente su cultura; las personas que te rodearán todos los días pertenecen a las familias más influyentes del condado; llegará el día en el que tendré que escoger un esposo para ti de entre los hijos de los ciudadanos más preclaros de Barcelona y es bueno que conozcas para tu educación a gentes de las que podrás aprender muchas cosas.

Marta no cejaba.

—Con todo respeto, padre, ni quiero casarme y mucho menos conocer a nadie.

Martí recordó todavía con más intensidad el carácter de la madre de la muchacha, su querida Ruth, y las eternas peleas de ésta con su padre, su suegro Baruj, e intentó convencerla.

—Marta, no es misión de una muchacha escoger marido, yo soy el que debe decidir quién es la persona que puede desposarte. El dinero me ha abierto muchas puertas y mi condición de ciudadano, conseguida con tanto esfuerzo, me ha permitido alcanzar una posición que jamás hubiera logrado por nacimiento pero, mal que me pese, todavía tengo muchas puertas cerradas. Ahora es la ocasión: gracias a la buena disposición de la condesa Almodis, que ha decidido aceptarte en la corte a pesar de que no eres de noble condición, podrás alcanzar honores que a mí me fueron vetados. Para lo cual es imprescindible que vivas en palacio, y lo hagas rodeada de gente de calidad, para que tu presencia entre ellos sea tan habitual como la de cualquier dama. Como te he dicho, voy a estar fuera mucho tiempo. Sé que al principio será duro, pero a mi regreso bendecirás mi decisión, que por otra parte es inamovible.

Marta, que conocía muy bien a su padre, supo que aquélla era una medida sin posible retorno.

La muchacha se demoró unos instantes.

—¿Podrá venir conmigo Amina?

Martí se sintió incapaz de negarle a su hija aquel deseo.

—Si ella quiere y éste es tu gusto, sea.

—¿Puedo retirarme, padre? —solicitó Marta. Una lágrima pugnaba por salir de sus ojos y, sin embargo, se contuvo.

—Puedes hacerlo.

Marta se puso en pie dispuesta a retirarse.

—Ahora no lo entiendes, hija, dentro de unos años bendecirás mi decisión.

Omar aguardaba la llegada de su hijo junto a la entrada del enlosado patio. Hacía ya tiempo que el muchacho se había ido a vivir al molino, y la última vez que estuvo en la casa viendo a su madre, él había partido a una diligencia en las atarazanas, de manera que no pudo verlo.

Ahmed al ver a su padre en pie junto al gran arco de piedra de la entrada de la mansión de Martí Barbany, se estremeció; Omar, que siempre había sido flaco, ahora aparecía ante sus ojos pálido y enteco, la mirada acuosa y desvaída; en sus otrora tersas mejillas se dibujaban dos marcados y profundos surcos, sus orejas le parecieron extremadamente grandes y su tez había adquirido un tono oliváceo. En el encuentro, sin embargo, intentó guardar las formas.

Cuando ya Ahmed había descendido de su cabalgadura y un sirviente se llevaba el caballo a la cuadra, padre e hijo se abrazaron; luego tomaron distancia y se observaron mutuamente.

—¿Se encuentra bien, padre? Le veo algo pálido y usted está siempre al sol.

—Es esa maldita víscera que regula los humores que me trae a mal traer; nada le digas a tu madre, que me tiene cocido con sus monsergas. —Y luego, tras una pausa, añadió—: Ve a verla y antes de subir al gabinete del amo, aféitate esa barba, que no es barba ni es nada y no quiero recriminarte un día que te veo, pero tu desaliño más parece de un gañán de carga que de un siervo del Profeta.

Ahmed, que no quería ofender a su padre, se disculpó.

—Ha sido la premura, padre, estaba trabajando en el molino y han venido a buscarme; descuide que luego de ver a madre, me rasuraré para subir a donde el amo.

Ahmed atravesó el patio y tras introducirse en la casa descendió a las cocinas. Su madre estaba de espaldas inclinada sobre un caldero que bullía sobre el fuego de la chimenea, y repitiendo el juego que tantas veces había consumado de pequeño, se llegó hasta la mujer y con sumo cuidado le deshizo el lazo del delantal. Naima dejó escapar un grito, entreverado de sorpresa y alegría. Simplemente por la acción había reconocido la llegada de su hijo.

La mujer se giró rápidamente y las preguntas se agolparon en su boca sin orden ni concierto.

—¿Qué haces aquí? ¿Cuándo has venido? Tienes un aspecto desastrado, no entiendo por qué te has empeñado en vivir en el molino… Allí tu madre no puede ocuparse de ti. —Unos instantes después siguieron las preguntas—: ¿Te ha llamado el amo? ¿Has visto a tu hermana? ¿Te vas a quedar?

—He venido a ver a la mujer más hermosa del mundo, eso lo primero; todavía no he visto a Amina, la veré a la hora de cenar. Sí, me ha llamado el amo. Déjeme, madre, una jofaina de agua caliente y la navaja de padre; he de adecentarme, ¿no cree? —le dijo con una sonrisa.

La mujer, ante la noticia de que el amo esperaba a su hijo, se esmeró preparando las cosas, tomó un cazo y con un cucharón que alcanzó de la alacena, lo llenó con el agua caliente de la olla que estaba en el fuego, luego le dio una pastilla de jabón de sosa y de sebo que ella misma elaboraba. Después fue a su cuarto a buscar la navaja que usaba Omar y una cinta de cuero curtido y engrasada para afilarla y una lámina de metal bruñido que reflejaba la imagen del que se ponía ante ella y colocó todo al alcance de su hijo.

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