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Authors: Nancy Huston

Tags: #Narrativa, #Drama

Marcas de nacimiento (36 page)

BOOK: Marcas de nacimiento
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Cuando despierto ya hemos llegado, me noto la cabeza pesada y tengo que hacer pis, ya casi ha oscurecido.

Cuando nos apeamos del coche, Janek susurra:

—He visto unas monjas al llegar, me traen malos recuerdos, no pienso quedarme mucho.

—¿Eran Hermanas Pardas? —susurro a mi vez.

—No, blancas y negras —dice—, pero igualmente alemanas.

Los hombres se llevan nuestros equipajes a alguna parte.

—Pasaréis una temporada en este centro —nos explica la señorita Mulyk cuando vamos escalones arriba hasta la entrada—. Resolver todo el papeleo lleva su tiempo. El pabellón de las niñas está a la izquierda y el de los niños a la derecha, pero os veréis a diario a la hora de comer, al menos hasta que os encuentren familias.

—¿Hasta que nos encuentren familias? —exclama Johann con aspereza—. ¡Querrá decir hasta que encuentren a nuestras familias!

—Sí, sí… Por desgracia, las cosas nunca van tan rápido como nos gustaría —responde la señora en tono evasivo—. Ahora, id a deshacer el equipaje, luego bajad a cenar con todos nosotros, el comedor está allí.

Se bate en retirada precipitadamente, tanto que me pregunto si está otra vez al borde de las lágrimas.

No tengo ni idea de lo que ocurre.

Reconozco mi cama en el dormitorio de niñas porque mi maleta está encima.

Llego corriendo hasta la cama, manoseo los cierres y abro la maleta.

Annabella
no está por ninguna parte. Revuelvo toda la ropa buscándola: no está. Me acurruco hecha una bola y me aplasto los ojos con los puños pensando: ¿Y ahora qué me queda? La única persona que me queda en el mundo es Janek y a él también me lo van a arrebatar.

Janek dice que estamos en un convento, razón por la que los edificios parecen iglesias y hay monjas alemanas ayudando a los americanos. Me presentan a los demás niños del centro pero me traen sin cuidado. Diecisiete niñas y veintinueve niños, de entre cuatro y catorce años, todos infelices porque ninguno queremos estar aquí, sabemos que no es un lugar de verdad, sólo una parada provisional entre el pasado y el futuro. Todos pensamos en el pasado —quiero mi vida de nuevo con la torre del reloj el carrusel las pequeñas aspas coloreadas del molinete la iglesia el tiovivo el joyero el piano y las postales de Dresde— y el futuro no es sino un inmenso interrogante.

—¿Cómo es que la señorita Mulyk me reconoció por la marca de nacimiento?

—Debes de tener un expediente en alguna parte. Debe de haber echado mano a tu expediente.

—Pero ¿qué
significa
eso?

—No lo sé.

Comienza una nueva rutina y los días van transcurriendo de acuerdo con ella.

Por la mañana nos hacemos la cama, hacemos ejercicios y vamos de excursión por el campo. Por la tarde nos dividen en grupitos y nos enseñan tal o cual cosa. Me aburro soberanamente durante estas clases porque las demás niñas de mi edad ni siquiera saben leer y tengo que empezar de nuevo con el abecedario y cuando intento soñar despierta en vez de prestar atención no sé con qué soñar, cada hilo de pensamiento que comienzo a devanar me lleva a un callejón sin salida porque no soy la persona que creía ser y no sé quién soy. Después de la clase de lectura me envían a una clase de inglés sólo con otras dos chicas, el profesor es un señor que se llama míster White, lo que resulta gracioso porque es negro, es un negro americano y tiene la piel de color marrón chocolate de la cabeza a los pies salvo en la palma de las manos y los labios que son de un marrón rosado o de un rosa pardusco. Nos enseña a decir en inglés «mami» y «papi», «por favor» y «gracias», «qué día tan bonito» y «soy tu hija», y me dice que tengo un oído extraordinario, mi pronunciación es perfecta.

• • •

—¿También te están enseñando inglés?

—No.

—¿Por qué me enseñan inglés a mí?

—No lo sé, hermanita.

Ahora Janek me llama hermanita, porque ya no soy polaca y quién sabe si la señorita Mulyk tenía razón en lo de que me llamo Klarysa.

Mi séptimo cumpleaños llega y queda atrás; ni siquiera lo menciono.

En la cama por la noche mi cuerpo me hace compañía. Me cuento los dedos de las manos y los pies una y otra vez, intentando hacer el truco que me enseñó el abuelo según el cual da la impresión de que en realidad tienes once dedos, pero resulta difícil engañarse uno mismo. Me hurgo la nariz, que es una de las cosas que está permitido hacer cuando nadie te mira. Me saco hilas del ombligo y exploro la cálida grieta entre mis piernas, me huelo los dedos después y me los lamo. A veces intento lamerme por todas partes como si fuera una madre gata lamiendo a su minino, pero hay muchas partes del cuerpo a las que no alcanzo. Vuelvo el labio inferior del revés y recuerdo que cuando hacía pucheros, el abuelo me decía: «¡Ten cuidado, Kristina, vas a tropezar con ese labio!» Eso me recuerda la broma en la que preguntaba a la gente: «¿Puedes sacar la lengua y tocarte la nariz?», y lo intentaban. El abuelo y yo nos partíamos de risa viéndolos cruzar los ojos e intentar levantar la punta de la lengua hasta la nariz, pero luego decía: «¡Mira, es fácil», y en un santiamén sacaba la lengua un poquito y se tocaba la nariz con el dedo.

Me acaricio la marca de nacimiento y tarareo bajo las mantas y una vez a la semana canto todas las canciones que recuerdo con todas las estrofas en el orden correcto porque no quiero olvidarlas, me quedo tumbada y canto para mí durante horas sin emitir sonido alguno, las otras niñas gimotean y se sorben los mocos en la oscuridad y eso me molesta, así que cuando se me acaban las canciones empiezo a recitar las tablas de multiplicar y luego el abecedario hacia atrás, un poco más rápido cada vez, en cuestión de días puedo recitarlo hacia atrás igual de rápido que hacia delante, aunque dudo que semejante talento me sirva de nada alguna vez.

Las hojas de los árboles se vuelven bermejas y marrones, se resecan y arrugan y dejan que el viento las tire al suelo. Nunca me había sentido tan triste como ahora, delante de la ventana del dormitorio viendo las hojas perder su color y caer lentamente al suelo una por una, mi vida también ha perdido su color y a veces querría marchitarme y caer a la tierra fría y morir para siempre.

Entonces llega un día que es el Día Trascendental. Es el 18 de octubre y llevamos aquí más de dos meses, y en ese lapso han desaparecido unos cuantos niños y han aparecido otros nuevos y ahora nos ha llegado el momento de desaparecer a nosotros.

—Bueno… —dice Janek cuando nos encontramos para nuestra conversación después de cenar.

Estamos sentados muy cerca el uno del otro en la escalera de entrada al centro, ya casi ha oscurecido del todo y hace frío y no llevamos abrigo, lo que ya me va bien porque así tengo excusa para temblar, que es exactamente lo que me apetece hacer.

—Bueno… —repite, mirando fijamente un punto entre sus pies donde no hay nada en absoluto—. ¿Ya te han dicho lo que te espera?

—Sí. ¿Y a ti?

—Sí.

—Pues cuéntamelo.

—Tú primero.

—No, tú.

Se le mueve la mandíbula y luego la aprieta con fuerza como si sencillamente no quisiera dejar que las palabras escapen por ella.

—Dímelo, Janek…

Suelta una buena bocanada de aire contenido, a medio camino entre el suspiro y el sollozo, luego vuelve a tomar aire y lo mantiene dentro, interminablemente, y al cabo dice:

—Mis padres están muertos, mi hermano está muerto, toda mi familia directa. No me queda nadie con quien regresar… así que han decidido enviarme a un internado.

—¿Qué? ¿Adónde?

Se aprieta las rodillas con las manos pero está tan oscuro que no veo si los nudillos se le vuelven blancos. Los nudillos se vuelven blancos porque cuando uno aprieta con fuerza de esa manera, los nudillos se pegan a la piel y todos los vasos sanguíneos quedan apartados, me parece que ésa es la explicación.

—¿Adónde, Janek?

—A Poznan. Quieren llevarme la semana que viene porque tengo un tío allí.

—Pero ¿cómo murieron tus padres?

—No quieren decírmelo. Dicen que tienen pruebas pero no me enseñan las pruebas. Dicen que por el momento tendré que fiarme de su palabra, ir a ese internado y confiar en que lo están haciendo todo por mi bien.

Dejo que un largo silencio arrope las palabras de Janek y las tome en sus brazos.

—¿Y tú, qué? —me pregunta cuando el silencio ha hecho lo que ha podido, que no ha sido mucho, y me preparo para pronunciar mis propias palabras, que también requerirán mucho silencio.

—Me envían a Canadá —digo.

—¿Canadá? ¿Por qué? ¡Ellos saben quiénes son tus padres! ¿O no?

—Es un misterio, Janek. Cuando esperaba en el pasillo a la entrada del despacho los oí hablar en el despacho del director, hablaban en inglés bien alto y repetían las palabras, así que he entendido todo lo que decían. El director dijo: «Pero ¿qué pasa con la carta de su madre?», y la señorita Mulyk: «¡Ucrania está quedando en manos de los rojos!» Y el director: «Pero la carta…» Y la señorita Mulyk: «La carta nunca ha existido, ¿de acuerdo? ¡Me niego a enviarles a Klarysa a los rojos!»… ¿Qué quieren decir?

—Creo… creo que se refieren a los rusos —dice Janek—. ¿Y entonces…?

—Entonces me dijeron que entrara en el despacho, y el director se fue. La señorita Mulyk me explicó que me tiene un cariño especial porque ella también es ucraniana… Así que… tiene unos amigos ucranianos en Toronto, los Kriswaty, un médico y su mujer, no tienen hijos propios y estarán encantados de adoptarme. De esa manera, dice, estaré con los míos en un país rico y bonito y me apellidaré Kriswaty.

Janek me ofrece con generosidad el silencio que necesito.

Luego dice:

—Poznan, Toronto.

Cuando pronuncia los nombres de nuestras futuras ciudades, desciende sobre mí una pesadez que me oprime y me comprime hasta que tengo la sensación de haber pasado a formar parte del frío cemento en que estamos sentados y ya nunca seré capaz de moverme de aquí.

—Es imposible —susurro.

Se vuelve hacia mí en los peldaños y me aparta suavemente el pelo de la cara y me acaricia los rasgos con las dos manos como si intentara memorizarlos.

—Bien, escúchame, señorita Kriswaty —dice—. Pueden enviarme a mí a Poznan y enviarte a ti a Toronto, pueden cambiarnos de nombre, darnos documentos falsos y padres falsos y nacionalidades falsas, pero hay una cosa que no pueden hacer: no pueden separarnos, ¿de acuerdo? Aun así seguiremos juntos y no hay nada que puedan hacer para evitarlo. Nosotros sabemos quiénes somos en realidad y en este preciso instante vamos a inventarnos nombres de verdad para nosotros, y ésos seremos de ahora en adelante. ¿Estás preparada, hermanita?

Asiento débilmente.

—Bien —dice.

Me coge el brazo izquierdo, me levanta la manga del jersey y posa los labios sobre la marca de nacimiento, tiene los labios fríos y le tiembla el cuerpo entero.

—Estaré contigo, aquí —me dice—. Mi auténtico nombre será Laúd, porque mi padre tenía una tienda de instrumentos de cuerda en Szczecin. Da igual en qué idioma, mi nombre será ese instrumento en todas las lenguas. Lo único que tienes que hacer es tocarte este lunar o sólo pensar en él y allí estaré, vibrante dentro de ti como las cuerdas de un laúd para acompañar tu canto. Laúd, Laúd, Laúd. Dilo.

—Laúd —susurro—. Laúd, Laúd.

—Ahora, escoge tu nombre.

Me viene a la cabeza, salido de la nada, y lo digo:

—Erra.

—Erra —repite—. Erra. Sí, perfecto. Me llevo a Erra conmigo a Poznan y tú te llevas a Laúd contigo a Toronto. ¿De acuerdo? Erra y Laúd.

—Laúd y Erra.

—Y más adelante… iré en tu busca. Cuando seamos mayores. Lo antes posible. Te encontraré por tu canto.

—Y estaremos juntos por siempre jamás.

—Sí. Vamos a hacer un juramento.

Me pone dos dedos en la marca de nacimiento y dice:

—Yo, Laúd, juro que querré a Erra y la encontraré y estaré con ella para siempre. Ahora tú.

—Yo, Erra, juro que querré a Laúd y lo encontraré y estaré con él para siempre.

• • •

Es todo muy solemne y grave y al día siguiente Janek desaparece, armando un gran revuelo en el centro, y una semana después voy en un transatlántico, contemplando los interminables almohadones grises y ondosos del océano Atlántico.

FIN

Nota de la autora

Entre 1940 y 1945, más de doscientos mil niños fueron raptados de los territorios ocupados por la Wehrmacht: Polonia, Ucrania y los países bálticos. Este programa de «germanización» lo puso en marcha Himmler en persona para compensar las pérdidas alemanas debidas a las bajas de guerra. Los niños de más edad era enviados a centros especializados y educados como «arios»; los más pequeños, incluidos miles de bebés, pasaban por las infames «granjas de cría» nazis conocidas como
Lebensborn
(fuentes de vida) y luego eran entregados a familias alemanas.

En los años inmediatamente posteriores a la guerra, varias organizaciones de desplazados, incluida la Administración de Auxilio y Rehabilitación de las Naciones Unidas (UNRRA) devolvió unos cuarenta mil de esos niños raptados a sus familias biológicas.

Fuentes

• Gitta Sereny,
The German Trauma: Experiences and Reflections 1938-2001
, Penguin, Londres, 2001.

• Fernande Vincent,
Hitler, tu connais?
Besançon, L'Amitié par le Livre (sin fecha de publicación).

• Eva Warchawiak,
Commet je suis devenue démocrate
, HB Editions, Aigues-Vives (Gard), 1999.

• Clarissa Henry y Marc Hillel,
Of Pure Blood
, trad. Eric Mossbacher, McGraw Hill, Nueva York, 1975.

• También el documental de Chantal Lasbats
Lebensborn
(1994) y numerosas páginas de Internet…

Referencias de letras y canciones


El violinista en el tejado
, de Joseph Stein, música de Jerry Bock, letra de Sheldon Harnick, basada en relatos de Sholom Aleichem (permiso concedido por Arnold Perl), producida por Harold Prince, 1964. Pasajes extraídos de «If I Were a Rich Man».


El mago de Oz
, musical producido por L. Frank Baum y William W. Denslow, 1902. Adaptado al cine por Victor Fleming, guión de L. Frank Baum, Noel Langley, Florence Ryerson y Edgar Allan Woolf, música de Harold Arlen, George Bassman, George Stoll y Herbert Stothart, producción de Mervyn LeRoy, MGM, 1939, Warner Bros. desde 1998. Pasajes extraídos de «Follow the Yellow Brick Road» y «We're Off to See the Wizard».

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