Authors: David Brin
La nave de exploración Streaker, procedente de la Tierra, ha de buscar refugio, a causa de una avería en el planeta acuático Kithrup, situado fuera de las rutas normales, después de haber conseguido el mayor descubrimiento de la historia galáctica. Sobre ellos en el espacio, las armadas alienígenas se enzarzan en una titánica batalla: Todas pretender tener el derecho a apresar al Streaker.
Mientras, un pequeño grupo de humanos y delfines de la tripulación luchan contra la rebelión armada de sus compañeros y contra un planeta hostil para salvaguardar el secreto del destino de los Progenitores, la mítica Primera Raza que llevó la sabiduría a través de las estrellas.
A Marea Estelar, le han sido otorgados los premios Hugo Nébula y Locus.
David Brin
Marea estelar
La elevación de los pupilos 2
ePUB v1.0
Aldog24.06.12
Título original:
Startide Rising
David Brin, 1986
Traducción: F. J. Arellano y S. Mustiales
Editorial: Acervo
Colección: Ciencia Ficción, 75
ISBN: 847002398
Diseño portada: Aldog
Editor original: Aldog (v1.0)
ePub base v2.0
«A mis propios progenitores...»
El Streaker se arrastra como un perro en tres patas.
Ayer nos arriesgamos a efectuar un salto hipermultiplicado para poner cierta distancia entre nosotros y los galácticos lanzados en nuestra persecución. La única bobina que había sobrevivido a la batalla de Morgran no ha dejado de gemir y protestar pero, finalmente, ha decidido soltarnos aquí, en el pozo de baja gravedad de una enana de población-11 llamada Kthsemenee.
La Biblioteca indica un único mundo habitable en órbita: el planeta Kithrup.
Y soy indulgente al calificarlo de habitable... Tom, Hikahi y yo misma, estuvimos varias horas discutiendo con el comandante para intentar encontrar una solución alternativa pero, a fin de cuentas, Creideiki no ha podido hacer otra cosa que traernos hasta aquí.
Como médico, he de temer los insidiosos peligros que alberga el planeta; pero Kithrup es un mundo acuático y nuestra tripulación, que está casi completamente formada por delfines, necesita agua para poder moverse alrededor del navío y repararlo. Por otro lado, la riqueza de este mundo en metales pesados debería permitirnos encontrar en él las materias primas que tanto necesitamos.
Kithrup tiene, además, la ventaja de estar apartado de las rutas interestelares frecuentadas. La Biblioteca añade que es un erial desde hace mucho tiempo. Quizás a los galácticos no les pase por la cabeza la idea de venir a buscarnos.
Eso es precisamente lo que le decía a Tom ayer por la tarde cuando, a través de una portilla del salón, mirábamos crecer el disco de este planeta de equívoca belleza: una esfera azulada rodeada de nubes blancas y cuya cara oscura se vislumbraba en ciertos lugares iluminada por la rojiza luz de los volcanes y el resplandor de los relámpagos.
Le expresaba a Tom mi certidumbre de que no seríamos perseguidos y, al mismo tiempo que formulaba con seguridad aquella predicción, me sentía persuadida de que nunca podría engañar a nadie. Con una infinita tolerancia frente a mi acceso de optimismo, Tom se contentó con sonreír en silencio.
Y todo porque, naturalmente, ellos no faltarán a la cita. Sólo hay treinta y seis rutas espaciales que el Streaker podía seguir sin utilizar un punto de transferencia. El único problema reside en saber si las reparaciones de la nave terminarán a tiempo para que podamos marcharnos de aquí antes de que los galácticos nos caigan encima.
Como Tom y yo disponíamos de unas cuantas horas para nosotros mismos —las primeras en muchos días—, volvimos a nuestro camarote para hacer el amor.
Tom duerme ahora, y aprovecho su descanso para escribir estas notas. No sé si tendré ocasión de hacerlo más adelante.
El capitán Creideiki acaba de llamarnos. Desea que los dos estemos presentes en el puente, supongo que al objeto de que los fines puedan vernos y sepan así que sus tutores humanos están junto a ellos. Incluso un competente delfín espacial como Creideiki, siente de vez en cuando esa necesidad.
¡Oh, si los humanos tuviéramos la posibilidad de refugiarnos en un regazo psicológico parecido!
Ya es hora de que abandone este diario y despierte a mi cansado compañero. Pero antes voy a poner por escrito lo que Tom me dijo ayer por la noche, cuando contemplábamos los tumultuosos océanos de Kihrup.
Se volvió hacia mí, y me sonrió con esa expresión extraña que adquiere cuando un pensamiento irónico le atraviesa la mente. Luego me susurró un pequeño haikú en delfiniano ternario.
Tormentas de estrellas
Sobre el fragor de las olas...
¿Nos mojaremos, amor?
Consiguió hacerme reír. A veces pienso que Tom es medio delfín.
Todas vuestras mejores acciones se escribirán en el agua...
Francis Beaumont y John Fletcher
Entre los fines, la costumbre de escapar de las trampas de los hombres se remonta a milenios. Siempre habían encontrado a los hombres tremendamente divertidos. De hecho, la Humanidad había manipulado sus genes, abriéndoles los caminos de la técnica; aunque aquello no hubiera modificado en nada su actitud.
En el fondo, los fines seguían siendo niños malcriados.
Toshio clavó la mirada en el pequeño cuadro de mandos del trineo marino, pretendiendo averiguar la profundidad en el indicador. El ingenio se desplazaba ronroneando a una profundidad constante de diez metros bajo la superficie. Pese a que no era necesario efectuar ningún ajuste, Toshio continuó concentrado sobre el panel cuando Keepiru apareció por su izquierda con la manifiesta intención de tomarle el pelo.
—¡Manos Pequeñas, sssilba! —El cetáceo liso y gris giró para ponerse a la derecha del muchacho, luego se acercó y le observó con una mirada de falsa indiferencia—.
¡Sssílbanos una cancioncilla sobre las naves, el espacio y la dulzura de volver al hogar!
La voz de Keepiru, repercutiendo en el complejo laberinto de las cámaras de eco de su bóveda craneal, evocaba el timbre quejumbroso y sordo de un fagot. Lo mismo podría haber imitado el de un oboe o un saxo tenor.
—Bien, Manos Pequeñas. ¿Dónde está la canción?
Keepiru se las arreglaba para que todos le oyeran y, aunque los otros fines parecían nadar despreocupadamente, Toshio sabía que estaban a la escucha. Le alegraba que Hikahi, que mandaba el destacamento, se hubiera adelantado para explorar. En presencia de Hikahi, hubiese sido peor. Habría ordenado a Keepiru que lo dejase tranquilo. Nada de cuanto pudiera decirle el delfín le produciría tanta vergüenza como habría sentido al verse protegido como un muchacho incapaz de defenderse.
Keepiru nadaba indolentemente, boca arriba, junto al trineo, manteniéndose al nivel de Toshio mediante lentos movimientos de su cola. En las olas cristalinas de Kithrup todo parecía reflejarse extrañamente. Las cimas semejantes al coral de las colinas metálicas reverberaban igual que montañas vistas a través de una bruma de calor, elevándose al fondo de un amplio valle. Los zarcillos de las algas flotantes se balanceaban lánguidamente desde la superficie.
Reflejos fosforescentes recorrían la piel gris de Keepiru y, en su boca estrecha y larga, los dientes puntiagudos como agujas brillaban burlona y cruelmente de un modo que debía ser exagerado... si no por el agua, sí por la imaginación de Toshio.
¿Era concebible que un fin fuera tan malvado?
—¿No vas a cantar para nosotros, Manos Pequeñas? ¡Venga, cántanos una canción que diga lo felices que seremos cuando podamos partir de esto que llaman planeta y encontremos un puerto acogedor! ¡Sssílbanos algo de eso que hace sssoñar a los Sssoñadores de tierra firme!
Sobre el tenue gemido de su reciclador de aire, Toshio sintió que le zumbaban los oídos por el esfuerzo que estaba haciendo para controlarse. Dentro de poco, Keepiru iba a dejar de llamarle Manos Pequeñas para estrenar el último mote que había encontrado para él: «Gran Soñador».
No era muy agradable ser blanco de sus sarcasmos por haber cometido el error de silbar al unirse a un grupo de exploración formado exclusivamente por fines —habían recibido su melodía con pullas y chillidos burlones— pero verse irónicamente investido de un título al que tan sólo habían tenido derecho las ballenas de joroba y los músicos destacados... aquello estaba casi más allá de lo que podía soportar.
—Keepiru, ahora no estoy de humor para cantar. ¿Por qué no te metes con otro? —y Toshio sintió una vaga sensación de triunfo al conseguir dominar el temblor de su voz.
Para su alivio, Keepiru se contentó con proferir una breve exclamación en argot ternario, casi un delfiniano primario, lo que en sí mismo era una forma de insulto, se arqueó y saltó hacia la superficie para tomar aire.
En el omnipresente brillo azulado del agua, resplandecían los tornasolados peces kithrupianos. Las escamas de sus lomos reflejaban la luz y la descomponían como la escarcha en las hojas. Todo a su alrededor era de varios tonos y texturas. El sol matinal penetraba en aquel mar límpido y tranquilo para iluminar las peculiares formas de vida propias de aquel mundo extraño e inevitablemente próximo a morir.
Toshio no tenía ojos para la belleza de las aguas de Kithrup. Sólo sentía odio por aquel planeta, por la nave averiada que los había llevado hasta él y por los fines que eran sus compañeros de infortunio; y se dedicaba al punzante y gozoso repaso de las mordaces respuestas que debía haber dirigido a Keepiru.
«Si eres tan fuerte, Keepiru, ¿por qué no consigues un poco de vanadio?» O bien: «La verdad es que no veo por qué he de malgastar una canción humana con una audiencia de delfines».
En su imaginación, aquellas respuestas parecían satisfactorias y eficaces, pero Toshio sabía que en el mundo real nunca hubiera dicho nada semejante.
En primer lugar, porque en la cuarta parte de los astropuertos de la galaxia eran más apreciados los cantos de los cetáceos que los de los antropoides. Y aunque las que realmente alcanzaban altos precios eran las melancólicas baladas de sus inmensas primas las ballenas, los congéneres de Keepiru conseguían que les pagaran la bebida en una docena de mundos con sólo vocalizar unas estrofas.