Máscaras de matar (35 page)

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Authors: León Arsenal

Tags: #Aventuras, Fantástico

BOOK: Máscaras de matar
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—Ojalá pudiera decir lo mismo.

El viento, aullando, alborotaba las aguas. Las negras masas de las arboledas se balanceaban en la oscuridad y, en la orilla, el incendio cobraba fuerza gracias al viento, llenando la noche de resplandores rojos.

—Bueno, tuvimos problemas en el último momento. Lo sacamos por un portillo que daba al agua y ahí sí que nos atacaron los guardias. El serpiente y yo aguantamos mientras los otros se llevaban al portador, que sin la máscara es dócil como un niño desorientado. Tuvimos que luchar contra muchos, pero les contuvimos.

—Entonces, ¿todos los de tu grupo habéis salido vivos?

—Del islote sí. Después me eché a nadar y llegué hasta aquí; no sé si alguno se habrá ahogado, pero no creo.

—Si todos los de un grupo están a salvo y los del otro han muerto, lo mejor es que nos vayamos —dijo una voz nueva, con resabios de acento pandalume.

—No sabemos si todos han llegado a las piraguas —objetó, dudoso, el montañés que oficiaba de patrón de la canoa.

—Si no lo han hecho es porque se han ido al fondo —le replicó la lanzái copa—. Mira, están empezando a tirar flechas encendidas y acabarán por descubrirnos.

Todos giraron la cabeza a tiempo de ver cómo una estela de llamas pasaba sobre la faz de las aguas, alumbrándola brevemente. Le siguió otra, y luego dos más, aunque ninguna dirigida hacia donde ellos se hallaban.

—Tienes razón —aceptó el montañés—. A los remos, amigos. Nos vamos.

19

El destino o el azar dispusieron un final muy distinto para los dos grupos que habían invadido las entrañas del santuario de Matecoda. Los unos habían regresado sin una sola baja, llevando con ellos al portador de la Máscara Real, en tanto que los otros no habían llegado siquiera a entrar en la cámara sacra, y sólo uno había logrado escapar con vida.

En días posteriores, el maestro Te-Cui había de pensar mucho en esas dos fuerzas, Destino y Azar, a las que algunos pueblos consideran dioses. Era de los que habían estado esperando las piraguas en la misma orilla y, al enterarse de que volvían con su antiguo discípulo, había entrado en el río, ansioso de volver a verle después de tantos años. Había vadeado hasta la barca, sin preocuparse del agua que le corría helada a la altura de las corvas y así fue como, al resplandor casi inexistente de las estrellas, se había encontrado por fin, después de tanto tiempo, con aquel en cuya búsqueda había viajado cientos de kilómetros.

Pero la alegría y el alivio de aquel momento no tardarían en esfumarse con el paso de los días.

Abandonaron los botes y la ribera en plena oscuridad, para poner tierra por medio mientras los habitantes de Matecoda luchaban contra el incendio del puerto. Habían confiado en escapar aprovechando la confusión, el desastre y los falsos rumores que algunos agentes de los raúnes hicieron correr por la ciudad. Pero los ancianos de la ciudad, o puede que el Cufa Sabut, demostraron ser más diligentes y astutos de lo que esperaban, de forma que se encontraron los caminos cortados por los guerreros de la tribu, o por sus aliados.

Así que se internaron en el bosque para escapar de sus perseguidores, y allí les fue de gran utilidad aquel hombre-avispa que decía haber sido hijo, en una vida anterior, del maestro Te-Cui. En aquellas jornadas fugitivas, fue el propio maestro quien se ocupó de su otrora discípulo. No hablaba, apenas prestaba atención y muchas veces parecía no entender lo que se le decía. Aquel hombre antaño inquieto y vivaz se había convertido en algo parecido a uno de esos autómatas que fabrican los mecánicos para ciertas cortes del Sursur.

El Rey Rojo fue quien más le ayudó a atender a aquella sombra de hombre mientras vagabundeaban por el bosque de otoño, entre lluvias y acosados por los caralocas. Cierto día que hicieron un alto, mientras los exploradores se aseguraban de que el camino estaba expedito, el maestro trató una vez más de hacerle reaccionar, hablándole de los viejos tiempos y de temas que les habían apasionado a ambos. El Rey Rojo había meneado la cabeza, cubierta por la máscara de toro.

—Es inútil. —Llovía con fuerza, y su voz profunda llegaba entre el susurro del agua—. La Real es muy fuerte, mucho. Quien se cubre con una máscara así acaba siendo devorado por ella y se convierte en poco más que una carcasa vacía.

Se habían instalado bajo un gran roble, a resguardo del chaparrón. El Rey Rojo estaba en pie, apoyado en su lanza; el maestro sentado en una roca musgosa, envuelto en el manto, y su antiguo discípulo acuclillado junto al tronco, con los brazos colgando.

—¿Cómo es posible? —Te-Cui meneó pesaroso la cabeza, observando aquel rostro inexpresivo—. ¿Es que esa máscara es una especie de vampiro que se alimenta de la esencia de sus portadores?

—Yo diría más bien lo contrario. Esa máscara es depositaria de unas ideas muy claras y tiene un carácter demasiado fuerte. Lo que hace es, precisamente, impregnar a su portador de esa esencia, de forma que poco a poco lo va anulando. Al final, sin la máscara, no es más que… —No remató la frase y, en cambio, señaló con la cabeza al ser que se acuclillaba a dos pasos, contemplando cómo goteaba el agua de lluvia desde el techo del bosque.

El maestro se quedó largo rato en silencio. Se levantó un viento frío que arrastraba ráfagas de lluvia, y él se arrebujó en el manto. Examinó la mirada vacía, los gestos sin sentido, la expresión ausente. A primera vista, uno podía tomar a aquel hombre por un idiota. Pero a él le recordaba a algunos heridos en el cráneo que había visto a lo largo de su estancia en distintas cortes. Gente que había sufrido lesiones en la cabeza —en guerra, duelos o atentados— y que había sobrevivido con alteraciones de carácter y ausencias, como si los daños en el cerebro les hubiesen arrebatado zonas enteras de su anterior personalidad.

—No me parece que le hayan impreso ningún carácter —comentó pensativo—. Más bien es como si lo hubieran vaciado por dentro.

—Eso se debe a que la Máscara Real es demasiado poderosa. —Se alzó otra ráfaga de aire, haciendo ondear el manto rojo del gargal—. Tan poderosa que no deja espacio para nada más. Cuando le retiran al portador una máscara así, es como si a una marioneta le cortasen los hilos.

El maestro levantó los ojos y los puso en aquel rey-brujo de manto rojo y gran máscara de toro, forjada en oro y bronce, tan bruñida que relucía incluso en aquel día empañado por la lluvia.

—Sin embargo —trató de elegir con cuidado las palabras—, existe entre tu pueblo toda una tradición de portadores de máscaras muy especiales. Tú mismo, señor…

—Yo mismo soy un mascareno, sí. Pero no es lo mismo. Una máscara no debe ser nunca tan fuerte como para anular a quienes la portan. Entre mi gente, se considera que un hombre nunca es un ser completamente aislado. Un mascareno es la mezcla de la máscara y su portador, de la misma forma que un juez es, por ejemplo, mezcla de su propio carácter y las obligaciones de su cargo.

—Entiendo.

—El carácter de una máscara se forja a lo largo de sucesivos portadores. Cuando ese carácter se hace tan fuerte que puede anular a quien la lleva, la máscara pierde su utilidad y es llevada a las cuevas de los antepasados. A menudo, entonces, se forja otra igual. Así se hace con las máscaras mayores, por ejemplo.

El maestro asintió, y de nuevo dudó unos momentos antes de proseguir.

—Pero fuiste tú, o aquel que llevaba la máscara del Rey Rojo en su día, quien forjó la Real.

—Es cierto.

—¿Y sabiendo todo eso la hiciste tan fuerte? ¿Violaste las normas de tu pueblo?

—No. La explicación es mucho más sencilla: me equivoque. —Sonrió sin alegría por debajo del borde de la máscara—. El deseo de pacificar Los Seis Dedos me llevó a crear una máscara dotada de sólidos principios, de metas elevadas. Por desgracia, al hacerlo, di vida a un cambuj inflexible, de valores inmutables, incapacitado para cualquier evolución, cambio o negociación. La Máscara Real sabe qué está bien y qué está mal, tiene un Camino que recorrer, y nada en este mundo puede hacer que se desvíe del mismo. Es por eso que acaba devorando a su portador, porque no tiene hueco para nada que él pueda aportar.

El maestro se pasó las manos por la cara, como un hombre agotado por un largo día. Miró de nuevo a su antiguo discípulo.

—¿Se recuperará? ¿Podrá, lejos de la máscara, ir recuperando su antigua forma de ser?

—Lo ignoro. —El Rey Rojo, apoyado en la lanza, meneó muy despacio la cabeza.

—Entonces ya tengo trabajo que hacer. Educar a alguien que dice haber sido mi hijo en otra vida, y tratar de devolver su esencia al mejor de mis alumnos.

Eso fue el mismo día que, de nuevo, volvieron a salir a uno de los caminos enfangados que recorrían los bosques del Alto Norte, con la esperanza de haber dejado atrás a sus enemigos. Pero, a no más de dos kilómetros, se encontraron con un santón de Bas Camul, el ídolo arma de la guerra.

Aquel santón era un hombre nervudo, de ropas encarnadas, con tres franjas rojas surcándole la cabeza calva y un gran collar de cráneos de marfil. Estaba sentado bajo un tilo, viendo llover, con la vaina de la espada entre las manos. Como todos los santones de su culto, vivía para el combate y las armas, y subsistía de limosnas y como maestro ambulante de esgrima. No dio ninguna razón para estar tan al norte, ni mostró sorpresa al verles.

Lo que sí hizo fue informarles de que a no mucha distancia había un gran grupo de caralocas en pie de guerra que les buscaban. Esa noticia era mala pero, por otra parte, los integrantes del grupo consideraron aquel encuentro de muy buen augurio, ya que habían perdido a su santón en el asalto al santuario, y entonces, en los momentos de mayor desesperación, conseguían otro. Trapaieiro Porcaián le invitó a unirse al grupo, cosa que el otro aceptó en el acto. Después, el montañés dio nuevas órdenes. Y así, con todos los caminos cortados, la partida tomó la única salida posible, que era volver a Rau Branca, esperando encontrar refugio allí.

20

Con el enemigo en los talones, la partida de Trapaieiro Porcaián deshizo lo andado, esperando encontrar refugio en Rau Branca. Algunos dudaban de que allí fueran a aceptarles, ya que era el poderoso pueblo de los matioteé el que los perseguía, y no por un motivo banal, sino por la profanación de su santuario. Pero otros señalaron que ya no les quedaban más salidas. Fue el propio Trapaieiro Porcaián el que dio la orden de regresar al enclave de los raúnes y, sin duda, debía de saber algo más que sus compañeros, ya que los culteros los acogieron con los brazos abiertos y, cuando llegaron los emisarios matioteé, con exigencias y amenazas, cerraron las puertas de su fortaleza y se aprestaron a la guerra.

¿Por qué tomaron tal decisión? Unos los atribuían al sentido del honor, tan importante para aquella secta guerrera. Otros, más prosaicos, especulaban con que todo aquello obedecía al cálculo frío de sus maestres, a una decisión política en un juego en el que intervenían multitud de bandos, desde los armas a los lagoáns. Pero ningún argumento pasaba de ser pura cábala, y Trapaieiro Porcaián jamás soltó prenda al respecto.

Sobre el mismo tema hablaron también Cosal y la lanzái copa Ocalid, casi una semana después, durante un encuentro que tuvieron en las entrañas del santuario. Aunque, para entonces, cualquier suposición al respecto era más bien ociosa, ya que los vigías habían alertado de que todo un ejército de caralocas estaba a punto de presentarse ante la muralla de Rau Branca.

Cosal se reclinaba a la media luz de una vela, contemplando cómo Ocalid preparaba café. La lanzái copa se inclinaba sobre las brasas, atenta a la cocción, y el hombre-halcón seguía fascinado cada gesto; el revuelo de sus manos entre el molinillo, los potes y los pocillos. Los dedos, enfundados en largas uñas rojas y doradas, repicaban golpeando contra la cerámica y, a cada momento, el fulgor de las ascuas hacía destellar el oro de sus pulseras.

El hombre-halcón apartó un instante los ojos de ella, para pasearlos por la estancia. Aparte del fuego del hornillo, tan sólo una vela lucía en una esquina, llenando el lugar de penumbras. A un lado, un puñado de carboncillos al rojo se consumía con resplandor apagado. Chisporroteaban y las hilachas de humo subían hacia el techo, remansándose en un estrato azulado que giraba muy despacio en la semioscuridad. Flotaba un olor muy tenue en el ambiente, delatando que en aquel plato se quemaba una droga propia de altacopas y brujas; una de esas fórmulas secretas que estancan los sentidos y apaciguan las ideas, permitiendo a quienes las aspiran recrearse durante horas en los detalles más nimios.

Cosal se volvió hacia su acompañante, apreciando el lustre negro del pelo, los modales amanerados, la profusión de las joyas doradas. Ella se había pintado un sello dorado entre los omóplatos, rojo sobre la piel morena, y calaba una máscara lacada, también en rojo. El hombre-halcón conocía ese cambuj: lo llamaban la Mureca Colorada y era una variante clásica de la Tornamureca, una de las ciento sesenta y nueve máscaras tradicionales altacopas. Un semblante temperamental e imprevisible, de inclinaciones bastante más oscuras que su original.

Al pensar en ella, su mano se fue a su propia máscara. Una carátula de milano, de acero pavonado y plumas negras. Deslizó la mano sobre el metal, palpó el plumaje espeso y luego el pico curvo y cruel. Era una máscara hermosa y sombría, y la portaba esa noche por deseo expreso de Ocalid, que le había pedido que la usase durante su encuentro.

El agua borboteaba y el aroma cálido del café inundó la choza. Ella se volvió con dos pocillos humeantes entre sus largos dedales. Le tendió uno y él lo cogió con cautela, para no quemarse. Era de cerámica ocre y adornada con estilizados pájaros negros. Sostuvo el cacharro entre las manos, apreciando con las yemas el trabajo del punzón del alfarero. Ocalid bebió pausadamente y él, al verla llevarse el recipiente a los labios, paladeó de nuevo esa habilidad, tan de altacopas, de convertir los actos más triviales en algo cercano al ritual.

Su atención fue a las brasas, luego a la vajilla de colores terrosos y acabó por fijarse en un risueño ídolo de cobre que había al fondo. Esa estatuilla había sido colocada allí por la propia lanzái copa y, al observarla, sonrió levemente, casi en correspondencia al gesto cincelado en el metal. Su acompañante lo miró a los ojos, intrigada.

—Nada, una tontería —aclaró él—. Acabo de caer en la cuenta de que debéis de llevar una gran cantidad de equipaje.

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